Una cita nocturna
¿Quién no ha tenido algún sueño erótico alguna vez? Pero, ¿quién ha tenido el mismo sueño erótico todas las noches?
Todas las noches tengo el mismo sueño.
Sucede en la oscuridad de la madrugada. No soy capaz de ver luz alguna, ni artificial ni natural, ni siquiera un mísero reflejo en los vidrios de la ventana; es una oscuridad profunda y absoluta, tan negra que si cierro los ojos me parece sentir cierta claridad. Y sin embargo, percibo sin dificultad la silueta que se desborda por el alféizar hacia el piso, deslizándose hasta los pies de mi cama. Ese olor inunda la habitación. No tengo ni idea de qué palabras pueden describir ese aroma que sólo consigo percibir en ese instante, y que tan pronto como despierto se desvanece, como si jugara al escondite con mi mente consciente como lo hacen todos los sueños. Pero es un perfume intenso, fuerte, que penetra mis fosas nasales, impregna mi boca y ocupa mi pecho. Un olor que me hace inhalar con fuerza, ansioso, mientras la temperatura de la habitación aumenta.
El sueño continúa con un bulto ahuecando la colcha, a los pies de mi cama. El bulto crece y avanza, reptando sobre mi cuerpo con un tacto áspero y vasto, como el pelaje de un animal. Avanza lentamente recorriendo mis tobillos, arañando mis piernas con unas uñas duras y largas que puedo sentir marcando mi piel, rumbo a la cara interior de mis muslos.
Daba igual cómo me acostase, siempre me levantaba desnudo, así que hace tiempo que desistí.
Se detiene a la altura de mi cadera y puedo sentir su aliento quemando mi carne. Puedo notar cómo se aproxima con lentitud, puedo oír cómo produce ese ruido prolongado, profundo y rasgado, como el ronroneo de un gato inmenso. Aunque quisiera, no podría moverme ni gritar; lo sé porque lo he intentado muchas veces. Todas las veces. Lo único que puedo hacer llegado este momento del sueño es cerrar los ojos y sentir su tacto suave, húmedo y ardiente deslizándose sobre mis genitales. Se recrea en mis testículos describiendo círculos arrítmicos, que antes de culminar su giro realizan un movimiento brusco como el chasquido de un látigo; luego continúa recorriendo toda la longitud de mi miembro. Se toma su tiempo, se recrea, y durante cada uno de esos segundos interminables puedo notar cómo hunde sus garras en mi cadera: cuatro dedos se clavan a cada lado de mi cintura, los pulgares me punzan las ingles como alfileres que no encuentran resistencia.
Duele, desde luego que duele, pero no me puedo mover ni gritar, y ese músculo húmedo y ardiente que lame mi piel no se detiene: siento cómo engulle mi miembro con esa boca jugosa que escalda como agua caliente. Puedo percibir cómo sus labios se sellan con fuerza en la base de mi pene, puedo notar el roce de su nariz y la calidez de su aliento intranquilo rozando los vellos de mi pubis, puedo experimentar cada movimiento de su lengua, subiendo, bajando, rodeando sin parar ni un solo instante; casi me parece sentir que se enrolla entorno a mi miembro, empapando con su saliva ardorosa el tronco de mi verga sin que eso le impida paladear mi glande con ansia. También puedo sentir sus dientes. Numerosos, finos, filosos, suavemente apoyados sobre mi piel. No me araña con ninguno de sus movimientos, que son erráticos y bruscos, pero siempre permanecen en contacto firme contra mi carne, en un gesto que me parece intencionadamente amenazante.
Temeroso y excitado, cedo. Sólo entonces puedo empezar a oír mi propia voz. Los gemidos se escapan de entre mis labios y mi mente aturdida es incapaz de enlazar más pensamientos. A partir de ese instante puedo empezar a moverme. Quiero ser silencioso aunque me resulte imposible, observando la espalda de mi compañero de lecho, que yace dormido a escasos centímetros de mí. Él sigue ahí, respirando con la lentitud propia del sueño, cubierto por la colcha y la sábana, ignorando que algo bajo las mantas me está proporcionando un placer que él nunca será capaz de igualar.
La lengua se desenrosca de mi miembro, que se desliza empapado fuera de sus fauces. Sus zarpas se deslizan lentamente sobre mi abdomen, acariciando mis pectorales, aferrándose a mis hombros. Y su rostro oculto en la oscuridad insondable se va acercando al mío, emergiendo de entre las ropas de cama con la calma propia de un depredador. Puede que su lengua haya abandonando mis genitales, pero no se separa ni un instante de mi piel; puedo notar su roce férvido lamiendo cada uno de mis músculos, disfrutando en mis pezones, deleitándose en mi cuello, regocijándose en mis orejas. Puedo sentir su aliento acuoso, abrasador, desprendiendo ese perfume intenso que me ahoga y a la vez me obsesiona, mientras su lengua larga serpentea sobre mi piel de una manera inhumanamente posible. También percibo algo duro, largo, grande, ardiente, rozándose contra mi propio miembro, a la par que sus pulgares se cruzan bajo la curva de mi nuez.
Hunde su lengua entre mis labios, presiona sus dedos contra mi cuello, desliza su cadera sobre la mía. Siento su piel áspera mientras se sienta a horcajadas sobre mí; se acomoda con facilidad y guía de algún modo mi pene entre sus nalgas. Siento cómo me deslizo en su interior sin la menor dificultad. La cálida presión de sus entrañas se entremezcla al instante con la humedad de su lengua y con la sensación de asfixia en una oleada de sensaciones que obnubilan mi juicio.
Me cabalga. No puedo verle pero puedo sentir sus movimientos que acelera con premura al mismo tiempo y con la misma intensidad con la que aumenta la presión de sus zarpas sobre mi garganta. La cama se mece, el somier cruje, el cabecero golpea la pared. Mi miembro se estremece en su interior, mis pulmones punzan de forma dolorosa, las lágrimas inundan mis ojos y lo que queda de mi mente se agita impotente al sentir cómo la muerte se cierne sobre mí sin que mi cuerpo haga el menor esfuerzo para detenerlo porque sólo quiero que este placer se prolongue todo lo posible. Quiero que dure más. Que no acabe nunca.
Por el rabillo del ojo puedo percibir cómo mi pareja se revuelve en su sueño, incómodo con el movimiento violento y el ruido obsceno que produzco justo a su lado. Murmura algo adormecido, se gira en la cama y se queda mirando con gesto aturdido y confuso en nuestra dirección. Sigo sin poder ver a mi asaltante, oculto ante mis ojos en una oscuridad insondable; sólo puedo sentirle. Su aliento en mi rostro, su lengua en mi boca, sus zarpas sobre mi cuello, su miembro rebotando contra mi abdomen, mi verga palpitando entre sus entrañas, sus nalgas rebotando sobre mi cadera y algo más, algo largo y delgado y ardiente que serpentea entre mis muslos adentrándose entre mis nalgas.
Seguro que mi pareja nos está contemplando con una silenciosa mueca de horror, pero me da igual. La criatura me penetra con lentitud y me hace sentir completo, inundado, entero. Mi cuerpo se estremece con violencia y mi consciencia se deshilacha, ambos sobrepasados por la mezcla de placer y agonía, por el exceso de sensaciones y la falta de aire. Y con un alarido me pierdo en la oscuridad.
Todas las mañanas despierto del mismo modo.
Estoy empapado y frío, cubierto de costras de una sangre reseca que comenzó a descomponerse horas atrás, estropeando otro juego de cama. Al menos ya no estropeo más pijamas. La luz atraviesa los vidrios de la ventana e ilumina la carne pálida y los ojos opacados de mi pareja, que yace junto a mí bocarriba, con el rostro desfigurado en una mueca de horror; su pecho está abierto con las costillas astilladas sobresaliendo de su carne. Y entre sus vísceras, como todas las mañanas, siempre falta el corazón.
Me agarro a la mesilla y me arrastro con mis fuerzas escasas fuera de la cama, me desplomo sobre el suelo, extiendo la mano bajo la cama y acerco la palangana a mi cara. Ya no grito, ni suplico ayuda, sólo vomito. No soy capaz de contener las nauseas que me provoca la escena: la mutilación está grabada a fuego en mi memoria pero el rostro de la víctima se vuelve más difuso cada mañana. Y allí permanezco media hora, tiritando desnudo sobre el suelo, con los miembros insensibles y la mente abotagada, lloriqueando con impotencia en silencio, temeroso de que llegue la noche en que no sea capaz de traer otra pareja a mi lecho. Temeroso de que sea yo quien no vuelva a ver la luz de la siguiente mañana.