Una cita a través del chat

Resulta curioso ver cómo cuando no esperas nada, llega todo lo que deseas.

Se dice que el capricho es la determinación que se toma arbitrariamente, inspirada por un antojo, por humor o por deleite en lo extravagante y original. Y como ya dije en otro relato, la gente que me rodea me considera una persona caprichosa. Y leyendo esta definición y analizando mi vida, acabo de llegar a la conclusión de que sí, soy un caprichoso. Sé que es tarde, puesto que me acerco a los treinta peligrosamente, así que tiempo de haber llegado a esta deducción he tenido de sobra.

Todo este rollo lo suelto porque tiene que ver con mi vida, con las decisiones que he ido tomando a lo largo de ella, y con mi relación con los demás. Esas palabras que definen capricho, tales como antojo, humor u original, las conozco bastante bien. Lo malo es que, cuando las aplicas al terreno sentimental, no pueden traer nada bueno porque para la mayoría de los mortales tienen una connotación negativa.

Las decisiones más caprichosas que he ido tomando han estado siempre relacionadas con el lugar en el que vivir. Yo, que he sido de Madrid de toda la vida, tuve una vez una necesidad imperiosa por mudarme a la playa. Y lo hice claro, porque si no, como cuando se cumplen los sueños, no hubiese terminado de ser capricho. Y la cosa salió mal. Era esperable por aquello de que fue una decisión totalmente arbitraria. Así que, me volví a Madrid. Pero a los pocos meses, otro antojo provocado por mis cambios de humor me llevó de nuevo a la orilla del mar. Esta vez fue mejor. Allí pasé cuatro estupendos años que no vienen al caso, pero de los que destacaría la iniciación plena en el terreno sexual, o al menos así lo interpretaba yo. Y ése, junto con otros aspectos, me llevaron a una vida bastante completa y satisfactoria hallándome sumido en un estado de felicidad casi místico. Pero también se acabó. Pasé de estar en lo más alto a caer casi en un pozo en el que apenas se atisbaba un ápice de luz. ¿La solución? Efectivamente, otra mudanza.

Tomada la decisión de volver a Madrid con mis padres, y habiéndoselo dicho, - y esto ya era como apretar el botón de alarma ante una situación de emergencia – ocurrió algo que podría cambiarlo todo.

Mi historial sexual con los hombres se reducía a un par de encuentros. El primero fue una aventura bastante bonita, de esas que dejan huella y que ya narraré en otro relato, y la segunda, un encuentro sexual en el estricto sentido de la palabra. Y aunque yo seguía con mi vida heterosexual, me sirvieron para abrirme a un nuevo mundo. Y este mundo, como os podéis imaginar, tiene una importante base en Internet. Así que, comencé a frecuentar chats y foros gays o a rellenar perfiles sin sentido en páginas de contactos. Pero a la hora de la verdad, cuando das el importante paso de intercambiar tu msn o, incluso, los teléfonos, algo me frenaba y me impedía llegar al final del camino ya fuese simplemente para conocer gente nueva del ambiente o tener sexo. Sería timidez, complejo, inseguridad o una mezcla de todo, pero de todas las oportunidades que me surgieron, no aproveché ninguna.

Pero como decía más arriba, hubo algo que sí cambió esta tendencia de jugar al escondite quedándome al final con las ganas y el calentón teniéndolo que aliviar en el cuarto de baño. Decía que me mudaba de nuevo a Madrid, y en ese preciso momento que se lo comunicaba a mi resignada madre por teléfono, escuché ese sonido tan característico y que seguro a cada uno le trae recuerdos y connotaciones diferentes. Me refiero al zumbido que sale de los altavoces cuando alguien te escribe en el Messenger. Aquel "hola, qué tal" sería bien distinto a los anteriores. Tras colgar a mi madre e intercambiar unas frases con aquel nick, Juanjo, que así se llamaba, propuso quedar. No sabía ni que le tenía en mi cuenta y se ve que nos habíamos conocido en una página de esas que nombraba antes, pero nunca habíamos hablado. Le dije que me marchaba a Madrid, que ya había tomado la decisión a lo que él contestó con la pregunta ¿y qué te haría cambiar de opinión y quedarte? A mí no se me ocurrió otra cosa que "¡un novio!" Vaya estupidez. Yo que era antipareja total. Y entonces, como no podía ser de otra manera, insistió en la cita de esa noche. Y lo más curioso de todo es que yo acepté. Aún me sigo preguntando si lo hubiera hecho si no hubiese decidido cambiar mi vida, es decir, si no hubiera decidido irme a Madrid ¿habría acudido a esa cita? Como digo, no tengo respuesta. Explicación puede que la haya, y basada, como no, en el capricho. Como en la definición de arriba, el humor, la originalidad o la arbitrariedad quizá basaron mi decisión. El humor por mis constantes cambios del mismo, lo original radicaba en el hecho de que conocería a esta persona a través de Internet, - este hecho, contado al día siguiente a mis puritanos y tradicionales amigos, decía mucho en sí mismo- y lo arbitrario en que no tenía razón de ser en relación a lo que ya he contado.

Y lo peor de todo es que las dudas comenzaban a asaltar. Si tras la resolución de marchar a Madrid la cosa cambiara por culpa de este chico, ¿qué haría?; ¿actuaría con consecuencia o me echaría para atrás? Es cierto que era pensar demasiado, pero no puedo evitar hacerlo.

Llegó la hora y allí estaba yo, puntual como siempre, en la puerta de la estación. Juanjo tardó algo en llegar, pero, por increíble que me pareciera, no me encontraba muy nervioso (eso vendría después). Al fin apareció: alto, sonriente, con unos ojos tremendamente expresivos y unos labios rojos y carnosos. No es de esos rostros que llaman la atención por su atractivo, pero en absoluto era una persona fea. Su cuerpo tampoco era algo excepcional. Se le presumía algo de barriga bajo la camisa rosa que llevaba puesta.

Fuimos a cenar y después a tomar una copa. Lo cierto es que fue una velada muy agradable. No nos faltó conversación en ningún momento, y casi toda centrada en el porqué de mi vuelta a la capital. Por mi parte no hubo tensión sexual, quiero decir, que no me esperaba que aquella noche acabara como lo hizo. Me pareció más una cena de amigos de toda la vida, que una cita a través de una página de contactos gay. Por su parte sí que hubo más insinuaciones a través de comentarios, de toqueteos en las manos con la escusa de mirarme el reloj o en el cuello para ver mi colgante.

Tras la copa, y sin que saliera el tema del sexo, me dirigía a coger el coche e inocentemente le pregunté que si le acercaba a su casa. Por su puesto que dijo que sí. Y hacia allí me dirigí. Estuvimos cerca de una hora hablando de casi de todo metidos en mi coche frente al portal de su casa. Yo fumaba, y a él no le gustaba, pero en ese sentido yo era bastante intransigente. Me tomé un chicle sin darme cuenta de la señal que le estaba enviando con ese gesto. Y no tardó en acercarse a mis labios y comerme la boca. Y aún menos en agarrar mi mano y llevarla a su paquete. ¡Y vaya paquete! Bajo el vaquero se hacía notar algo realmente grande que se endurecía por momentos. En ese instante me dijo que fuéramos a algún sitio más íntimo. Yo me bloqueé, me asusté y di un respingo hacia mi asiento. "Si no quieres no pasa nada", dijo él. A mí me salió un "sí, venga, vamos" no muy convincente. Si llego a ser él me bajo del coche y me mando a tomar por culo a mí mismo.

Pero el caso es que el asunto prosiguió. Arranqué el coche y en un trayecto de apenas doscientos metros se me caló tres veces. Las piernas me temblaban de una forma desmesurada. Debí quedar fatal. Llegamos al paseo marítimo, un sitio muy poco frecuentado a esas horas de la noche. Paré el coche y volvimos a morrearnos como posesos. Volvió a dirigir mi mano hacia su entrepierna. Estaba excitado, y yo, a pesar de los nervios, también. Propuso irnos al asiento trasero y así lo hicimos. Como si de un imán se tratase, no podía despegar mis labios de los suyos. Creo que me hubiese pasado horas de aquella manera, pero él quería algo más. Comenzó a quitarse el cinturón y desabrocharse los botones del vaquero. Yo conseguí despegarme de su boca y le fui quitando la camisa poco a poco mientras mis labios se centraban ahora en los pezones. Cuando consiguió despojarse de los pantalones y los calzoncillos, pude corroborar la idea que me había hecho de su polla. Era larga, muy larga, y gorda. No sabría concretar los centímetros, pero me pareció brutal. Intenté resistirme a comérsela nada más verla, y volví a su pecho cubierto con algo de vello. Y a sus carnosos labios. Poco tardé en bajar a su rabo y comenzar a chupárselo. Tal era el ansia, que Juanjo me tuvo que pedir que fuera más despacio. No sé si serían los nervios o el apetito que semejante miembro despertó en mí, pero lo cierto es que fui demasiado ansioso, así que volví a empezar el trabajo ahora mucho más calmado. Suaves lametazos de arriba abajo, manteniéndola toda en mi boca unos segundos mientras sacudía mi cabeza. Incluso con pequeños mordiscos, porque, a parte de ser enorme, su polla sabía bastante bien con el poco líquido seminal que había soltado.

Juanjo quiso hacer lo mismo. Me apartó de encima y me echó contra el asiento. Comenzó a quitarme el cinturón y yo me intenté resistir con disimulo queriendo tragarme su verga de nuevo. Pero se resistía. Cuando ya casi lo tenía, me alejé y me salió un "no tío, que la tengo pequeña" De verdad, ahora lo pienso y me pregunto cómo puedo ser tan patético. Ya es la segunda vez que me hubiera bajado del coche si hubiese sido al revés, niñato acomplejado. Pero el caso es que Juanjo supo salir del paso con una frase muy acertada, así que me dejé hacer. Y así, empezó a comerme la polla que, al lado de la suya, resultaba casi ridícula. Pronto dejé de pensar gracias al placer que me proporcionaban esos labios voluminosos rozando mi falo. En ese momento tan placentero, me agarró, me giró contra los asientos delanteros, y empezó a comerme el culo. Si creía que no era capaz de excitarme más me equivocaba. Al poco, reemplazó su boca por un dedo mientras volvía a girarme sin sacarlo de mi ano hasta que nuestras bocas se encontraron. Solo se interrumpían esos morreos por estimulantes susurros que me hacía al oído "quiero follarte", "quiero tenerte dentro de mí". Pero le debió ocurrir lo mismo que a mí con su polla, que le entró hambre y comenzó a comerme la oreja. Nadie lo había hecho nunca antes, y he de reconocer que me gustó, me encantó, y logró erizar alguna parte de mi cuerpo que, quizá dormida, no había alcanzado la excitación que venía sintiendo desde hacía rato.

Se sentó con su enorme polla tiesa hacia arriba con la idea de clavármela bien adentro. Pero no resultó posible. Sólo logré sentir su punta rozando mi ano, porque además de que el coche era pequeño, no me había quitado los pantalones del todo, así que los llevaba por los tobillos con la consiguiente falta de movilidad que eso provoca. Hice un amago de desabrochar los cordones de mis zapatillas para deshacerme por fin de los vaqueros, pero Juanjo me lo impidió. No aguantaba más, se acercó a mi boca, y mientras nos fundimos en el último gran beso se corrió encima de su mano. Y de ahí a un kleenex. No tuve si quiera opción a que me ofreciera su leche y tragármela toda, aunque fuera desde la mano sin sentir el flujo y los espasmos típicos de una buena corrida en la garganta de uno. "Ahora te toca a ti", dijo. Pero mi pequeñina se había venido abajo, "déjalo", le dije.

Nos vestimos, volvimos al asiento de alante y conduje hasta su casa. Se despidió invitándome a una segunda vez si decidía no marcharme a Madrid. Yo, en otro acto de solemne necedad, le di un besito en la boca.

Desde luego, en noches como aquélla, y viendo como se comporta mi cerebro ante tales situaciones, desearía más que nunca no ser caprichoso, no actuar de manera arbitraria ni extravagante, sino hacer lo que se espera en un trance como ese, aunque sea típico y tópico. Pero bueno, supongo que esos detalles son los que forjan la personalidad de cada uno. Habrá a quién no le guste, y habrá a quién sí. Yo todavía no he encontrado a este último