Una chica escéptica.

Una jovencita aprendiz de sumisa y un dominante maduro venido a menos cultivan una amistad en la que el sexo parece algo lejano e imposible...

Habitualmente, las historias que cuentan una primera vez suelen ser las preferidas a la hora de recrearlas. Quizá el motivo es que son las mejores: El primer encuentro siempre está –en caso de que salga bien- cargado de emoción, misterio, magia y sensaciones nuevas. Esta es una de ellas, una más, tal vez sin nada en especial, salvo todo lo especial que tienen los relatos basados en hechos reales, recientes y cuyos protagonistas –también reales- difícilmente olvidarán.

Y como muchas historias, los protagonistas se conocieron a través de un chat una noche en la que todas las cadenas de televisión se pusieron de acuerdo para aburrir a las personas. Ella era joven, poco más de veinte años, una hermosa cabellera rubia, delgada, atractiva... estaba en lo mejor de lo mejor de la vida. Él, en cambio, un cuarentón maduro sin nada que lo hiciese destacar por encima de otros hombres de su clase y que, como suele decirse, se encontraba en lo mejor de lo peor. A pesar de sus diferencias generacionales, enseguida entablaron una comunicación fluida, agradable y amistosa a través del teléfono y de internet.

Vivían en ciudades bastante alejadas entre sí, y la posibilidad de tener un encuentro era rara vez comentada por ambos. Sin embargo, sus conversaciones telefónicas, casi diarias, duraban tantas horas que no podía decirse que tuvieran una relación meramente virtual. Pero a pesar de la temática sexual del chat donde se habían conocido, rara vez hablaban de sexo, porque, así como se sentían cómodos abordando cualquier tema , no parecía haber una atracción sexual mutua, quizá por el hecho de que él no era particularmente joven ni atractivo.

No obstante, ambos compartían el mismo interés por las relaciones de dominación y sumisión, aunque en caso de ella era más una curiosidad naciente y en el caso de él, una forma consolidada de entender su sexualidad. Él había intentado alguna vez llevarla a su terreno, dándole pequeñas órdenes de carácter sexual, pero ella enseguida acababa por perder el interés. No se sentía sexualmente atraída. En uno de aquellos intentos fallidos por despertar su instinto de sumisión, ella arguyó una excusa a primeras luces imposible de salvar:

–Mira, es sencillo: tú eres mi amigo y yo nunca me tiro a mis amigos.

–Tú no vas a tirarte a un amigo. Si acaso, será al revés: se te van a tirar a ti, y no va a ser un amigo. Va a ser alguien desconocido, al que no vas a ver siquiera la cara.

– ¿Es que vas a vendarme los ojos para que no sepa que eres tú? Vamos, así no engañarías ni a la más tonta… además, si no puedo verle la cara, no me pone.

–Vendarte los ojos no es para evitar que le veas la cara o la polla a un tío, sino para que te concentres en los otros cuatro sentidos que te quedan. Pero bueno, para que no me pongas más excusas, te propongo algo: Hoy es lunes, pues bien, te iré enviando mensajes a lo largo de la semana dándote instrucciones. El sábado habrá en un hotel de tu ciudad una habitación reservada. Si no estás allí por la noche, si no he conseguido despertar tu deseo y tu interés, no pasa nada; habré ido a tu ciudad, la habré conocido y el domingo me vuelvo a mi casa, y aquí paz y después gloria. ¿Aceptas?

– ¿Y prometes dejarme tranquila con el tema si no voy al hotel?

–Palabra de amo. No pierdes nada.

–De acuerdo. Pero, ¿qué instrucciones me vas a dar?

–La primera de ellas es que cuando hablemos por teléfono estos días no hagas ninguna referencia a esto. No hablaremos del asunto.

Siguieron hablando de otras cosas, ella olvidó el tema, pero él no, y en su cabeza empezaron a funcionar los engranajes que darían forma al plan que se había propuesto.

A la mañana siguiente, martes, ella había olvidado por completo el desafío, hasta que recibió un primer mensaje de su amigo: “2- Tienes totalmente prohibido masturbarte hasta después del sábado”. La chica lo tomó a guasa. Lo hacía prácticamente a diario y si le apetecía, se masturbaría tranquilamente las veces que quisiera. Solo por rebeldía, lo haría aquella misma noche en su cama una o tal vez dos veces. A media tarde recibió otro mensaje: “3- No hablarás durante la sesión. Ni una sola palabra, excepto cuando llegue el momento de pedir permiso para correrte. En ese caso lo pedirás una sola vez y si se te da, darás las gracias y volverás a permanecer en silencio. Tampoco oirás mi voz”. A ella le causó gracia; le pareció un juego divertido, pero seguía sin tomarlo en serio, y seguía sin sentir el más mínimo deseo sexual. Aquella noche, durante la conversación telefónica, cumplió la primera regla y no hizo comentario alguno a los mensajes. Sin embargo, desobedeció la segunda y se masturbó en su cama.

El miércoles recibió un mensaje que decía: “4- Recibirás un paquete. Te lo colocarás el sábado para ir a la cita; no antes. ”

El mensaje del jueves decía: “5- Blusa y falda a tu gusto. Sujetador, bragas y medias de encaje. Zapatos de tacón fino y sutilmente perfumada. Reloj en la muñeca derecha”.

El viernes recibió el ansiado paquete. Contenía un pequeño collar de perlas y… ¡unas bolas chinas! Comprendió entonces que la cosa iba en serio y era mucho más que un juego. Por primera vez se sintió la protagonista de una novela erótica. Se probó el collar. Le quedaba ceñido al cuello y, mirándose al espejo pensó: “ahora eres una perrita muy elegante”. Después jugueteó con curiosidad con las bolas chinas y sintió la tentación de probarlas. Descubrió que estaba húmeda y deseaba introducirlas en su sexo. Sin embargo, se contuvo; sabía que si no obedecía a rajatabla, se esfumaría la magia de una experiencia irrepetible. Por la noche en su cama sintió como una verdadera tortura el no poder tocarse. Sentía que aquello que ardía entre sus piernas húmedo y hambriento de placer estaba ya bajo las órdenes de otra persona. Poco después llegó el mensaje: “6- Hotel X. once de la noche, pide en recepción la llave de la habitación X, que está ya reservada. Sube, deja la puerta entreabierta. Siéntate en el borde de la cama de espaldas a la puerta. A tu lado, sobre la cama, deja un foulard y un pañuelo de seda”. Ella contestó con otro mensaje: “Bien, pero obligatorio que usted use preservativo y no deseo sexo anal”. No recibió respuesta, lo cual no supo si era bueno o malo para ella.

El sábado, el mensaje decía: “7- Hoy ya eres mi puta, una perra con amo y quiero que te sientas así durante todo el día, porque esta noche te van a follar como nuca lo han hecho”. Su excitación era enorme. Le costó mucho esfuerzo apartar sus pensamientos; intentaba no pensar en otra cosa, pero la ansiedad le hacía consultar su reloj cada poco tiempo y temía que su excitación se le notase en la cara cuando por la mañana fue a la peluquería. Se sentía más atractiva y más hembra que nunca antes en su joven vida. Se lamentó de que la cita fuese después de cenar. Estaba impaciente y hubiera deseado empezar ya mismo. Después de comer colocó con delicadeza sobre su cama la ropa que debía ponerse. A pesar de que había elegido sus mejores braguitas y sus zapatos más elegantes, pensó que le gustaría usar algo sin estrenar, puesto que todo estaba también resultando nuevo. Concluyó que lo mejor era, puesto que tenía tiempo por delante y quería estar entretenida hasta la hora de la cita, salir al centro de la ciudad, visitar algunas tiendas y comprar algo realmente especial para la ocasión. Y así lo hizo, no sin antes colocar alrededor de su cuello el delicado collar de perlas. Se sentía una perrita con amo y quería salir a la calle así.

Poco después volvía a casa con un par de zapatos de tacón de aguja y un juego de ropa íntima de color negro, con encajes de flores en tonos cálidos. Colocó todo sobre la cama, al lado de la falda y la blusa que llevaría y lo observó con una sonrisa más propia de una niña ilusionada que de una mujer sexualmente excitada. Preparó una cena frugal, que acompañó con un poco de vino y después fue a su cuarto, se desnudó y comprobó que su sexo estaba realmente empapado. Sacó de un cajón de la mesilla de noche las bolas. Se recostó en su cama, relajada. Separó las piernas y, conteniendo la respiración comenzó la tarea de introducirlas delicadamente en su lubricada vagina una a una. La sensación era tan extraña como novedosa y placentera. Llevaba varios días sin posar sus dedos en su entrepierna, estaba realmente excitada y en ese momento no deseaba otra cosa que poder liberar toda esa energía acumulada a través de un orgasmo. Tuvo que volver a ducharse. A la salida del baño comenzó con ansiedad la lenta ceremonia de vestirse más bella y elegante que nunca. Cuando estuvo lista se miro al espejo y sus ojos brillaron con la certeza de que aquella que tenía frente a sí era una mujer realmente hermosa.

Salió de su casa sintiendo el movimiento de las bolas chinas en su interior al caminar. La humedad había vuelto y su clítoris estaba tan sensible que pensó lo poco que le costaría correrse antes de llegar al hotel. Nunca antes había tenido miedo a tener un orgasmo; al contrario. Siempre lo había buscado con verdadero deseo, pero esta vez se sentía sumisa, obediente y no quería, a pesar de que alguna vez había fantaseado con ello, tener un orgasmo en mitad de la multitud, esa multitud a la que ahora, camino al hotel miraba con displicencia, sintiendo que ella era la mejor hembra, la puta privada más deseada, a juzgar por las miradas de muchos hombres con los que se cruzaba, en cuyos ojos leía la impotencia, la desesperación de no poder montarla, puesto que quien iba a hacerlo la había preparado durante días para ello y era su legítimo amo. Sentía que era una máquina de placer, una bomba sexual que iba a detonar muy pronto. Se preguntó si aquellos patanes entendían que su discreto collar de perlas simbolizaba que pertenecía a su semental.

Llegó al hotel con quince minutos de antelación; tal era su ansiedad. Preguntó en la recepción por la habitación reservada y el chico le entregó la llave con una sonrisa amplia y galante. Mientras ella permanecía de espaldas a él, esperando el ascensor, sabía que los ojos del recepcionista estaban clavados en sus piernas y su culo. Casi podía sentir el deseo, la erección bajo el pantalón de aquel chico, por otra parte, muy atractivo; tan atractivo que ella, en otras circunstancias se hubiera mostrado muy receptiva a su cortesía. Sin embargo, ahora estaba ciega para esa clase de muchachos. Descubrió con una sorpresa complaciente que tan solo una semana antes le hubiera gustado tener un novio así.

Subió a la habitación, metió la llave y cruzó el umbral. Echó un vistazo al cuarto de baño, limpio, elegante, confortable y caminó hasta el centro del cuarto. La cama era amplia, muy amplia y enseguida un escalofrío recorrió sus muslos y su vientre: “No me suelo tirar a los amigos, pero aquí estoy, esperando que entre por esa puerta un hombre al que no conozco y me pegue una buena follada”. Se sentó en el borde de la cama, de espalda a la puerta entreabierta, sacó del bolso el foulard blanco y el pañuelo de seda verde oscuro y los depositó doblados a su lado, sobre la colcha. Miró por la ventana las luces de la noche reflejadas tras el cristal y de pronto, un pensamiento negativo azotó como un látigo su mente: “¿Y si todo fuese una broma? ¿Y si él no viniera? Su rostro se tensó. Por un momento se sintió ridícula, vestida así, con unas bolas chinas metidas en el coño y su reloj ridículamente colocado en la muñeca derecha. Pero aún era pronto, faltaban unos minutos para las once. Un mensaje de móvil la sacó bruscamente de ese pensamiento: “Apaga tu teléfono, puta”. Obedeció automáticamente, guardó el teléfono atropelladamente en el bolso y se volvió a quedar inmóvil, esperando. Se sentía puta, zorra, golfa… pensaba en qué poco sabían sus personas cercanas que detrás de esa chica joven y dulce se escondía una perra sumisa y viciosa que pronto estaría retorciéndose de placer… o de rabia, frustración y rencor si todo aquello había sido una broma pesada.

Pero otro ruido la volvió a sacar de su abstracción y depositarla en la realidad: unos pasos lentos, seguros que resonaban sobre la moqueta del pasillo, cada vez más cerca. Pronto supo que eran los pasos del amo y su estómago dio un vuelco. Se sintió presa de una sensación de impotencia; no había marcha atrás. Lo que tuviera que pasar pasaría. Cuando los pasos penetraron en la habitación y se cerró la puerta, sus manos temblaban, su respiración se volvió fatigosa. Sintió que aquel hombre misterioso se acercaba a la cama por detrás de ella. Notó cómo el colchón cedía al peso de un cuerpo y por el rabillo del ojo vio que el pañuelo de seda era retirado por una mano masculina. Poco después esa mano colocaba el pañuelo alrededor de sus ojos para impedirle la visión. Se sentía tan excitada que temía sufrir un infarto. Su cuerpo temblaba, su humedad empapaba sus braguitas nuevas, sus labios entreabiertos se le resecaban. Al perder la visión, sus oídos multiplicaron su sensibilidad y pudo escuchar los pasos del hombre rodeando la cama y colocándose delante de ella, de pie. Sentía su respiración masculina y relajada. Estaba ante su amo, su propietario, su semental. Ahora comprendía lo que tantas veces había leído: ahora sí era una sumisa real, auténtica y no una chica a la que la sumisión le produce curiosidad. Comprendió entonces que no es una actitud sexual, sino mental, espiritual. Ella pertenecía a aquel desconocido que tenía delante. Su cuerpo, su alma, toda ella estaban bajo su dominio, y la sensación la volvía loca de miedo y placer entremezclados.

Su respiración se agitó en el preciso instante en que sintió las manos de él acariciar sus mejillas. Eran unas manos suaves, cálidas, paternales. Las yemas de sus dedos recorrieron los párpados, las cejas, las mejillas encendidas y el mentón. Bajaron por su cuello y sus hombros. Se introdujeron bajo sus axilas y ella lo interpretó como la orden de ponerse en pie y así lo hizo. El hombre desabrochó lentamente los botones de su blusa, bajó los tirantes y dejó al aire sus pechos, pequeños y deliciosos. A la vista de aquellas tetas breves, suaves y de piel finísima, él no pudo evitar la tentación de acercar sus labios a los pezones que, enseguida respondieron al estímulo de su boca y su lengua despertando y creciendo. Su pene, ya erecto se revolvió furioso dentro del bóxer buscando una salida natural. Lo sintió crecer aun más y notó como el prepucio retrocedía para dejar al descubierto su glande hinchado, cuyo roce con la tela del pantalón le producía un placer tormentoso. Ella humedecía constantemente sus labios pintados de rojo intenso con su lengua. Deseaba jadear más fuerte al sentir esa lengua masculina estimulando sus ya duros pezones, pero temió que él interpretara que algo tan simple como comerle las tetas provocaba en ella una sobreactuación teatral así que permaneció en total silencio hasta que sintió los dientes de él mordiendo suavemente sus pezones. Entonces su boca se entreabrió y su respiración se volvió más fuerte, no tanto por el placer que sentía como por el miedo a que él le hiciera daño si mordía sus pezones con menos delicadeza que la que había demostrado hasta ese momento.

Eso no ocurrió. Cuando el amo decidió que había saciado su sed de aquellas tetas jóvenes y llenas de vida, asió a la chica por la cintura y la obligó a darse media vuelta. La empujó suavemente hacia la cama y ella se colocó en cuatro patas sobre el lecho. La visión no podía ser más excitante: una hembra joven, elegantemente vestida, con medias de seda a mitad de muslo, su blusa blanca desabotonada, sus zapatos negros de tacón de aguja y ese culito pequeño, breve, concentrado, simplemente sublime. Levantó la falda y se recreó la vista en los muslos de ella. Las medias hasta mitad de muslo, a juego con unas braguitas sencillamente preciosas, y esos glúteos cálidos, de piel blanca y suave que pedían a gritos un macho dominante. Tuvo que bajar su cremallera y liberar su falo de la opresión del pantalón. Se acercó a ella, bajó con deleite sus bragas hasta casi las rodillas y, con una suave presión de sus manos en las caderas de ella, consiguió que esa delicada espalda se arquease y levantara el culo. Contempló con éxtasis la redondez de las nalgas, su pequeña entrada trasera en la que difícilmente podría colarse un miembro mínimamente grueso sin antes inundarla con litros de lubricante y la parte posterior de un coñito rosado y húmedo, cuyos labios se habían separado como una invitación a ser invadido y de cuya entrada pendía la argolla de las bolas chinas. El espectáculo que se le ofrecía era tan delicioso que tampoco pudo evitar acercar su boca y lamer el ano de ella durante unos minutos. Fue entonces cuando la chica recordó el mensaje que había enviado antes, del que no obtuvo respuesta: “no deseo anal”, y comprendió que si no había obtenido respuesta era porque al amo le era indiferente su voluntad; él se la follaría por donde quisiera y no necesitaba su permiso. Sintió miedo, pero por otro lado, esa lengua húmeda hacía tan bien su trabajo que sentía cómo sus músculos anales se relajaban y se rendían al placer que estaba sintiendo. Por los jadeos que se escapaban de sus labios, sabía que él era dueño de la situación y podría penetrarla por donde le apeteciera.

Sin embargo, cuando él sació su sed de besos negros, volvió a cogerla por las caderas para hacerle darse la vuelta. Ella quedó inmóvil, tumbada transversalmente a la cama, con sus piernas dobladas noventa grados y sus pies apoyados en el suelo. Él retiró lentamente sus bragas y presionó suavemente con dos dedos las mejillas de la chica indicándole que abriera la boca. Acercó las bragas a ella y las introdujo. Ella sintió la humillante excitación de la escena: su coño al aire, a la vista de un desconocido y sus bragas empapadas de su propia humedad, asomando por su boca. Unas bragas de encaje, delicadas y caras en la boca de una hembra bellísima de poco más de veinte años. Se sentía una perra callejera y una puta de lujo al mismo tiempo.

El hombre separó las piernas de la mujer y pudo contemplar en todo su esplendor aquella cosita rosada, de labios finos, abierta como una flor, lubricada, irradiando un calor que aumentaba la temperatura de la habitación. Sintió que sus glándulas salivares se estimulaban y su boca se le hacía agua. Ella permanecía inmóvil, vendada, derretida esperado sentir de un momento a otro la lengua de él entre sus piernas. Llevaba días sin tocarse, reprimiendo sus impulsos, su deseo sexual se había estado multiplicando cada día de la semana y ahora estaba allí, a punto de recibir un cunnilingus que le haría explotar en el más intenso de los orgasmos que habría sentido jamás. Toda ella, su cuerpo, su mente y su alma se concentraban en su clítoris. Sintió el aliento del hombre a pocos centímetros de su vagina mientras su vientre comenzaba a moverse inquietamente como suplicando el contacto de esa boca masculina en su parte más femenina. De repente se estremeció: como un inmenso latigazo de placer que le azotó las entrañas, sintió la lengua de él recorriendo desde la parte inferior de la vulva hasta su clítoris al tiempo que asiendo la argolla de las bolas, tiraba de esta y empezaba a sacarlas lentamente. El cuerpo de la chica se convulsionaba a medida que salía cada bola, y de su boca entreabierta escapó un gemido de gata en celo cuando estuvieron todas fuera. El hombre repitió la lamida ascendente, esta vez más lentamente. Saboreó con deleite los fluidos vaginales de la chica y se excitó aun más, hasta rayar casi la locura. El tigre, el animal, el macho alfa estaba despertando. Retiró las bragas de la boca de ella, porque sabía que pronto la mujer necesitaría toda su capacidad respiratoria. Después, él se desnudó completamente, lanzó lejos la ropa y su verga erguida, arrogante, dura, poderosa se inclinó vigorosamente hacia arriba. Allí estaban, frente a frente, una vagina joven, dulce, sensible y frágil ante un falo templado a fuego, al rojo vivo, soberbio, desafiante y henchido de poder. Ella sabía que tenía esa polla que tanto estaba necesitando a un palmo de su hendidura y hubiese dado cualquier cosa por poder verla, por poder ver el momento justo en que se hundiría entre sus piernas y la invadiese, pero su sola presencia ya era bastante para hacerla sentirse un objeto, una muñeca, una mujercita desvalida que pronto iba a ser ultrajada por un macho cabrío. Y la sensación la volvió loca de lujuria.

Él acercó su polla a ella, y restregó el glande por los labios vaginales haciendo el mismo camino que antes había hecho la lengua. Ella suspiró como si se tratase de una súplica; imploraba con su respiración convulsa que aquello se clavase entre sus piernas. Se abrió más; sus piernas se separaron aun más y los labios del coño se abrieron completamente para invitar, suplicar una embestida que deseaba como nunca antes. Sin embargo, el amo poseía un absoluto control de la situación. Cogió el foulard que ella había traído. Juntó las muñecas de ella, que no opuso resistencia y las ató entre sí. El otro extremo del foulard lo ató al cabecero de la cama y volvió a su tarea de seguir rozando ese coño sediento de placer con su glande durante unos minutos, hasta que comenzó a azotarlo con su polla empapada de los fluidos vaginales de ella, a modo de fusta. Fue entonces cuando la joven comenzó a sentir la mezcla de placer y dolor. Se sentía vejada, ultrajada, casi violada, y al mismo tiempo, una diosa, una reina, una sacerdotisa de alguna antigua y misteriosa secta sexual, y esa sensación la hechizaba hasta hacerla perder todo deseo ajeno a su sexo. Ahora notaba ese glande que parecía hecho de fuego rozar su clítoris en círculos. Él la masturbaba con su polla y ella creía que se le iba a saltar el corazón por la boca. Era demasiada abstinencia, demasiada excitación, el orgasmo iba a ser fulminante. Suplicó entre gemidos:

– ¡Permiso!

No obtuvo respuesta y volvió a rogar:

– ¡Permiso para correrme…! ¡No… no aguanto… más!

Él parecía sordo; seguía restregando su polla con el coño de ella: bajaba hasta su hendidura, parecía que iba a penetrarla, volvía a subir y volvía a restregar la punta haciendo círculos. Ella no pudo más:

– ¡Por favor, no puedo más… voy a correrme, señor!

De repente, el universo entero se concentró en su coño y explotó como en un Big Bang de placer infinito, descomunal. Un vórtice de placer brutal sacudió el cuerpo y el cerebro de la joven. Flotaba, giraba en el vacío, se retorcía, se desintegraba, jadeaba con la boca muy abierta en un orgasmo como nunca soñó que podía sentir. Cuando los gemidos empezaron a decrecer en intensidad, él dejó de frotar su glande contra esa bomba de placer escondida entre las piernas de la chica y dejó que ésta se relajara y tomara resuello. Cuando su respiración se hubo calmado, sintió esa polla que tanto deseaba rozar sus mejillas, sus labios, su frente. Abrió la boca y sacó la lengua, desesperada por lamer, besar y mamar aquel cetro. Su lengua enseguida encontró lo que tanto ansiaba y sus labios rodearon el falo que poco a poco empezaba a engullir. Sintió que aquel macho penetraba su boca con tanta pasión como ternura. Quiso hacer la mejor mamada del mundo, pero no le fue permitido, y sólo pudo limitarse a dejar que le follaran la boca hasta que su amo retiró el pene, se giró sobre ella y se quedó colocado arriba, al revés, dispuesto a hacer un sesenta y nueve. Dejó que ella abriera su boca pidiendo más polla, pero en vez de dársela, le introdujo suavemente los testículos y acercó su cara al coño para devorarlo. Ella estaba atada, con el cuerpo de un desconocido sobre el suyo, y sus testículos dentro de la boca, y ahora sintiendo una lengua poderosa torturando dulcemente su rajita. Creía que se iba a volver loca de placer, que ya no podía sentir algo más intenso, pero cuando notó dos dedos que penetraban su vagina y localizaban su punto G para estimularlo, sintió que la cabeza le daba vueltas. No tuvo tiempo de pedir permiso. Esta vez ni siquiera lo intentó y dejó que el orgasmo invadiera cada célula de su cuerpo hasta el paroxismo. Se corrió con la certeza de que ella, aquella niña delicada de piel nacarada y larga cabellera rubia era una auténtica perra. Su segundo orgasmo fue tan placentero como el primero; sin embargo, cuando cesaron las convulsiones, y la respiración volvió a la normalidad, descubrió que bajo la venda que tapaba sus ojos se escapaban dos lágrimas.

La chica no tuvo tiempo de relajarse más. Él había ya reprimido bastante sus ganas de penetrarla y se colocó entre las piernas de ella, acercó su miembro a la hendidura de la chica y sin más preámbulo lo enterró suavemente hasta la raíz. Sintió aquellas entrañas quemarle y supo que ese cuerpo femenino era la mayor fuente de placer que había conocido jamás. Comenzó a taladrar lenta pero decididamente una y otra vez; su verga durísima, con el glande más grueso que el tronco, entraba hasta el fondo y salía casi completamente del chorreante coño de la chica a un ritmo ni lento ni rápido: simplemente el justo. Proyectó su hombría, su vigor, su masculinidad sobre ella, moviendo su pelvis sin compasión y chupando, succionando y mordiendo sus pezones y su cuello, mientras los labios de la mujer dejaban escapar gemidos de placer y suspiros buscando en la oscuridad la boca de ese extraño. No poder besar esa boca misteriosa comenzaba a atormentarla.

No llegó el ansiado beso, pero llegaron los jadeos de él que, como un semental que monta a su yegua, se dispone a entregar hasta la última gota de su semen. Ella, con su boca entreabierta, sus labios rojos y húmedos y su lengua sedienta, lo invitaba a saciar su sed. Él embistió hasta el último momento sin compasión y apenas tuvo tiempo de retirar su polla y llevarla a la boca de ella, que la esperaba con desesperación. Acercó el glande a punto de explotar a sus labios y la chica succionó el glande como una ventosa. La descarga de semen caliente, fresco, blanco fue furiosa: chorros intermitentes inundaban la boca de ella, que se resistía a tragarlo porque deseaba saborearlo, paladearlo a su gusto. Las contracciones brutales de ese hermoso falo cesaron poco a poco y él lo retiró de la boca. Ella pudo entonces descubrir el sabor de aquella leche masculina y calmar su sed tragándola.

La sesión continuaba, no había descanso ni tiempo muerto. El desconocido, nada más correrse en la boca de la sumisa, la volteó y la colocó en cuatro patas. Levantó su culo y lo observó durante unos instantes. Era un trasero encantador, pequeño, apretado, de piel finísima y su agujero central era una invitación imposible de rechazar. Tomó sus pantalones y les quitó el cinturón. Lo dobló en dos y se dispuso a disfrutar lo que estaba por venir.

El primer latigazo restalló sobre la suave piel de la nalga derecha. Ella se convulsionó pero no emitió ningún quejido. El segundo latigazo, sobre la nalga izquierda, fue soportado con estoicismo por ella. Era una nena entregada a lo que su hombre quisiera hacer con ella, intentando no rechistar. Pero conforme la tanda de azotes fue avanzando, y la piel blanca de su culo fue tornándose en roja, comenzaron a escaparse gemidos de dolor que, junto al placer del castigo, hacían que el amo recuperase su deseo sexual, y con él la erección. Y con cada azote, ella descubría su lado masoquista. Le dolía tanto como le gustaba aquello, pero sobre todo, le gustaba saber que sus gemidos de dolor excitaban al macho que la estaba dominando. Finalmente no soportó más y comenzó a intentar esquivar los azotes moviendo su culo hacia derecha e izquierda. Le dolía tanto que sentía deseos de llorar, y él supo que era el momento de parar. Ella se dejó caer pesadamente y quedó recostada boca abajo exhausta. Se sobresaltó cuando él la tomó con ambas manos por la cintura y la obligó a recuperar la postura de perrita, pensando que iba a volver a ser azotada. Sin embargo, lo que vino era algo que a esas alturas temía y deseaba a la vez: el hombre separaba con una mano una de sus nalgas mientras con la otra vertía un líquido frío  y viscoso sobre su ano. En ese momento ella comprendió que su oposición al sexo anal carecía de importancia alguna ante su amo. Sintió el lubricante en su ano, los dedos que lo acariciaban hasta relajarlo, y que con sabiduría lo iban despertando al deseo de ser invadido. Cuando el primer dedo inició el camino hacia el interior, no encontró oposición sino bienvenida. Él la folló con su dedo suavemente, hasta que sintió a la chica suficientemente dilatada y relajada para recibir el segundo dedo. Su culo se abría como una flor al sol y ella empezaba a gemir, demostrando a su amo que su culo le pertenecía y lo necesitaba. El amo, siempre paciente y delicado, sodomizaba a la chica introduciendo sus dedos largos y finos hasta el fondo y volviéndolos a sacar hasta que se cercionó que era el momento de empitonarla. Vertió lubricante sobre su verga y lo extendió; acercó la punta a la embocadura de la chica y trazó círculos con su glande, presionando ligeramente la abertura anal hasta que sintió que comenzaba a ceder y a abrirse. Ella gemía suave, dulcemente: se sentía segura ante aquel desconocido que estaba demostrando tanta delicadeza como dureza había mostrado con los azotes. Cuando el glande hubo penetrado por completo, ella sintió la mezcla perfecta entre placer y dolor. El amo detuvo la penetración durante unos segundos para permitirla relajarse y, a continuación prosiguió la invasión anal hasta tener su polla casi en su totalidad clavada en el pequeño culo de ella. Sintió una enorme satisfacción contemplando la escena: ella taladrada, empalada le entregaba su trasero para que él lo gozara. Sujetándola por la cintura, inició un vaivén suave, continuo y sensual, como un baile. La nena mordía la almohada, y gemía de manera suave, discreta. Él tomó entre sus manos la cabellera dorada de ella y, como si fueran las riendas de su potra, la estiró hacia sí, obligándola a echar hacia atrás la cabeza de ella y arquear su espalda, con lo cual, sus glúteos quedaron más pegados aun a la pelvis masculina y la penetración se hizo más profunda. Embistió a su yegua, la montó durante un buen rato hasta que un hormigueo en sus piernas le anunció el inminente orgasmo. Taladró a buen ritmo el culo de la chica hasta que el orgasmo fue inevitable. Entonces, se detuvo y dejó que ella moviera el trasero, muy pegado a su vientre, de manera suave y lujuriosa, absorbiendo el río de semen que él le regalaba.

Cuando cesaron los espasmos de su polla, el amo la retiró muy despacio y contempló ese delicioso agujerito cerrarse poco a poco, no sin antes dejar escapar un hilo blanco de semen que enseguida comenzó a chorrear por la vagina de ella. La chica cayó exhausta en la cama. El amo la hizo voltear y quedar boca arriba; tomó las bolas chinas y se las introdujo con delicadeza en el coño. Acto seguido, buscó las bragas y se las colocó. Desató el nudo del foulard que aprisionaba sus muñecas y después el nudo que la había mantenido atada al cabecero de la cama. Ladeó a la mujer y se colocó detrás de ella, abrazándola. No le quitó la venda de los ojos, ni ella, a pesar de que sabía que la sesión había concluido, se atrevió a quitársela. La abrazó en la penumbra de la noche y besó sus hombros hasta que sintió que se quedaba dormida.

Ella despertó antes del alba. Con su mano palpó la cama y descubrió que el desconocido no estaba acostado. Automáticamente se quitó la venda de los ojos y buscó el interruptor de la luz. Cuando encendió el mundo se detuvo: el hombre se había marchado mientras ella dormía. Intentó dormir pero no pudo conseguirlo. Sentía su culo dolorido, sus bragas empapadas con su propia humedad y el semen del hombre, y las bolas aun dentro de su cuerpo. Rememoró todas las sensaciones que había experimentado esa noche y se excitó. Ya no tenía prohibido masturbase, así que metió sus dedos entre sus piernas y buscó un orgasmo que la consolara de la desazón y la soledad que la invadían conforme la mañana dejaba atrás a la noche más mágica que había vivido jamás. Después, más relajada, consiguió conciliar el sueño un rato, hasta que volvió a despertarse a mediodía. Con la claridad del sol descubrió sobre la mesilla de noche una rosa roja. La acercó a su nariz y aspiró el aroma. Sonrió. Aquella rosa ponía el colofón a una noche perfecta. Se duchó, se vistió y abandonó el hotel.

Por la tarde, calculó la hora en la que su amigo ya debía de haber llegado a casa y lo llamó por teléfono:

–Hola. ¿Cómo estás?

–Bien. Y tú, ¿cómo te sientes después de la experiencia de anoche?

–¡Uf! Deja que aterrice y te lo cuente. Lo que sí puedo decirte es que me has sorprendido. Nunca me hubiera imaginado que supieras hacer esas cosas…

–¿Estás segura de que fui yo quien te las hizo? ¿Me viste la cara o escuchaste mi voz?

–¿Quieres decir que no fuiste tú? ¿Es que enviaste a un amigo amo? La voz de ella se tornó tensa.

­–Puede que sí, puede que no –respondió él con sorna­–. Pero eso es algo que tardarás en descubrir, si es que lo descubres alguna vez.

–¿Y cómo voy a descubrirlo?

–Muy sencillo: para saber si anoche yo fui tu amo o fue un desconocido tendrás que hacer algo muy simple.

–¿El qué?

–Follar conmigo. Así podrás comparar las experiencias.

–¡Eres un hijo de puta ¿lo sabías? –respondió con su voz más dulce, y colgó el teléfono.