Una cena en el campo
De lo que pasa cuando uno cena en el campo (¿y después?).
UNA CENA EN EL CAMPO
Hace tres años, por motivos de trabajo, me trasladé a un país hispanoamericano, cuyo nombre voy a omitir. Dado que el sueldo que me pagaba la empresa era generoso, incluso para el primer mundo, era absolutamente maravilloso para ese país del tercer mundo en que iba a vivir durante un tiempo aún sin determinar. Así pues, me puse a vivir con arreglo a mis ingresos lo que me permitió relacionarme con la clase dominante en el país, que, dicho sea de paso, siempre me trató maravillosamente bien.
En una ocasión, con motivo de unas vacaciones, fui invitado por una amiga, alta, de hermosa melena castaña clara, de ojos verdes, esbelta, que no flaca, prieta de carnes, de unos treintaypocos, que, según se decía, a causa de un primer amor (platónico como todos los primeros amores) que se frustró, acabó jurándose a sí misma que nunca tendría ninguna relación sexual. Si tenemos en cuenta su belleza, su prestancia, su inteligencia (que le permitía dirigir todas sus empresas) y su potencial económico, llegaremos a la conclusión de que era una de las mujeres más admiradas y más deseadas del país, si bien todos sabían de sus desprecios, de su sarcasmo cruel hacia todos los que habían intentado conseguirla. ¡Vaya hembra apetecible! Pues bien, en unas breves vacaciones me invitó a ir a una de sus fincas (hacienda, rancho, ingenio, como queráis) en el campo.
Yo, como todos los hombres que estaban cerca de ella estaba encendido de deseo por poseer aquel cuerpo fino y de carnes apretadas, aquellos pechos no demasiado grandes y de los que, a veces (siempre creí que para provocar a los hombres y reírse de ellos después) se destacaban unos pezones que, por no vistos, eran todavía más deseables. Y ¿qué decir de su cintura? ¿y qué decir de sus caderas? ¿y qué decir de sus piernas largas y perfectas? Tenía algo de felino en sus andares, en su manera de mirar, con la que había encandilado a más de un hombre (incluso se decía que, más de uno, al intentar conquistarla y ser cruelmente despreciado y humillado acabó suicidándose). A mí, no sé por qué me recordaba a una pantera cuando miraba a alguien y sonreía con esa sonrisa maliciosa, que todavía la hacía más deseable.
Una tarde, después de un largo paseo a caballo, llegamos a la casa, dejamos los caballos en manos de uno de los peones de la estancia y fuimos a la casa para ponernos nuestros trajes de baño para darnos un buen baño en la piscina.
Después del baño marchamos cada uno a su habitación para vestirnos para la cena (yo estaba loco de deseo, pero no me atrevía a decir nada que pudiera descubrir lo que sentía por aquella mujer lo que sentía). Bajamos a cenar; ella estaba más bella que de costumbre, llevaba su abundante cabello castaño recogido en una trenza y un traje de un tejido vaporoso que, al caminar con él, parecía volar. Se había maquillado para parecer que no iba maquillada, pero de tal manera que, si hubiera sido posible, aún hubiera estado más hermosa, llevaba los labios ligeramente húmedos y brillantes (seguramente por efecto de algún cosmético). Llamó con la feminidad y con la energía que la caracterizaba y ordenó que, puesto que se cenaba muy pronto y todavía había bastante luz, nos sirviesen la cena en una terraza desde la que se veía la parte trasera de la casa, la piscina frente a nosotros, las casas de los peones y los corrales, más separados, a nuestra derecha y, al fondo, en el horizonte, la caída de la tarde.
Una vez nos sirvieron la cena que ella ordenó, le dio la orden a la espléndida mulata que nos sirvió (una mujer guapísima y espléndida y que tenía fama de ser lo contrario que la dueña de la finca, que todos, empleados y visitantes la habían gozado) de que se retirara, no sin antes preguntarme si me apetecería, después de cenar, tener un encuentro con la mulata, a la que me invitó a comprobar al tacto lo maravilloso de aquel cuerpo oscuro. La verdad es que, necesitado como estaba, le dije a la mulata que me esperara en mi habitación, lo que la hizo sonreír; sus ojos adquirieron un brillo lujurioso cuando la despedí con una fuerte y sonora palmada en su culo duro y fuerte.
Cenamos, pues, en total intimidad. Yo sentía (o así lo creía) que ella, a pesar de que no decía nada que me hiciese pensar así, me estaba provocando. Lo único que me servía de un cierto consuelo era pensar la noche que iba a pasar gozando de la hermosa y experimentada mulata.
(continuará)