Una casita de Castilla (4: El gran momento)

Dos hermanos se dejan llevar. El sábado tan deseado por fin llega, y nada impide que hagan todo aquello que anhelan.

4: EL GRAN MOMENTO.

Desde ese día, a la hora de comer; ya empezamos a desear como nunca imaginamos que lo haríamos, que volviese a llegar el sábado siguiente, de nuevo mercado en la ciudad, y de nuevo tendríamos toda la mañana para nosotros solos.

Por la tarde, siempre teníamos tiempo para estar juntos, pues íbamos a jugar, les decíamos a nuestros padres. Y, estábamos de vacaciones, y en el entorno no había peligro ni riesgo alguno para nosotros. Aquel era nuestro pequeño paraíso conquistado. Mientras en la casa dormían la siesta, nosotros, en los árboles de detrás del puente, sentados al abrigo de su sombra, comentábamos lo que había ocurrido aquella mañana. Nos miramos y guardábamos silencio. Y yo quise ser muy cauto, pues temía que aquella magia desapareciese como si un sueño fuese.

— ¿Estás bien? –Pregunté al principio, buscando su humor esa tarde –.

—Demasiado bien, que estoy, Luis, y tú lo sabes –contestó mi hermana, con el brillo de la satisfacción en sus ojos –.

—Pensaba que estabas molesta, por haberme corrido en tu boca sin avisar –confesé –.

Tenía que medir el grado en el que ella había aprobado o reprochado tal acción, era necesario, para saber si todo aquello tendría la continuación deseada, o, por el contrario, mi acción la haría volverse atrás. No me contestó inmediatamente. Me estuvo mirando fijamente unos segundos al principio, alargando el momento de su respuesta, con el ceño fruncido, haciéndome palpitar mi corazón con fuerza.

—Hubiese preferido que me avisaras –comenzó a decir –, me sentí como si me hubieras utilizado, y no creo que eso sea justo en este juego del que estamos disfrutando ambos. Pero supongo que la excitación que sentías era demasiado grande para que pudieras pensar. Cuando sentí esa viscosidad en mi boca, pensé que vomitaría. Pero al final no fue tan desagradable. Es un sabor salado, muy salado, aunque excesivamente espeso para mi gusto –concluyó –.

Y supe en ese momento que todo el camino estaba allanado y listo para que siguiéramos dando rienda suelta a nuestros deseos. Desconocía hasta dónde podríamos llegar, pero tampoco era un hecho que tuviese especial importancia para mí, siempre y cuando el placer que ambos compartiéramos después, fuera de igual magnitud que el que habíamos sentido esa mañana.

—Para otra vez te lo diré, Rebeca, y tú decidirás si quieres sentirla en la lengua o no –prometí con un beso en su mejilla, pues no quería que faltase el cariño entre los dos –.

Eso pareció satisfacerla mucho, porque me contestó: gracias, mezclado con un suspiro, y luego de mirar a los alrededores y comprobar que nadie veía, me besó superficialmente en los labios. Sentí ese ósculo como una firme firma de compromiso por su parte para que todo lo vivido tuviese su continuación.

—El sábado que viene habrá más –me ratificó ella –.

Supongo que los dos sentíamos lo mismo. Una ansiedad máxima, y una excitación absoluta ante lo que venía. Acostumbrado como estaba a masturbarme todos los días, incluso varias veces, algunos de ellos, en toda la semana me la toqué. En un acto púber de cariño, quería reservarme por entero para ella el sábado siguiente, que, indefectiblemente, acabó llegando, aunque para nosotros se hizo eterno. Como la vez anterior, después de desayunar y asearnos, nuestros padres se fueron a la ciudad, no sin antes dejarnos bien claro, cuál debía de ser nuestro comportamiento.

—No quiero, niños, oír ninguna queja de los vecinos cuando lleguemos –advertía nuestra madre, cerrando la puerta del auto –.

Y al fin nuestras expectativas cumplidas. Y, como habíamos hecho la otra semana, buscamos el refugio que nos daba seguridad: la bodega. Nos instalamos en el mismo cuarto que entonces, y, los dos en traje de baño, y sin ya decir ninguna palabra, nos dispusimos a disfrutar. Acaricié su rostro, y besé su boca. En el había una luz especial, y el deseo se podía palpar, casi. Rebeca abrió su boca, y dejó que mi lengua entrase en ella, explorándola durante minutos. Mis manos acariciaban su cuerpo, y rozaban apenas sus senos por encima del bikini. A esas alturas, mi excitación era total, y supuse que la de ella también. Con parsimonia, bajé mis labios por todo su cuello, haciéndolos resbalar por él, hasta llegar a su escote. Noté que su piel se había erizado, y de vez en cuando, se estremecía entre mis brazos. Seguía la línea del bikini, con mi boca, hasta apoyarla en sus pezones, por encima de la prenda. Mi hermana sólo suspiró.

Me deshice de la parte de arriba, y comencé a lamer y atrapar sus pezones con mis labios, con suavidad extrema. Ella ya jadeaba, y las puntas de sus tetas eran como dos agujas.

—Me has inundado el chochete –fue lo único que dijo hasta ese momento –.

Sin duda era una invitación para seguir. La tumbé en la cama, y mi lengua dejó un rastro húmedo hasta llegar a su ombligo. Le metí la lengua dentro y jugué con él un rato. Después bajé con mi boca, sin quitarle las bragas del bikini, rozando toda su entrepierna. Sólo oí un ¡ay! La puse de pie, y la desnudé por completo, para volverla a acostar. Le abrí bien las piernas, y mi lengua surcó sus muslos hasta rozar los labios vaginales.

Sus jadeos y sus intentos por empujarme la cabeza eran una súplica para que no me andara con rodeos. Y no me hice de rogar. Le lamí entre las nalgas, recogiendo las primeras gotas de flujo y subí hasta su coño. Apoyé mi lengua en la entrada de la vagina, y se la introduje todo lo que pude. Su respiración se había convertido en gemido. Después busqué su clítoris, que ya me esperaba hinchado, y se lo froté con vehemencia, mientras Rebeca me asía con fuerza la cabeza, como si temiera que me retirase, cosa que no iba a hacer, por supuesto. Después de unos minutos, casi me chilló:

— ¡Me corro Luis! –Exclamó, y gritando llegaba al orgasmo –.

Cuando se hubo corrido me separé de su empapado chocho. Me relamí los labios, saboreando su flujo. Ella, al verme, me dijo:

—Bésame, méteme la lengua en la boca. Quiero probarlo.

Me sorprendió su audacia, pero lo hice. Nuestras lenguas jugaron y ella saboreó su propio líquido. Nos separamos, y sin decir nada se puso en pie. Me hizo levantar a mí también y me quitó el bañador. Mi pene, saltó como un resorte, y golpeó sus labios. Ella levantó la vista, me miró, y me guiñó un ojo, en señal de complicidad. Sujetó mi falo con su mano, y lo masturbó durante algunos segundos. Luego, de nuevo sentí sus labios alrededor de mi glande, y su lengua sabiamente acariciarlo. No estuvo mucho rato. Se separó rápido, y me habló:

—Ahora me la voy a clavar en el coño. Ardo toda entera y no aguanto más. Llevo esperando esto demasiado tiempo, y me he preparado muy bien –dijo con seguridad, mientras sacaba un condón de debajo del colchón –.

Ante mi perpleja mirada, me colocó el preservativo, me tumbó en la cama, se situó encima de mí, y tal y como dijo, se la clavó. No lo hizo de golpe. Se la fue metiendo poco a poco, regulando ella la presión que ejercía en su himen, y controlando el dolor. Pero al final, lo desgarró.

Ni dijo nada más ni se movió de ahí. Estuvo cabalgándome, regulando el ritmo de las embestidas, gozando al máximo de mi verga dura, hasta que no pude aguantar más, y derramé todo mi semen en el látex, después de que ella se hubiera venido varias veces antes