Una carta sobre minifaldas

Le envío a una sumisa algunas ideas sobre las minifaldas.

Querida M.

Odio vivir lamentándome por cortar tan abruptamente nuestras charlas, pero es mi hora de salir y tengo compromisos que me impiden retrasarme. Salgo a las tres (cuatro de la tarde tuyas); los 15 o 20 minutos de más los paso entre la fascinación y el remordimiento por ir retrasado. Te lo cuento para que entiendas y disculpes mi grosería.

Ayer, por ejemplo, pensé que aun hablaríamos de minifaldas y el encanto que me producen (acaso para que lo sepas y me sorprendas en alguna oportunidad). Te decía que era una forma de belleza y también de control. Has podido comprobar ese control cuando te pones una y —como dijiste— debes ser cuidadosa de tus movimientos. De ahí que con las minis exhibes tus piernas pero también exhibes tu sometimiento a ella. El sometimiento que se manifiesta en el pudor, o en la vergüenza, o en la inmovilidad a la que obliga. Cuando usas minifalda no puedes sentarte de cualquier forma, o correr, o caminar sin tener cuidado; hay una estrategia para sentarse y levantarse, para recostarse en una cama, para sentarte sobre tus piernas, para subir escaleras, para agacharte. En ocasiones, agacharse resulta imposible, o hay que poner sumo cuidado en la flexión de las piernas. Toda esta coreografía embellece a la mujer sometida en su falda corta. La hace dependiente de ella, la convierte en figura de ornato. Y ya sabes que de todas las "personificaciones" de la sumisión —puta, perra, trozo de muerda, y demás linduras o aberraciones— prefiero la del ornato. Concebirte como figura de ornato, como obra de arte, como objeto hermoso cuyo fin es el placer —placer de contemplarlo, de tocarlo, de olerlo, de gustarlo—. Esto acaso explique mi fascinación por este tipo de ropa, fascinación que de repente excede al bikini, el traje de baño o la lencería.

Por supuesto que me gustan las minifaldas de putas, los vestidos cortos para fiesta, las minis de fantasía que usan las bailarinas o las modelos de los programas de concursos, las falditas de playa para cubrir el traje de baño. Pero lo que más me inquieta son las "minis cotidianas" (por llamarlas de alguna manera): las que sin el afán supremo de impactar, fascinan por su engañosa inocencia. Son las que usan las estudiantes, las secretarias, las mujeres que viven en zonas calientes. Mientras las minis de puta tienen el obvio fin de la exhibición, o los de fiesta que quieren causar impacto en festejos especiales, o las de bailarinas, hechas específicamente para la coreografía; estas "minifaldas cotidianas" engañan por su aparente ingenuidad. Parecen una prenda cualquiera para ponerse cualquier tarde. Una chica las usa como ayer uso unos jeans o una falda más larga. Pero desde que se ha vestido con ella, queda presa de ella (esté consciente o no de eso). Está condenada a las miradas en la calle, a extremar precauciones en el transporte, a ser privilegiada o acosada por los hombres que se le cruzan, incluso a recibir una atención especial —sobreprotectora o envidiosa— por parte de sus compañeras. Esta chica, estando de pantalones, conversa en igualdad con sus conocidos. Al usar la mini aleja la conversación: se convierte en el objeto especial para ser contemplado, es tratada como un algo especial por parte de quienes ayer, estando de pantalones, la trataban como a una igual.. ¿Se convierte en más que los otros? ¿En menos que los otros (en un objeto)? Interprétalo como quieras. Yo no lo veo en parámetros de superioridad o inferioridad. Lo veo como la forma de marcar una diferencia. Y la diferencia es ser la chica de la mini, la que se transforma en objeto que perturba y tensa el espacio donde se encuentra.

¿Te conté alguna vez la historia de Flor? Te la recuerdo o te la narro por primera vez. Era una compañera de la universidad. Rostro precioso, fino, de muñequita. Cuerpo delgado pero ambiguo. Digo ambiguo, porque siempre vestía ropa holgada, sin gracia. Petos de mezclilla, pants, jeans anchos, playeras relajadas. Era una más del grupo. Jugaba baraja con nosotros, participaba de la vulgaridad del grupo: gritos, apodos, discusiones inacabables; el típico salvajismo de la facultad. Su ropa, tan fachosa, apenas permitía distinguirla. Obvio que la sabíamos de rostro bonito, pero su desaliño apenas y permitía tenerla más en cuenta. Alguien del grupo afirmaba que tenía un cuerpo precioso, mitad por lo que dejaba traslucir su ropa holgada, mitad porque ella alguna vez comentó que de más chica hizo gimnasia. Era una de las nuestras, una "igual".

Ocurrió que un día, Flor tenía que ir a un compromiso muy formal apenas saliera de la universidad. Se vistió "decentemente": una camisa floreada, de secretaria ejecutiva, bien peinada, bien maquillada... y con una minifalda blanca, a medio muslo, recta. Apenas la vimos se transformó nuestra concepción de ella. Estaba divina, en verdad tenía piernas preciosas.

Primero fue la sorpresa: ¡era una mujer mucho más bella de lo que imaginábamos! Pero además de la sorpresa, en el grupo se dio otra transformación: la amiga Flor se convirtió en alguien deseable, a quien todos hubiéramos querido palpar, observar obsesivamente, acariciarla, acostarnos con ella. Por supuesto que la piropeamos. Y al mismo tiempo, dos de los que apenas el día anterior la trataban como a un macho, se apresuraron a darle la mano y acomodarla suavemente en el centro del grupo. Hipnotizados, contemplábamos cómo se sentaba, cómo cruzaba las piernas, cómo acomodaba su cartera de mano en el límite del borde de la falda y sus muslos. Recuerdo que ella estaba roja. Radiante de saberse mirada, avergonzada, fascinada de su nuevo e insospechado poder.

Tan excitante como un gemido, fue su voz aparentemente normal, pero matizada por la tensión del momento: "Ya dejen de verme así", rogó con un intento de risa que escondía la fascinación y el miedo de saberse convertida en un "algo" distinto a nuestra anterior amiga. Intentamos charlar como todos los días; fue imposible. El imán erótico nos llevaba a sus piernas y a su expresión incómoda. Recuerdo claramente que alguien terminó por ponerle un suéter sobre sus piernas, "porque así no se puede platicar". A pesar del suéter, la tensión erótica impidió charlar. Cambió nuestra concepción de ella, su sitio en el grupo. Perdimos a la amiga y en su lugar apareció el objeto del deseo, el imán erótico, el objeto de placer. De confidente de terceros amores, se convirtió en el centro del amor.

No pudo seguir siendo parte de la pandilla. A pesar suyo y nuestro, se hizo la pieza bella que se contempla, se adora, se desea, se trata con privilegio. Adquirió misterio. A partir de ese día, todos empezaron a enamorarla. Ella, en esa ambigüedad de la fascinación y la vergüenza, de la soledad y la belleza, empezó a dejarse ver más seguido de minifalda. Por desgracia (aunque también era obvio) su transformación la alejó y empezó a relacionarse con tipos de mejor pinta que la nuestra: una dama de tal linaje no podía continuar con los salvajes que éramos nosotros. Se convirtió en una "nena de tipos de auto". No se lo reprocho. Era natural.

Parece historia triste, pero tiene su carga erótica también. La belleza la obligó a nuevas actitudes. Y lo más sobrecogedor, era cómo eso ocurrió a pesar de ella. No fue ella quien lo decidió, fue su cuerpo. Su cuerpo fue más poderoso que ella y que nosotros. Todos estábamos gobernados por esa fascinación.

Has llegado, no resistí a la tentación de hablarte. Ahora te mandaré este correo que esperaba hacerlo más largo (pero siempre es mejor charlar).