Una calurosa noche de verano (P.V.e.I.)
Muchas cosas pueden suceder a una hermosa mujer infiel durante una calurosa noche de verano.
Una calurosa noche de verano (P.V.e.I.).
Ana estacionó el nuevo Lexus hibrido de su esposo en la exclusiva zona de discotecas y restaurantes de la capital. Se sacó su calzado y con cuidado pasó al amplio asiento trasero. Ahí, en medio de las sombras, se sacó el leggins tipo pitillo y se quedó con el minivestido turquesa que combinaba con sus grandes ojos y el collar de piedras semipreciosas que colgaba entre los finos tirantes, justo sobre su atractivo escote.
Que bonita polera –había dicho Marion, la hermana de su esposo, antes de despedirse en el aeropuerto, donde Ana la había ido a dejar-. Algo atrevida, pero bonita.
Si, es algo atrevida. Pero hace calor y ahora voy directo a casa –había respondido Ana, que sabía que aquella turquesa tela no era una polera larga y ajustada, sino un minivestidos. Seguramente el pantalón de pitillo le había hecho pensar a su cuñada que aquella prenda era una polera.
Eso es cierto –concedió la madura hermana de Tomás-. Dale un abrazo a tu esposo, mi pequeño hermano, y dile que no trabaje tanto… Y Cuida a mi hijo –pidió Marion-. ¡Ah! Y dile a Germán que no pierda el vuelo el miércoles. Lo estaremos esperando.
No te preocupes. Cuidaré de mi sobrino –aseguró Ana, abrazando a su cuñada-. Germán es un buen chico, estará bien.
Sin embargo, la joven y bella cuñada de Marion había mentido con descaro. Ana estaba aburrida y se sentía sola. Su marido afuera del país por trabajo casi no le contestaba las llamadas. Con un ánimo extraño había decidido no volver a casa de inmediato, menos a cuidar de su sobrino de dieciocho años. Era bastante grandecito para hacerlo por si solo, pensó Ana.
Habían pasado dos semanas sin ver a su marido y la visita de Marion y Germán la había retenido, yendo de su estresante trabajo como abogada a su casa, sin excepción. Ahora que Marion se había marchado y su invitado, su sobrino Germán, había salido de fiesta con sus nuevos amigos de la universidad, Ana veía la oportunidad de salir a divertirse un rato. Una fiesta de mascaras en un exclusivo local había llamado su atención. Aquello parecía divertido, se dijo.
Ana se acomodó el ajustado minivestidos turquesa, se calzó de nuevo las elegantes sandalias de plataforma y salió del lujoso automóvil con la pequeña cartera en la mano. Respiro el aire nocturno sintiéndose sexy. Sabía que con su segunda década y media de vida tenía una genética privilegiada. Muchos incluso aún pensaban que tenía poco más de veinte años. La belleza juvenil de Ana era innegable.
Atravesó la calle bajo una lluvia de silbidos y piropos de media docena de adolescentes que vagaban por la acera, reafirmando sensaciones en su vientre que no correspondían a una mujer casada. Esa noche, Ana sabía que tenía un cuerpo muy deseable y que podía cautivar a cualquier hombre. Abundantes y firmes senos, trasero firme y musculoso y piernas largas y de musculatura atlética eran solo parte de sus atributos.
Se alejó por la calle hasta que encontró la exclusiva discoteca que buscaba. La hermosa fémina iba a sacar su billetera para sacar el dinero de la entrada, pero uno de los guardias le echó una mirada de arriba a abajo y la dejó entrar gratis. Ella le sonrió, coqueta y agradecida.
A un costado del vestíbulo del local, cuatro muchachas vestidas con sensuales uniformes de color negro repartían máscaras en variados diseños: máscaras de animales, imitaciones de famosos, de políticos, superhéroes, otros diseños indígenas, exóticos o extravagantes. Ana observó con detenimiento el accesorio obligatorio para participar de la fiesta, se probó dos o tres sin decidirse hasta que al final tomó una extravagante máscara negra y brillante de un látex elástico con adornos metálicos que estaba hecha para cubrir por completo la cabeza y que dejaba a la vista sólo los ojos y la boca. A Ana le pareció la máscara de una dominatrix y eso le pareció divertido. Recogió su trigueño cabello de tal forma en que la máscara se ajustó a su cabeza, cubriendo su hermoso rostro.
Pasó al tocador y se aseguró que su elección fuera correcta. Adentro, revisó su rostro cubierto por la máscara y por una razón incomprensible el anonimato le encantó. Se sintió diferente y trasgresora. Tiñó sus carnosos labios de “rouge” y maquilló sus ojos y sus largas pestañas para que destacaran sensual y elegantemente con la máscara. La música se sentía lejana y decidió hacer un par de llamadas. Tomás, su esposo, no contestó y se tuvo que conformar con hablar con su madre.
¿Cómo está, papá? – Preguntó por compromiso Ana, al final de su conversación.
Supongo que bien –respondió Sofía, su madre-. Fue a la ciudad a comprar nuestro nuevo automóvil y volverá mañana.
¿Qué vehículo comprarán? –quiso saber Ana mientras observaba su rostro enfundado en la máscara en el espejo.
No lo sé –respondió su madre, como si fuera de lo más normal-. Tu padre se encarga de esas cosas. Él sabe lo que hace.
Como si una mujer no pudiera comprar un automóvil, pensó Ana. Su madre siempre había sido muy sumisa con su padre, demasiado machista para confiar algunas cosas a su esposa.
Ana se despidió de su madre poco después, se miró en el espejo antes de salir y aprobó aquel extraño “look”. Atravesó el pasillo y salió a uno de los dos patios del lugar, donde una docena de faroles iluminaban el lugar. Se dirigió a un pequeño bar y pidió champaña mientras observaba el ambiente. En una esquina un hombre alto y musculoso, vestido con un pantalón de tela crema y una camisa blanca de manga corta la observaba. Su mascara era ridícula, pues, representaba a Porky pig, el famoso cerdito de los Looney Tunes y Merrie Melodies. Ella lo miró detenidamente, debía tener su edad, pensó. Ana no podía imaginar a alguien eligiendo esa máscara en su sano juicio. Continuó observando el lugar, cada vez más atestado de personas enmascaradas, al menos media docena de hombres o mujeres la habían mirado con atención, observando la estrafalaria máscara o las largas y femeninas piernas de la abogada. Ana se sintió deseada.
Era verdad que extrañaba a su marido y que lo amaba, pero últimamente necesitaba algo más. El trabajo y el estrés los habían alejado, así Ana había comenzado a hacer cosas que jamás hubiera imaginado hace poco más de un año. Ana había empezado a hacer cosas que una mujer casada no debía hacer.
Pidió una segunda copa y recorrió el lugar, atravesó un patio con piscina donde dos parejas bailaban en el agua y continuó hasta la pista de baile donde la música se escuchaba con fuerza. Ahí, se sentó a beber su copa, rechazando varias invitaciones de hombres e incluso de una atractiva morena. Tres cuartos de hora después, fue al baño, ahí aprovechó para aspirar algo de cocaína, arreglar su maquillaje y colocarse un poco de perfume. Estaba en un punto de no retorno, se sentía extrañamente excitada. Cuando volvió al bar, alguien le invitó un trago y ella aceptó. Estuvo conversando con varios desconocidos, pero ninguno le llamó demasiado la atención. Se sentía un poco mareada, pero aún capaz de conducir de vuelta a casa y de estar atenta. Por ejemplo, había sido capaz de descubrir al hombre con la máscara de Porky pig observándola a lo lejos.
Ana pensó en ir a enfrentar al hombre de la máscara de cerdo, pero en ese momento el “barman” la interrumpió.
- Hola –dijo el calvo “bartender”-. El hombre con máscara de león de aquella mesa le invita a compartir una botella de nuestro mejor champaña.
Ana miró el lugar que el “barman” le señalaba. En una esquina un hombre levantaba su copa de champaña y hacía un gesto con la mano. La sexy abogada lo observó, de lejos se notaba un físico atractivo y estaba bien vestido. Su máscara de león poseía una gran melena que cubría el rostro, dándole un aire imponente. Ana decidió que no le haría mal aquella copa de champaña.
Se dirigió a la mesa del enmascarado con pasos lentos y sensuales, mirando al hombre de la máscara de león. Ana se sentó a su lado, mientras el enmascarado le llenaba una copa con el espumante líquido. El cabello del hombre estaba recién cortado, de manera pulcra, era de un castaño claro salpicado de algunas canas, lo que hizo suponer su edad en alrededor de cincuenta. Sin mediar palabras hicieron un brindis, el se acercó a ella y la tomó de la cintura, así estuvieron varios minutos observando a la gente moviéndose al son de la música en la pista de baile.
Ana descubrió al hombre de la máscara de cerdo observándola tras una columna, extrañamente no se sintió molesta por la impertinencia del voyerista, más bien todo lo contrario, se sintió alagada. Tal vez esto contribuyó a que cuando el hombre de la máscara de León se levantó y la llevó a la pista, sin siquiera consultarle si quería bailar, Ana se dejó llevar. Arrastrada por la música y su misterioso acompañante, Ana bailó, moviendo el cuerpo de una manera que su marido pocas veces había observado.
Bailaba para el desconocido, para el Hombre-León y también para Porky pig que miraba desde lejos. Su cuerpo era un torbellino de sensaciones y Ana sintió como sus pezones reaccionaban a las señales de su mente y su cuerpo. Era una cadena de reacciones que llevaron a Ana a bailar de manera sensual, incitando a su pareja de baile a actuar y a ella a reaccionar a cada roce de éste. Primero sintió una mano acariciando sus brazos, luego la tomó de la cintura y ella se apoyo en aquel musculoso pecho. Observó al mirón, aún en el mismo lugar. La situación excitó a Ana, abrazó de la cintura a su pareja de baile y con cierto descaro acarició sus glúteos. Aquello sorprendió al Hombre-León, pero también le dio luz verde para atreverse a alcanzar el trasero bien formado y juvenil de Ana. Ella notando su error, entonces giró, y al compás de la meneada canción dejó que el enmascarado bailarín se le pegara por la espalda, notando como la pelvis del varón se ponía en contacto con su trasero. Bailaron traviesamente un rato y luego volvieron a la mesa, siempre bajo la mirada del hombre de la máscara de cerdo.
Ana estaba excitada, bebió abundantemente mientras su acompañante acariciaba sus muslos hasta el límite de su entrepierna y seguía bajo la mirada atenta del mirón. El hombre-León la tomó de la mano y la sacó del lugar. Ana se dejó llevar, divertida. No habían cruzado palabras, ni siquiera le había visto el rostro o preguntado su nombre y ella estaba dispuesta a irse con aquel desconocido. Ana estaba segura que cruzaron el lugar bajo la sorpresa y los ojos atentos de Porky pig. Se preguntó si el morboso observador los seguiría.
Aún enmascarados, salieron a la calle de la mano. Él iba adelante y Ana lo seguía cada vez más caliente. Haría cualquier cosa por tener sexo esa noche. Llegaron hasta una calle cercana y él la condujo hasta un vehículo convertible. Era un Aston Martin último modelo. Aquel lujoso automóvil excitó a Ana (porque decía mucho de su conductor) y sin pensarlo se subió al asiento del copiloto. Adentro, todo olía a nuevo y a cuero inmaculado.
El Hombre-León empezó a sacarse la máscara, pero Ana lo detuvo. Subió lo suficiente la máscara para besar a su nuevo amante, pero no para conocer su rostro. A la lujuriosa abogada le calentaba hacer el amor con un enmascarado. Se besaron arrebatadamente, ella completamente entregada a un hombre que no era su esposo. Las manos de él acariciaban el voluptuoso cuerpo de la fémina, manoseando con premura los grandes senos y los suculentos glúteos. Al mismo tiempo, Ana rozó con sus dedos el pene de su nuevo enamorado, descubriéndolo duro y grueso.
El enmascarado descubrió los senos, bajando el minivestido turquesa y desabrochando el sujetador después. Los firmes senos habían salido frente al hombre de la mascara de león como dos montes enclavados en un hermoso valle, con dos pezones perfectamente plantados apuntando a sus ojos. El desconocido se lanzó a comer aquellos juveniles senos mientras Ana sentía un escalofrío recorrer su cuerpo, una parte de ella se oponía a aquella actitud de mujer libertina e invocó el recuerdo de su esposo y de sus votos matrimoniales. Sin embargo, Ana había aprendido a acallar la culpa con alcohol y drogas. Esa noche, Ana estaba en la ola.
El amante anónimo desabrochó su cinturón y abrió su cierre, dejando expuesto un pene grueso y de un largo aceptable. Era un pene que cumpliría sin duda la tarea de esa noche. La caliente abogada se inclinó en su lugar y sin meditarlo empezó a besarlo y lamerlo. La piel olía fuerte, pero el aroma sólo sirvió para que ella deseara ensalivarlo más y echarse el masculino sexo a la boca. Ana comenzó con una mamada largamente ensayada, sobretodo con los numerosos amantes que ella había acumulado. El enmascarado respiraba con agitación y había reclinado el asiento para estar más cómodo. La abogada continuó con su labor, las manos de su amante reptaban por su cuerpo y unos dedos intrusos se habían acomodado en la entrepierna de la fémina. Ahora, los dedos habían atravesado su pequeña tanga y hurgaban con ahínco en su depilado coño.
Ana, fustigada por el tacto en su sexo, profundizó la mamada. El pene parecía entrar más y más, ante la sorpresa de su amante. El enmascarado no aguanto más y habló por primera vez esa noche.
- Vamos atrás –ordenó con voz ronca. Ana acató de inmediato y pasó al asiento de atrás, donde el Hombre-Leon, aún con su máscara y su gran melena, la hizo colocarse en cuatro-. Te voy a follar como una perra.
Las palabras resonaron en la mente de Ana, demasiado excitada y sumisa para protestar. La joven abogada sintió como su vestido era levantado hasta su espalda y el pequeño calzón era bajado hasta la mitad de sus sensuales muslos. Nuevamente los dedos intrusos recorrieron el sexo, húmedo y anhelante de aquel contacto. Ana gimió y el hombre vio en eso el permiso para meter un dedo a través de la vagina.
- Fóllame –susurró Ana, pero su petición fue un sonido ahogado ya que su boca estaba pegada al asiento de cuero.
Sin embargo, el enmascarado no tuvo que escucha la petición, pues, sabía muy bien lo que deseaba. Tomó a Ana por las caderas, arrimó su pelvis y empezó a penetrar a Ana lentamente.
- ¡Aaaahhhh! –dejó escapar la hermosa abogada, mientras sentía el grueso pene atravesar su intimidad rozando las paredes vaginales.
Ana comenzó a sentir como su amante la hacía sentir en la gloria, una de las varoniles manos acariciaba el clítoris con delicadeza mientras la otra jugueteaba con uno de los pezones. El pene invadía el cérvix femenino y se retiraba entregándole placenteras señales que recorrían su cuerpo, ella había empezado a acompañar los movimientos del enmascarado, totalmente entregada.
- Ah ah ah… ah… Mmmmmmmmmmhhhhhgggg… -gemía Ana en aquel lujoso coche. Un dedo acarició su clítoris y luego se presentó en la boca de Ana para que lo chupara.
Con el dedo en la boca Ana miró hacia fuera, el la esquina, a unos pocos metros, estaba el hombre de la máscara de cerdo observando. La joven y sensual mujer sintió un calor atravesar su espalda y su vientre desde su coño.
- Más… ah… dame más… mmmmnnnnhhh…. más rápido… fóllame más duro… ah ah ah… fuerte… -pidió con voz ronca, ronroneando con la cara pegada al asiento.
Su amante así lo hizo. La follada se hizo más rápida y violenta, arrancando más gritos y gemidos de la hermosa mujer. Cuando el extraño enmascarado comenzó a juguetear con el ano de la sensual enmascarada, ella no tenía voluntad para negarse. Fue así que un dedo violó aquel portal, mientras Ana susurraba palabras calientes ya fuera de sí.
- Ah… oh! Dios!... sigue así… ah ah ah… nnnnnnggghhhhhh…. Mmmmmmmmmmnnnnhhh…. Cógeme… fóllame duro, cabrón… -dijo excitada, dispuesta a todo con aquel desconocido.
Los movimientos se hicieron rápidos e intensos, los vidrios estaban empañados y desde afuera sólo se veían dos siluetas moverse desesperadamente en medio de las sombras. Ana gemía y su amante respiraba de manera fuerte, casi sin aliento.
¡Más! Ah… dios… más –pedía Ana, mujer infiel y lujuriosa.
Toma puta… quieres más… toma más… -respondió la voz ronca del Hombre-León, aguantando con estoicidad el frenético ritmo. Sus manos no paraban de manosear el cuerpo perfecto de aquella desconocida, deteniéndose largos segundos en los magnos senos, en el perfecto trasero (con su delicado ano) o en el depilado y mojado clítoris.
Ana se sentía en las nubes, sin embargo, una sensación la hizo volver a la realidad. Sus músculos abdominales y vaginales se contrajeron, entonces un sorpresivo orgasmo la sorprendió. La contracción de la musculatura en torno al pene resultó en un fuerte masaje que terminó por hacer eyacular al hombre, el orgasmo fue casi simultáneo. Tras un gemido sofocado, Ana cayó sobre el asiento con el amante a su lado.
En medio de los últimos estertores de placer, Ana buscó la boca de aquel desconocido. Fueron besos de amantes, lujuriosos y descarados. El aprovechó para estrecharla contra su cuerpo, sintiendo sus formas y su calor.
Fue genial –prorrumpió él, antes de chupar un pezón del voluptuoso seno.
Mmmmmmhhhhhh… Si… genial –respondió Ana, otra vez caliente.
Sabes, creo que acabamos de bautizar mi nuevo Aston Martin, preciosa –bromeó él, antes de besarla. Sus lenguas parecían dos serpientes cortejándose.
Si, así te gusta bautizar tus automóviles –preguntó Ana, melosa y caliente. Con una mano aferrada a la verga de su amante, comenzando con un suave masaje reanimador.
Así es, preciosa –contestó el enmascarado-. No hay nada como una chica joven y guapa para sentirse bien hombre.
Ah si… ¿Te gustan jovencita? –ronroneó la sexy muchacha, inclinándose para empezar a besar el vientre y luego el pene de su amante-. ¿Qué edad crees que tengo, amor?
No sé –respondió él, observando como Ana empezaba una mamada, reanimando su alicaído “miembro copulador”-. Unos veinte.
¿Te gustan de veinte añitos, amor? –preguntó la lasciva abogada que dio tres lamidas al glande antes de echarse a la boca la verga del desconocido.
Si… me gustan mucho… -respondió su amante, excitado por la experta mamada de Ana se entregó a la sapiencia de la joven mujer. Pronto, su pene adoptó la rigidez y la forma para repetir una nueva cogida.
Así me gusta, mi macho –dijo Ana, mientras dejaba de lamer la verga, masturbándole varias veces antes de acomodarse de perrito nuevamente -. Aquí tienes a tu perrita, obediente y dispuesta nuevamente.
Así me gusta –aseveró el Hombre-León, mientras un dedo acariciaba los labios vaginales, subiendo hasta el ano. Aquel lugar era una tentación muy grande y con cuidado empezó a penetrarlo a la vez que su pene empezaba a adentrarse nuevamente en el coño de Ana.
Asíiiiiiiiiiiiiihhhhhh… -gimió Ana, mientras su amante empezaba a penetrar con fuerza el femenino sexo.
Me encantas, Matrioska –susurró sobre ella el desconocido.
Aquella referencia a las muñecas rusas fue como un trueno en la mente de Ana, despertando sus sentidos con un miedo que le contrajo sus vísceras y quitándole toda sensación de placer. Sin saber cómo, se separó del hombre y salió del auto. Sintió los gritos sorprendidos del enmascarado, pero ella huyó, demasiado aterrada para mirar atrás. En la esquina se encontró de bruces con el hombre de la máscara de Porky pig.
Ayúdeme. Sáqueme de aquí –pidió desesperada. Ana se dejó conducir por el desconocido. Choqueada y asustada se subió a un vehículo y permaneció en silencio hasta detenerse a muchas calles del lugar.
¿Estás bien, Ana? Háblame, por favor –dijo el desconocido conductor. Ana lo miró por primera vez desde que le había pedido ayuda en aquella esquina. Se había quitado la máscara que descansaba en el asiento trasero. Aquel rostro le era conocido, pero estaba tan confundida que no pudo ponerle un nombre al hombre que la miraba preocupada.
Soy Gonzi… Gonzalo Guerrero… amigo de Tomás –dijo con evidente preocupación el conductor. Por fin la confundida mente de Ana logró reconocer a aquel hombre.
¿Gonzalo? Oh si… disculpa… -empezó a decir Ana, buscando una excusa para su comportamiento-. Creo que bebí mucho esta noche.
Puede ser –concedió Gonzalo-. Pero ¿Estás bien?
Si, sólo llévame a mi vehículo. Estaba estacionado cerca de la discoteca –pidió Ana, mientras se preguntaba si Gonzalo había sido testigo de su indecoroso comportamiento. Una mirada a la máscara de cerdo en el asiento trasero le dio indicios que Gonzalo había sido testigo de su infidelidad.
¿Estás segura que estás bien? –preguntó Gonzi, su mirada traslucía un cúmulo de cosas.
Si, por favor. Llévame a mi auto. No pasa nada –respondió Ana, pero interiormente era un lío.
Por lo que sabía de su esposo, Gonzalo era casado y su mujer era una preciosa pelirroja que estaba en su segundo trimestre de embarazo. Ella lo había conocido en la universidad, cuando Tomás y Gonzalo eran miembros del equipo de rugby universitario. Eran muy amigos, por lo que Ana tenía miedo de Gonzalo y no sabía como actuar.
Cuando llegaron hasta el Lexus de su esposo, Gonzalo se estacionó cerca y escoltó a Ana hasta el auto.
¿Estás segura que puedes manejar? –continuó en la misma línea Gonzalo, aparentemente preocupado.
Si, no hay problema –respondió Ana-. Ahora me iré a casa.
Bien -dijo Gonzalo, pero observó a Ana en silencio antes de agregar-. Tenemos que hablar Ana. Esta noche ocurrieron cosas extrañas.
Ana quedó en silencio, muerta de miedo, antes lograr articular algunas palabras y finalmente contestar a Gonzalo.
Si, lo haremos –respondió con un hilillo en la voz-. Pero habla conmigo antes de hablar con Tomás. Por favor.
Está bien –respondió Gonzi, satisfecho-. Dame tu número telefónico.
Ana le dio el número y se marchó. Camino a casa pensaba como una buena noche de diversión se había torcido en aquel lío que la tenía con el estómago revuelto. No sólo era el hecho de su infidelidad, descubierta por Gonzalo, uno de los buenos amigos de su esposo, sino aquella maldita palabra que resonaba en su mente: Matrioska.
Un escalofrío de terror recorrió su columna, porque aquella palabra era la favorita de su padre para llamarla a ella y a su hermana. Su madre le dijo que había viajado por un vehículo nuevo ¿no?
Ana tuvo que detenerse para no sufrir un accidente, bajó del auto y respiro el aire nocturno. Era imposible, se dijo. Aquella suposición sólo era parte de su imaginación. Intranquila, recurrió al único método que conseguía calmarla últimamente, aspiró algo de coca y luego pasó a un pequeño supermercado nocturno a comprar una botella de licor. Drogada y borracha condujo a casa, dispuesta a olvidar aquella calurosa noche de verano.