Una buena vaca II

Después de un chequeo médico, comprobé como funcionan las cosas en el centro. Conclusión de mi primer día | Ciencia ficción

¡Hola peña! ¿Sabéis cuando dije el otro día que no esperáseis una continuación pronto? Yeah, mentí :p No esperaba que me diese por continuar la historia tan pronto. Realmente no lo llamaría una secuela: esta parte continua justo donde la otea acabó, y diría que son simplemente un solo capítulo largo que he partido en dos. Así que, si no habéis leído la primera parte, id a echarle un vistzo o esta no va a tener mucho sentido.

Importante: Esta parte tiene todos los fetiches raros de la anterior y algunos más. Me gustaría destacar la mención al inicio de un análisis de sangre (no lo describo en detalle) y el uso de un insulto homófobo para denigrar en un setting BDSM; todas las partes involucradas dan su consentimiento, pero no está de más avisar por si a alguien le incomodaría. Más allá de esto, la presencia de edging/negación de orgasmos y el escupirle a alguien no debería sorprender, y creo que no hay nada más notable. Me encantó leer comentarios positivos tras la parte anterior, así que espero que esta os guste, y feliz año nuevo ^^

(Oh, y si quereis apoyarme económicamente con un par de eurillos (¡o lo que queráis!), lo podéia hacer en ko-fi.com/kythera666)


Comenzó haciéndome un chequeo completo. Me pesó, comprobó mis arcadas y mis reflejos, me miró el pulso y me auscultó. Habiéndola desobedecido antes, tenía miedo de que me volviera a castigar, pero se limitó a registrar datos sobre mi cuerpo meticulosamente, con un porte de profesional la mar de amigable. Con lo cotidiano de su operación, la erección más intensa de mi vida había comenzado a bajar, aunque amenazaba con volver cuando sus manos se acercaban a mis muslos.

—Vamos a ver… venga, ya casi está. Estás siendo una vaca muy buena, ¿lo sabías?

Sonrió con algo de malicia al ver como me ruborizaba.

—G-Gracias, Doctora.

—Nada, nada, cielo, las verdades hay que decirlas. Ahora, quedan un par de cositas por hacer… Hay una parte que te va a gustar, y otra que no. ¿Cuál prefieres primero?

La miré un poco confusa, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—...Creo que prefiero la parte que no me va a gustar primero, D-Doctora.

Ella asintió y sacó unas cuantas cosas de un cajón incluyendo una goma elástica, y una jeringuilla de plástico. Entendí que tenía que realizarme un análisis de sangre.

—Será solo un momentito, ¿vale, cielo?

Asentí y tragué saliva. No soy nada fan de las agujas, pero sabía que era necesario. Sostuvo una de mis manos durante la extracción, y cuando había acabado, estando yo algo mareada, dejó que me apoyara en su torso para no caerme hacia delante mientras me besaba la frente y me susurraba:

—Bien hecho… muy bien hecho, vaquita… ven, toma por ser tan buena…

Apenas procesé lo que ocurría cuando mi lengua detectó algo dulce y duro: la Doctora García sostenía aún la piruleta que me había metido en la boca. Intenté centrarme en la sensación de chupar la golosina mientras ella acariciaba mi pelo, y poco a poco el latido de mi corazón, que se había disparado, comenzó a tomar un ritmo normal. Mientras, ella me acariciaba el brazo en el que me había pinchado.

—Muy bien… buena chica… ¿te gusta chupar? ¿Empiezas a calmarte?

Entre sus caricias y su forma de jugar conmigo no tardó en volver el color a mis mejillas, y me miró con afecto.

—Muy bien hecho, vaquita. Ahora vie

ne la parte que te va a gustar. Ponte de pie, poco a poco.

Me incorporé, tal y como dijo ella, sin levantarme muy rápido de mi camilla, y vi que se giraba para buscar algo. Cuándo se dio la vuelta otra vez llevaba una cinta de medir.

—Ahora voy a tomar tus medidas, cielo. Pon los brazos en cruz.

En un principio no entendí muy bien por qué estaba tan convencida de que me iba a gustar hacer esto, pero rápidamente me di cuenta de que, para la Doctora, tomar mis medidas implicaba abrazarme por la espalda, pasar sus manos por todo mi cuerpo y susurrarme al oído lo bien que me estaba portando a la vez que apuntaba cada cantidad de centímetros en una libreta. Pasó sus manos por encima de mi pecho plano, comentándome lo triste que le ponía ver una vaca sin ubres y como me iba a dar un buen par. Me mordisqueó una oreja contándome lo bien que me quedaría un pendiente etiqueta. Y paré atención de manera especial cuando se arrodilló en frente mío para medirme la cintura y los muslos. Pensé que eso es en lo que se iba a quedar todo; recogería mis medidas para algún proceso que no comprendía, sus manos rozarían mis ingles, me dedicaría una sonrisa picarona y pasaría a otra cosa sin tan siquiera reconocer que me había excitado. No pude evitar soltar un grito agudo de sorpresa cuando dejó la cinta a un lado y me agarró el pene flácido con una mano, mirándolo desde varios ángulos.

—Oh, ya veo… hm… que buen especimen que eres, vaquita…

Estaba completamente muda, incapaz de conjurar palabra más allá de jadeos entrecortados e incoherentes mientras me examinaba los huevos.

—Ajá… perfecto…

Vi como apuntaba una última cosa y pensé que ya estaría, el corazón me dió un salto cuando volvió a agarrarme el miembro, mirándome a los ojos.

—Vaca, necesito una erección. ¿Puedes tú sola?

Intenté buscar algo que decir, pero no sabía cómo lidiar con la situación.

—N-No lo se, D-Doctora.

Viéndola chistar, entendí que no le gustaba mi respuesta.

—¿Cómo que no lo sabes? Te he preguntado si puedes hacer tú que se te empalme o si tengo que ayudarte. Si pensando tú en guarradas puedes, genial. Si necesitas que te escupa en la polla, o que me meta contigo, o que te meta un dedo en ese culito adorable, me lo tienes que hacer saber. No me voy a enfadar si me dices que necesitas ayuda, pero no soy adivina.

Seguía algo paralizada, pero sabía que no responder no traería nada bueno. Hablé casi en modo automático.

—...D-disculpe, Doctora. Por favor, ¿p-podrías, em, masturbarme, y decirme… cosas feas? Como, insultos y tal…

La Doctora parecía satisfecha y empezó a jugar lo mejor que pudo con mi miembro, aún flácido.

—¿Qué clase de insultos, vaquita? Se muy específica.

Entendía que le encantaba torturarme, y no tenía mucha más opción que dejarme llevar.

—...E-En plan, diciendo que… se me daba mal ser un chico…

—¡Oh! Entiendo, ¿quieres que me meta contigo por haber sido una vergüenza de hombre? Con esa cara de nena, y esas caderas anchas, y ese culo follable… no me habría extrañado nada que la gente te confundiera con una mujer por la calle, ¿sabes?

Contení algún pequeño gemido y vio como me endurecía entre sus dedos, algo que le indicó que iba por buen camino.

—Que digo yo, no pasa nada por ser amanerado, pero tú nunca te has quedado ahí. Lo tuyo va más allá. Imagina ser tan maricón que te tienen que llamar lesbiana para no equivocarse. Por suerte para ti, en esta empresa volvemos fracasos como tu yo pasado en bombones que pondrían celosa a Afrodita. Nunca más tendrás que huir de tu lado femenino, cielo. Acepta lo que te dice tu polla de chica, y ve eligiendo un nombre nuevo. Preferiblemente algo que suene a putón.

Volvía a tenerla dura como una roca y tenía que apoyarme en una mesa, entre gemidos y jadeos, para no caer al suelo de rodillas. La Doctora, evidentemente, se lo pasaba en grande, y en cuanto vio lo mucho que se aceleraba mi respiración, paró sus sacudidas y volvió a agarrar su cinta métrica, para después colocarla sobre mi erección.

—Vaya, vaya… nada mal. Osea, no me malinterpretes, es diminuta en comparación con lo que vas a tener, pero las he visto más pequeñas.

Sonriendo, se levantó y fue a dejar su libreta sobre la mesa y escribir unos datos en su ordenador. Me quedé de pie, sudada y excitada, sin saber muy bien que hacer.

—Em… d-disculpe…

Levantó la vista, intentando contener lo mucho que le gustaba verme en ese estado.

—¿Qué ocurre, cielo?

Intenté buscar las palabras adecuadas.

—Por favor, ¿puedo correrme, Doctora?

Y ella se limitó a sonreír.

—Oh, cielo, no te preocupes por eso. En nada probaremos a ver tu primer ordeño, y ya verás como te quedas a gusto.

Antes de que me diera tiempo a responder, sacó algo de un armario: eran prendas de ropa.

—Estas deberían ser de tu talla. ¿Quieres ir a dar un paseo, amor?

El uniforme oficial para las recién llegadas es sencillo; unas medias hasta las rodillas, un par de braguitas, un tube top , y guantes hasta los codos, todo cubierto de un estampado a manchas blancas y negras. La ropa interior no hizo mucho para disimular mi erección, y sospecho que esa era precisamente la idea. Una vez vestida, al saber que íbamos a visitar otra sala en la que podía haber más gente, mi primer instinto fue cubrir el bulto entre mis piernas con mis manos, pero ella me agarró de las muñecas y me lo impidió.

—Eh, de eso nada. Una buena vaca se enorgullece de pasearse por ahí empalmada. Y total, en cuanto crezcas un poco no vas a poder ocultar nada, así que es mejor que te vayas acostumbrando. Ahora, ¿estás preparada?

Diciendo esto, cogió un montón de papeles, los metió en su bolsa y me acompañó hacia una puerta. Aparte de la vergüenza de salir así, sentía cierta confusión.

—Esto, disculpe, Doctora… ¿cómo sabe que me mantendré detrás suyo?

Me sonrojé mucho cuando su reacción fue reírse descaradamente en mi cara.

—Guapa, ¡estás aquí porque quieres! ¿A dónde vas a ir? Si quieres que te ate las manos o te ponga una correa solo tienes que pedirlo por favor, mujer, que no serías la primera ni la última.

En retrospectiva, tenía razón, pero sentí que quedaría aún peor habiendo abierto la boca para nada. Y había adivinado de lleno el por qué, en el fondo, había preguntado.

—...Por favor, Doctora, lléveme con una correa.

Lo pedí mirando al suelo, avergonzada, y ella tenía cara de haber visto un perrito apaleado en un rincón.

—Ay, pero que ricura. Mira, aquí mismo tengo algo para ti.

Abrió un cajón de su escritorio y sacó una correa de perros, con un collar de estampado idéntico al de mi “ropa”. Mientras me lo amarraba fuerte alrededor del cuello, el bulto en mis bragas rozó contra su pierna, y solté un ruidito adorable, algo que solo hizo que se enterneciera más.

La correa en su sitio, tiró de manera firme pero sin hacer daño, e inmediatamente sentí como me iba hacia delante. Sentí como le entregaba a otra persona mi autonomía corporal, y entre el bulto en mis bragas, el rubor de mis mejillas y lo deprisa que respiraba se notaba bastante que me gustaba la situación. Contenta de verme así, tiró otra vez, arrastrándome hacia la puerta.

—Mira que mona estás, vaquita; así no te perderás. Ven, vamos a dar un paseo juntas.

La puerta daba a una red de pasillos largos, llenos de muchas otras puertas, con muchas otras Doctoras revisando a trabajadoras. Vi por algún cristal el tipo de cuerpo que me esperaba mientras se realizaban chequeos médicos, y caso tropiezo al imaginarmelo. La Doctora tenía un ritmo rápido, pero no dudó en pararse en el momento en el que una compañera suya, bajita y con gafas, salió de su clínica.

—¡Anda, pero qué tenemos aquí! ¿Una vaquilla recién llegada?

Mi Doctora tiró de la correa y me presentó a su amiga, como quien enseña un objeto valioso.

—¡Claro! Acaba de llegar, no tiene ni nombre. ¿No es preciosa? Quería que la llevara con correa, ¿ves?

Le ofreció la correa a la otra doctora, que, sonriendo maliciosamente, pegó un buen tirón, casi llevándome al suelo.

—Ay, hija, ten cuidado, que me las a herniar nada más llegar. Ahora la voy a llevar con Paula, pero luego si quieres vienes y mi vaquita te explica que tuve que hacer para que se le pusiera dura.

Sentí un nudo en la garganta y la piel de gallina, viendo como me usaban, como la Doctora García me exponía sin ningún miramiento. Su amiga bajita se acercó, me sobó el paquete a modo de disculpas, y me susurró “luego nos vemos” al oído. Antes de que me diera cuenta, habíamos seguido caminando y la habíamos dejado atrás. Vimos algunas doctoras más a lo largo del pasillo, y aunque ninguna se paró a hablar con nosotras, todas compartían miradas cómplices con mi Doctora, susurraban obscenidades, me pegaban cachetadas al pasar y se relamían los labios.

Antes de llegar a nuestro destino, vimos salir de una puerta a una trabajadora de la cooperativa, una vaca que llevaba mucho tiempo aquí. Nos miramos la una a la otra fijamente durante un momento largo: mi cerebro intentaba fijarse en cada detalle de su cuerpo a la vez. Sus descomunales pechos ponían unos buenos treinta centímetros entre sus enormes y rígidos pezones y la piel a ras de su torso. Sus caderas eran anchas como las de una diosa de la fertilidad, su culo tan grande que se veían sus nalgas mirándola de frente, y, como guinda del pastel,  entre sus piernas colgaba, flácida, una polla grande como la manga de una chaqueta, con un par de huevos enormes y pesados que se zarandeaban al andar. Yendo vestida solo con medias, guantes, y una etiqueta en una oreja, era la viva imágen de una vaca productiva y feliz, una parodia osada de la feminidad.

Vio que me estaba intimidando, así que se limitó a sonreír con las manos detrás de la espalda y animarme.

—Los primeros días asustan. Venga, que tú puedes, ¿eh? Y ojalá disfrutes de tu tiempo aquí, cuqui.

Hizo un gesto de despedida con una mano y se alejó para meterse en un ascensor. Me la quedé mirando todo el tiempo, hasta que se cerraron las puertas metálicas, y mi Doctora, contenta con la situación, tuvo que tirar de mí para sacarme del trance.

—Qué, ¿impaciente?

La miré con una sonrisa bobalicona en mi rostro, la imagen de la vaca con la que acaba de hablar grabada a fuego en mi mente y mi propio miembro amenazando con destrozarme las bragas de lo duro que estaba.

—Mucho.

Nuestro destino era un laboratorio grande, lleno de cachivaches cuya función no podía discernir. Estaba bastante desordenado, con papeles por todos lados y vasos de café vacíos acumulados, y mi atención se dirigió al centro de la habitación, en el que había una silla reclinada con reposos separados para las piernas, como la de una clínica de ginecología.

—¡Paula! ¿Andas por ahí? —preguntó mi Doctora, esperando a que entrase detrás de ella para cerrar la puerta.

—¡Un momento! —llegó una voz, y en seguida entró por otra puerta la chica que nos había estado esperando, cargada de papeles que dejó en un escritorio. Tenía el pelo teñido de rojo chillón, era más bajita que yo, y debíamos de tener alrededor de la misma edad. Lo que más me llamó la atención de ella fue la talla de su pecho: el bulto que había en su bata blanca era… no enteramente implausible, pero fuera de este edificio habría asumido que se había operado. La científica comenzó a prestarnos atención tan pronto acabó de apuntar algo.

—Vaquita, esta es Paula. Es nuestra experta en extracciones y modificación genética. También es bastante despistada; creo que cuanto más tetas se pone más neuronas pierde.

Me sorprendió oír a García ser tan mordaz, pero evidentemente ella y Paula se llevan bien.

—Oh, ¿eres la nueva? Encantada de tenerte con nosotros —me dijo, sacudiendome vigorosamente una mano—, es un placer tener caras nuevas. Y no le hagas caso a Bárbara, está celosa por ser una tabla de planchar.

Me di cuenta entonces de que no había sabido hasta entonces el nombre de pila de mi Doctora, pero, tras pensarlo un momento, decidí que llamarla cualquier cosa que no fuera “Doctora” podía acabar mal para mí.

—Si quisiera parecer parte del ganado creeme que ya me habría colado aquí a tus espaldas. Ahora, ¿ayudas a mi vaquita? Llevo bastante rato jugando con ella, y la pobre está… bueno, que si le dices la cochinada apropiada lo mismo se corre en las bragas.

—¿¡Q-Qué!? —apenas pude reaccionar ante los juegos de mi Doctora; Paula estaba en un santiamén de rodillas enfrente mío, su cara a escasos centímetros del bulto en mi ropa interior.

—Aish, qué cuqui, si hay una manchita donde la punta toca la tela —dijo casualmente, antes de levantarse otra vez y darme la mano—, ¿Tienes nombre, cielo?

Pensé durante unos segundos, pero…

—A-Aún no…

—Bueh, no pasa nada. Ve pensándotelo estos días. Por ahora… ¿vaquita, no?

Asentí rápidamente, y entre las dos me llevaron a la silla en el centro de la sala. Mi Doctora me quitó el collar y me ordenó que me pusiera cómoda; estando el asiento acolchado, no fue muy difícil, aunque tener las piernas separadas no ayudaba ni con el rubor de mis mejillas ni con lo visiblemente excitada que estaba. Paula empezó a teclear algo en un ordenador y zumbidos mecánicos llenaron la sala; y, antes de que me diera cuenta, era incapaz de mover los brazos y las piernas, que habían quedado inmovilizados por una serie de anillas metálicas.

—Tranquila, es más fácil, así —me explicó mi Doctora.

—¡Y más divertido! —añadió Paula, que probablemente encontraba mi repentina expresión de pánico hilarante y adorable—. Mira, vaquita, te voy a explicar: ya sabes que para trabajar aquí vamos a cambiar bastante tu cuerpo. Y de eso me encargaré yo también, claro. Pero antes, nos gusta recoger una muestra de semen sin modificar y ver como reacciona tu cuerpo a una rutina de ordeño. ¿Te parece bien? ¿Todo verde?

Me la quedé mirando unos momentos, intentando poner en orden mis pensamientos y agradeciendo que, aún con todo, realmente se toman aquí en serio el tema del consentimiento. Después de tragar saliva, cerré los ojos y asentí.

—Genial, en ese caso iremos empezando. Bárbara, exponle el pecho, anda.

Me mostré algo confusa, pero mi Doctora no tardó en bajarme el tube top. A la par que Paula tecleaba algo rápidamente, observé pasmada como dos mangueras descendían del techo: estaban hechas de un material transparente, y cada una, en la punta, tenía una especie de campana de vidrio. Su forma de moverse hacía que parecieran tentáculos con voluntad propia, y no me costó mucho adivinar que iba a buscar cada una.

—Por supuesto, vaquita, aún no te va a salir leche de aquí —dijo mi Doctora, acariciándome un pezón antes de retirar la mano—, pero va bien que te vayas acostumbrando a cómo se siente que te ordeñen por todos lados.

No pude responder nada antes de que las dos campanas se adheriesen a mi pecho plano y expuesto, cada pezón en el centro de cada uno. El vidrio estaba frío e hizo que me estremeciera un poco.

—¿Todo bien, preciosidad? —me preguntó Paula mirando por encima de un monitor—. Venga, que ahora viene la parte más divertida. ¡Bragas fuera, por favor!

Mi Doctora puso sus pulgares en el elástico de mi ropa interior; una fuerza en mi quería desesperadamente el poder detenerla, pero incapaz de mover mis pies y manos solo podía forcejear débilmente mientras me bajaba las braguitas, rompiendo eventualmente un hilillo de líquido preseminal que las conectaba a mi glande, dejándola estiradas entre una rodilla y la otra.

Jamás había estado tan avergonzada, ni tan cachonda. Ambas podían ver lo dura que la tenía, como mi miembro palpitaba con cada latido de mi corazón, podían ver lo mojada que estaba, y podían ver que no hacía más que excitarme más y más.

—Joder, si que habrás jugado bien con ella, si la pobrecita está que no puede más. Mira, vaquita, voy a ser buena y te voy a dar vistas de primera fila al espectáculo.

No entendía a qué se refería, ni por qué mi Doctora se tapaba la boca para contener su risa, hasta que vi descender del techo una enorme pantalla plana. Oí el movimiento mecánico de otra manguera, con una cámara en la punta; un par de comandos en el teclado por parte de Paula y la pantalla cobró vida. Casi me desmayo al comprobar que lo que estaba viendo no era más ni menos que una retransmisión en 8K del espacio entre mis piernas, la cámara mostrándome la entrada de mi culito, mis huevos, y mi pene.

—¡P-P-Pero… e-esto…!

—¿Te gusta, vaquita? —preguntó Paula, por encima del creciente número de zumbidos mecánicos—. Si le doy al F1 esto se retransmitirá a todas las pantallas del recinto. Por supuesto, nunca le daría sin tu permiso, pero pensé que te gustaría saberlo.

Estaba retorciéndome tanto como mis ataduras lo permitían, mis caderas moviéndose solas apenas unos milímetros. Intentando buscarle sentido a la situación, dirigí la mirada, desesperada, a la Doctora García.

—¡Pero Doctora! Yo ya puedo ver… ¡no necesito u-una pantalla!

Pero ella, que parecía esperarse esta respuesta, se arrodilló para verme más cara a cara y le hizo una seña con la mano a Paula.

—Oh, puedes ver lo dura que está tu polla, vaquita. Pero no puedes ver tu agujerito follable. Y no pensarías que íbamos a dejar pasar la oportunidad de jugar con él, ¿verdad?

Oí como dos mangueras nuevas se movían por entre mis piernas, algo que la pantalla me dejaba ver con claridad. Una de ellas tenía, en la punta, un consolador transparente, grande, muy grande, y cubierto de alguna sustancia lubricante; la otra tenía en la punta algo parecido a una vulva sintética hecha de silicona; podía ver a través del vidrio el canal estrecho y húmedo al que daba paso.

—Estimular analmente a las trabajadoras aumenta mucho la calidad de la leche —empezó a explicar mi Doctora—. Y la cosa solo mejora cuando os enseñamos como follamos violentamente y os ordeñamos, para que no os podáis sacar nunca de la cabeza exactamente lo que soys. ¿Que te parece? ¿Todo verde?

Sentía que se me iba a fundir la mente. No tenía ni idea de cómo lidiar con el sinfín de sensaciones que estaba experimentando. Estaba temblando, empapada de sudor, con el corazón a mil y la polla tiesa como una roca, con gotas de líquido preseminal saliendo de mi glande y deslizándose hasta mis huevos cada pocos segundos. Era un torbellino de emociones tan fuerte que sentí que se me salían por los ojos, y no pude sino dirigir una mirada sollozante a mi Doctora mientra suplicaba:

—Por favor, Doctora… Paula… f-folladme…

Pensé que sería suficiente, pero las dos científicas compartieron una mirada de cómplices y arquearon las cejas.

—Qué vaca más rara. ¿No debería hacer sonidos de vaca?

—Ya te digo. Si no, no parece que se crea su papel. Aparte, esto es una planta de ordeño, no un burdel.

Estaba al borde del quebranto y me salió un chillido de dentro.

—¡MUUUUUU! ¡MUUUUUUUUUU! ¡POR FAVOR, ORDEÑADME! ¡MUUUUUUU!

Esto pareció, al fin, contentarlas. Compartiendo una sonrisa de diablesa con mi Doctora, Paula pulsó un botón rojo y las mangueras empezaron a actuar. Las campanas de vidrio sobre mi pecho empezaron a succionar inútilmente; después pude observar que la manguera del consolador, muy poco a poco, se colocó contra mi ano, haciendo presión sin llegar a entrar. Poco después, la manguera con la vulva artificial se acercó a mi glande y, apenas rozándolo, empezó a frotar su entrada contra él: muy lentamente rodeaba mi miembro, algo así como un milímetro cada diez segundos.

—...¿¡Q-Qué…!? ¿¡P-Por qué no va más rápido…!? ¡Folladme! ¡Ordeñadme! ¡No puedo más!

Es en este momento cuando, por primera vez, empezaron a reírse a carcajadas. Se pasaron fácilmente un minuto riendose de mí, en cuyo tiempo el consolador apenas me entro y la vulva continuaba su descenso inaguantablemente lento.

—Que creído se lo tienen las nuevas, ¿no?

—Y que lo digas. Vaquita boba, te dije que te ibas a correr: nunca te dije cuándo te ibas a correr, ¿no? Todos saben que la mejor leche viene de vacas mantenidas al borde del orgasmo durante… bueno, idealmente unas ocho horas. Como eres nueva, vamos a ser majas y dejarlo en cuatro horas. ¿Te parece bien?

—Por supuesto —añadió Paula—, si no te parece bien, dilo en cualquier momento. Pararemos todo el proceso, te remuneramos el tiempo que has pasado aquí y te irás a tu casa a hacerte una buena paja. Pero… algo que dice que no quieres eso, ¿verdad?

Estaba desconsolada, intentando desesperadamente mover las caderas para sentir ese consolador más adentro, para meter la mía hasta el fondo en ese agujero artificial. El feed de la pantalla me mostraba lo inútiles que eran mis esfuerzos.

—...Joder… n-necesito correrme… venga... no es justo...

Mi Doctora me agarró de la mandíbula y me miró fijamente a los ojos.

—Vaquita engreída… hagamos una cosa. Vas a estar aquí, al borde del orgasmo, durante ocho horas, lo que sería un día de trabajo normal. Llegado el momento, verás como esa polla de plástico te llega hasta la próstata con cada embestida, como ese coño falso húmedo y caliente te envuelve, te masajea y te ordeña. Y, justo cuando vayas a correrte, va a volver a bajar el ritmo, y tendrás que esperar otro rato más hasta que vuelva a aumentar. Y cuando pasen ocho horas, cuando se te haya roto el espíritu y no tengas huevos de exigir correrte nunca más, solo entonces vas a sentir como las mangueras se mueven a la máxima velocidad posible, sin parar ni un segundo hasta sacarte cada gota de lefa que tengas. Y Paula va a retransmitirlo todo, tu culo, tu polla, tu cara, para que todos vean lo que eres: puedes parar la transmisión cuando quieras solo con decirlo, pero ambas sabemos que no lo harás. Ahora, vas a abrir la boca, te voy a dar un premio por haber llegado hasta el final de la explicación sin tratarme como tu puta, vas a tragar, y me vas a dar las gracias. ¿Entendido?

Con la cara empapada de lágrimas, sollozando abiertamente, sentí como mis labios se separaban por sí solos: inmediatamente, mi Doctora escupió dentro de mi boca. Tragué, y apenas pude murmurar un “Gracias, Doctora” con las fuerzas que me quedaban. Satisfecha, me agarró la mandíbula y me hizo mirar forzosamente a una cámara que se había acercado sigilosamente.

—Oh, por cierto, todos han visto cómo te daba tu premio y me dabas las gracias, vaquita. Sonríe para la cámara, y que no te de vergüenza llorar; así estáis más monas.

Lo último que hizo fue besarme la frente y acariciarme con ternura los huevos, antes de irse hacia la puerta con Paula, que no se esforzaba en contener su risa mientras me deseaba un buen día. Dejaron la habitación a oscuras, iluminada por la luz de las pantallas, el único sonido mis gemidod y el zumbido de juguetes que me daban placer muy, muy lentamente. Y, cada media hora o así, cuando el consolador me machacaba la próstata con cada embestida, cuando sentía un calor húmedo, estrechito y acogedor alrededor de mi polla, hasta el punto de pensar que por fin me iba a correr, y de repente todo paraba en seco y volvía a ser lento y frío, podía leer en una pantalla con mi propia cara, en letras bien grandes, a través de mis lágrimas,

“Una vaca rota es una buena vaca”.