Una ardiente mañana

Dos solitarias y maduras mujeres empiezan una relación, llena de dudas y miedos.

Una ardiente mañana

Laura descansa tranquilamente sobre una gran toalla, extendida sobre una compacta masa de césped  de intenso verdor. El césped, oloroso y fresco, forma parte de la decoración de un jardín de grandes dimensiones, anejo a una hermosa y gran casa de estilo antiguo. Unos muros altos y cubiertos de enredaderas, ocultan el jardín de miradas no deseadas, y procuran una sosegante intimidad. Unos pocos árboles, justo detrás de donde se encuentra Laura, completan el conjunto y le aportan una sombra agradable.

Hoy hace sol, aunque ligeramente cubierto por unas nubes bajas, que dejan ver, de cuando en cuando una parte de un cielo azul suave. Laura, una delgada mujer de piel muy blanca, está desnuda, tumbada boca arriba sobre la toalla, respirando con suavidad, sintiéndose bien, ligera, en paz. Tiene unos cuarenta y pocos años, y su cuerpo no esconde la edad. Sus pechos, pequeños, cuelgan sin firmeza alguna a ambos lados de su costado, coronados por un pequeño par de pezones sonrosados. Sus piernas, largas y bien formadas, también permiten ver la flojedad de los muslos. Los pies, largos y bonitos, con uñas bien cuidadas y pintadas en rojo, dejan ver las venas azules y algunas grietas en los talones.  Laura tiene los brazos a los lados de su cuerpo, sin cubrir parte alguna con ellos. Sus manos también denotan su edad, aunque son de dedos finos y alargados.  A Laura se le ven un poco las costillas por ambos lados, ya que siempre ha sido delgada. Su estómago, prácticamente liso, está coronado por un ombligo pequeño y delicado. No está rasurada y la entrepierna, a la vista, muestra una enmarañada mata de pelos negros, entre los cuales se ha colado alguno de color blanco. Laura es bonita. No de una belleza espectacular, pero si bonita, atractiva. Su rostro ovalado guarda aún algo de la inocencia de antaño, concentrada en sus grandes y hermosos ojos grises. Una boca de labios finos y pequeños y una nariz pequeña y algo respingona, completan el conjunto, enmarcado con una cabellera corta, teñida de color castaño, bastante despeinada. Algunas  arrugas bordean sus ojos y su boca, así como su suave y corto cuello, pero no parecen estar fuera de lugar y le dan a su propietaria la atracción de una madurez bien llevada y aceptada.

-Mmmm- gime Laura- que bien se está aquí.

Su cuerpo desnudo se está calentando por efecto de los rayos solares y Laura decide darse la vuelta, poniéndose boca abajo. Ahora, su hermoso y amplio trasero queda a la vista, con sus blancas y flácidas nalgas, apetecibles, a pesar de se evidente falta de firmeza. El Sol, ahora, calienta directamente su espalda y sus nalgas y Laura aprecia la suavidad de las caricias del astro rey.

Unas caricias cada vez más intensas. La calidez, la lasitud, invaden el cuerpo y la mente de Laura y la mujer se relaja. Y separa las piernas. Este hecho, que fue el origen de todo lo que vino después, no fue premeditado. Simplemente, sucedió. Laura separó las piernas, separó los muslos, y dejó que el calor inundase su sexo. Su mente, igualmente relajada, la llevaba a rememorar las circunstancias que habían favorecido el hecho extraño de encontrarse en aquel lugar, en aquel jardín hermoso, en aquella vetusta casa de veraneo semi- abandonada.

-Mmm. Que calorcito me está subiendo por todo el cuerpo- susurra Laura, para si misma, sonriendo, feliz.

Laura trabaja en unas oficinas públicas. Es una funcionaria y realiza un trabajo administrativo. Está soltera, por un cúmulo de malas decisiones y mala suerte que a veces, en la oscuridad de sus más tristes noches, no se cansa de recordar. En su lugar de trabajo está bien considerada, pero no se puede decir que tenga realmente amigos o amigas. Conocidos, compañeros, si. La típica complicidad desarrollada en los trabajos, y poco más. Su vida social es prácticamente nula y la soledad la acucia cada día más. Sin embargo, una mañana, o mejor dicho, una tarde, al salir del trabajo, estaba lloviendo. En la calle, esperando, vislumbró a otra mujer. Delgada, como ella, o más bien mas delgada que ella; de su misma edad, aproximadamente y- eso le dolió a Laura pensarlo- sencillamente, fea. No es que fuera una mujer horrenda, de esas que asustan en plena noche, pero era fea. Sus ojos saltones y tristes, su frente demasiado grande y abombada, su pelo teñido de rubio apagado, un pelo con poca fuerza, ralo, que enmarcaba de mala manera su rostro vulgar. Su boca de labios gruesos, su nariz un poco demasiado grande…y sus sempiternas gafas. Sus grandes gafas. Porque en ese momento, bajo la lluvia, recordó Laura que conocía a la poco agraciada mujer. Era compañera de trabajo, de una sección cercana a la suya. Alguna que otra vez habían compartido unos saludos, unas frases hechas. Siempre la había visto sola. Y a Laura no le extrañó. La mujer, además, tenía un cuerpo de todo menos atractivo: casi sin cintura, un trasero plano y unos escasos  colgantes pechos, mucho más pequeños que los propios de Laura, que ya eran pequeños. Laura sintió al verla una irrefrenable oleada de compasión, y de afinidad con ella. Cierto, ella, Laura, no podía ser considerada fea de ningún modo, pero también estaba sola. También pasaba por el mundo como si no existiera, como si no importara. Y aquella solitaria mujer, de mirada triste y apagada, la miró. Sus ojos se encontraron con los suyos y Laura vio en ellos una inacabable sed de amistad, una muda petición de ayuda. Fue solo un reflejo, un destello. Luego, la mujer fea, triste y solitaria, bajó la mirada avergonzada y esbozó un saludo. Laura correspondió y se adelantó hacia ella. Llovía con fuerza y era evidente que ambas esperaban un taxi.

-¡Hola!- dijo Laura-Perdona, se que nos hemos visto, se que trabajamos las dos ahí dentro, pero no recuerdo tu nombre…

-Si…si…yo…me llamo Almudena- contestó la mujer, sin dejar de mirar al suelo, casi sin atreverse a levantar la mirada hacia Laura.

-Almudena… ¿Qué te parece si compartimos un taxi? Seguro que podemos hacerlo y así las dos ganamos…pasan pocos por aquí a estas horas.

-De…de acuerdo.

Laura, ahora, tumbada boca abajo, desnuda sobre la toalla, recuerda la mirada de felicidad de Almudena, sus ojos agradecidos. ¡Una compañera se había dignado hablarle, que emoción! Laura y ella hablaron de todo un poco durante el camino a casa, tras coger el taxi. Resultó que no vivían muy lejos la una de la otra. Almudena, poco a poco, fue ganando confianza, aunque sin abandonar del todo, por supuesto, su bloqueante timidez. Al bajar del taxi, se despidieron como amigas, y con la vaga promesa de verse al día siguiente, durante el descanso para comer, en la cafetería.

Laura sonrió, cada vez mas relajada, en su cómoda postura sobre la toalla.

Si, Almudena seguro que pensaba que ella no acudiría al día siguiente a la cita. Por eso, cuando Laura al fin llegó, disculpándose por la tardanza, los ojos de Almudena brillaron de alegría. Laura se sintió útil, se sintió esperada. Eso, sin olvidar que ella misma también estaba sola y que también necesitaba una amiga desesperadamente. Pronto las reuniones en la cafetería se hicieron frecuentes. Y a esas reuniones más o menos profesionales, siguieron auténticas citas de amigas, para ir al cine, pasear, hablar de todo un poco. Almudena se notaba feliz, contenta. Y Laura también lo estaba. Sentía la calidez que las rodeaba cuando estaban juntas, una calidez que podía calificar de felicidad .De cuando en cuando, sus manos se rozaban, y Almudena bajaba la mirada. Pero Laura no le daba importancia al asunto y seguía tan contenta, tan feliz. Entonces, un día, llegó la invitación. Almudena le dijo que podían pasar las vacaciones de verano en una vieja casa casi abandonada de su familia, lejos de la ciudad. Estaba bien cuidada, pero nadie vivía ya allí.

-Claro que si no quieres ir, lo comprenderé- dijo Almudena, bajando la mirada, y esperando la reacción de Laura con no disimulada aprensión.

-¿Estas loca? ¿Rechazar unas vacaciones gratuitas en una mansión de lujo? ¿Contigo, con mi mejor amiga? ¡Claro que no!- exclamó Laura-¿Cuándo nos vamos?

Almudena casi estalla de alegría y ese momento lo recordaba Laura como uno especialmente agradable. Luego, poco después, hicieron las maletas y se pusieron en marcha. Largas horas de viaje en coche y al fin, la casa. A Laura le gustó. Estaba escondida, en un pequeño pueblecito de montaña, y recibía buena luz solar: a Laura le encantaba el Sol.

-¡Es perfecto, Almudena, perfecto!- le dijo sonriente a su amiga. Y Almudena casi se derrite de agradecimiento por las palabras escuchadas.

En fin, eso era todo. Había sido extraño, pero no tanto, se decía Laura mientras se regocijaba al sentir el calorcito penetrar por todos los poros de su cuerpo. Almudena se había ido a hacer la compra y ella tenia un tiempo para la soledad. Así que había decidido desnudarse y tomar el sol. Nunca se lo había planteado a Almudena, no sabía muy bien por qué. Quizá porque el hecho de imaginarse a ellas dos, desnudas, juntas, tomando el sol, le parecía un poco…un poco…no sabía como explicarlo, algo así como sucio…seguro que Almudena no lo aprobaría. Era mejor dejarla en la ignorancia respecto a esa secreta afición suya a tomar el sol desnuda. Ya lo había hecho un par de veces y siempre tenía tiempo de sobra para vestirse antes de que Almudena regresara de sus compras- siempre insistía en hacer ella las compras, en evitarle todo tipo de trabajo.

-En fin- susurró Laura- el hecho es que…me siento extraña.

Y era cierto. No sabía muy bien la razón, pero hoy se sentía extraña. Sería el calor del sol, el cual, combinado con su desnudez, estaba dando un resultado no buscado, al menos en principio.

-Estoy…estoy…excitada. Sexualmente excitada- volvió a susurrarse a si misma Laura, con cierto temor.- Que…que raro…aunque…para ser sincera, no lo es tanto.

Y recordó, que estos últimos días, había sentido la misma extraña y suave excitación, cuando, de modo casual, sus manos habían rozado las manos de Almudena.

-Anoche- murmuró Laura- si, anoche.

Volvió a recordar. La noche pasada, mientras veían televisión y hablaban de cosas intrascendentes, riendo y sintiéndose bien, Laura fijó su vista, sin querer, en las piernas de Almudena, que llevaba puesto un trajecito corto casero, dejando a la vista sus piernas a partir de medio muslo. No eran unas piernas bonitas. Eran delgadas, algo desgarbadas y con la flacidez de los cuarenta y pocos años, pero aún asi, durante una fracción de segundo, Laura se excitó mirando aquellas piernas. Como una tormenta imprevista, durante un instante, su mente se vio superada por una invasión de imágenes extrañas, imágenes de sexo y de amor con Almudena. Rápidamente apartadas, no dejaron de ser una anécdota, pero ahora, aquí, desnuda y excitada, tumbada al sol de la mañana, Laura volvió a recordarlas.

-Tonterías- se dijo. Y se esforzó en olvidar dichas imágenes, asi como toda referencia a Almudena. Eso si, no dejó de sentirse excitada, así que, suavemente, comenzó a acariciarse el sexo, sin pensar en nada, dejándose invadir por la deliciosa sensación del placer solitario. Laura arquea un poco la espalda y levanta ligeramente el trasero, separando los muslos, para facilitarse a si misma la labor.

-Tengo…tengo tiempo…todavía no regresará hasta dentro de una hora o así…puedo…terminar mucho antes de que llegue. No pasa nada. Ya he tomado el sol desnuda aquí otras veces. Ahora, solo se trata de añadir algo de…diversión…eso es…y Almudena no tiene por qué saberlo. Tengo tiempo.

Convencida en cuanto a sus posibilidades de masturbarse desnuda sobre la toalla sin correr el peligro de ser descubierta, pasó, brevemente, a analizar el hecho de que le parecía vergonzoso hacerlo allí, en la casa de Almudena, en una casa ajena a la que había sido invitada. No estaba bien. No, no lo estaba, pero ahora ya no podía parar. Se sentía realmente caliente, y su vientre y su sexo le ardían. Tenía que masturbarse.

Y lo hizo. Desnuda, boca abajo, con las piernas separadas, el trasero alzado todo lo que podía, y una mano acariciando la entrepierna, con un par de dedos destacados, penetrando en su sexo, se masturbó.

Almudena – vestida como siempre, con unos pantalones anchos de color oscuro, una blusa tan desgarbada como ella y unos zapatos planos que apenas cubrían sus grandes pies- regresaba a casa, cargada con las bolsas de la compra. Hacía sol, hacía un día perfecto y se sentía bien, feliz, increíblemente feliz. Y sabía la razón: Laura. Laura era la razón de su felicidad. No quería, no podía profundizar en la razón última de aquella felicidad, no quería saber si en realidad, en lo más oculto, deseaba sexualmente a Laura. No, eso estaba fuera de discusión. Tenía que concentrarse en lo importante: por primera vez en muchísimo tiempo, tenía a alguien a su lado, a una amiga, y no iba a hacer nada que pudiera provocar su huida. No, ni hablar. Ella, Almudena, la fea Almudena, la mujer olvidada, la mujer que nadie apreciaba, la mujer que, prácticamente, no existía, ahora, tenía una amiga. ¡Y se sentía tan feliz! Quería saltar, correr, bailar, cantar…pero no lo hacía. Continuaba caminando, cabizbaja, como siempre, pero con una sonrisa en la boca.

A veces, por las noches, la mente se le escapaba y pensaba en Laura. Generalmente, pensaba en ella como en una gran amiga, su mejor amiga. Se imaginaba haciendo con ella todos los viajes y descubrimientos turísticos que siempre había deseado hacer, se imaginaba saliendo de compras con ella una y otra vez, riendo, desbordantes ambas de felicidad. Y se sentía bien cuando imaginaba tales cosas, porque no estaban basadas en mentiras o en vanos deseos. Realmente, había ido de compras con Laura, realmente , había paseado con ella y habían hablado de todo un poco y se habían reído y…Pero también, en esas noches oscuras, la mente le jugaba malas pasadas y, saltándose todas sus prevenciones, de pronto, le presentaba una imagen de Laura. De Laura desnuda, tal y como creía ella que debía ser Laura si se quitaba toda la ropa. Y entonces, se llevaba una mano a la entrepierna y durante unos instantes, apagaba la sed de sexo que la atormentaba con unas pocas caricias, mientras dejaba a su mente jugar con la imagen de una Laura desnuda y complaciente. Sin embargo, siempre recobraba el control. Siempre, avergonzada, dejaba de acariciarse y hacía todos los esfuerzos por dormirse y olvidar.

No, no debía dejarse llevar por pervertidas imaginaciones. Debía aprovechar la amistad de Laura y no dejarla escapar. Una amistad limpia y sincera, sin ninguna connotación sexual. Ella no era una lesbiana, y esas imaginaciones debían ser solo extraños ramalazos de su mente desbocada, extrañada como ella de tener una verdadera amiga.

Con esos pensamientos, Almudena, reconfortada al fin, regresó a casa. Hoy, había terminado mucho antes la compra en el supermercado, pues había muy poca gente, cosa rara. ¡Que contenta se pondría Laura al ver todo lo que había comprado!

Para sorprenderla, entró con total sigilo en la casa, sin hacer ruido. Se dirigió a la cocina y depositó las bolsas en la mesa. Luego, miró con indiferencia hacia el jardín. Si, había una gran ventana en la cocina y daba al jardín, justo delante de dónde se encontraba Laura tomando el sol. Almudena, primero, al ver allí a su amiga, sonrió y se dio la vuelta, sin comprender lo que había visto. Luego, con los ojos desorbitados, volvió a mirar, con el corazón palpitándole de emoción.

Laura estaba desnuda. Laura estaba total y completamente desnuda, tumbada sobre una toalla, sobre el césped. Pero eso no era todo. Almudena tragó saliva y se quedó petrificada en donde estaba, como hechizada. Porque Laura no se limitaba a tomar el sol desnuda; Laura se estaba masturbando, boca abajo, con el trasero ligeramente levantado. Desde donde se encontraba, Almudena, a través del cristal, podía ver el sexo sonrosado de Laura, rodeado por abundantes pelos negros. Y también podía ver con total claridad como Laura se metía y se sacaba del sexo un dedo. Un largo y bello dedito blanco que penetraba una y otra vez en el sexo abierto.

Almudena no sabía donde mirar. Primero, se deleitó mirando el sexo de su amiga. Luego, pensó que tenía a la vista el hermoso trasero de Laura y le dedicó amplias y apreciativas miradas. Y después, no pasó por alto la espalda, blanca y arqueada, ni las deliciosas y bien formadas piernas, y sus pies desnudos, con las plantas sonrosadas y aquellos maravillosos y desnudos deditos…Almudena empezó a excitarse. Un intenso calor subió como un horno desde su bajo vientre y amenazó con volverla loca de deseo. Intentó contenerse y pensó que estaba mal que espiara a su amiga; evidentemente, Laura pensaba que se encontraba sola en la casa y no sabía que estaba siendo observada. Era indecente, era una traición mirar a Laura mientras se estaba masturbando allí, sobre el césped, desnuda. Almudena sintió que estaba mal, y también sintió una gran ternura hacia Laura. Al verla allí, tumbada, desnuda, le pareció tan vulnerable…tan sola. Nunca lo había pensado, pero ahora veía que Laura también estaba sola.

-Pobrecita- murmuró Almudena, tiernamente emocionada. Pero su excitación iba en aumento. Laura también estaba cada vez más excitada, pues se notaba en la rapidez y contundencia de sus movimientos. Almudena comprendió que a Laura le faltaba muy poco para alcanzar el orgasmo. ¿Qué hacer? Por un momento, tuvo una loca idea: desnudarse y presentarse de sopetón ante Laura. En el ardor del momento, pensó que no estaría mal la idea, pues Laura, que aún no se había corrido, estaría tan excitada que la acogería con gusto y luego, las dos, disfrutarían juntas de una maravillosa sesión de sexo lésbico. Aterrada por su propio atrevimiento, Almudena jugó durante unos instantes con la idea, sintiendo que el calor que venía desde su entrepierna era demasiado fuerte para resistirse. Así, casi sin saber lo que hacía, se desabrochó el cinturón del pantalón y luego el pantalón mismo. Después, se bajó la cremallera y empujó los pantalones hacia abajo, dejándolos arrollados en torno a sus rodillas. Los latidos de su corazón eran tan fuertes, que temió que Laura los oyera. Excitada, se bajó las grandes bragas blancas que cubrían sus partes más intimas y deslizó una de sus manos sobre su entrepierna. El contacto de sus dedos con sus propios pelos púbicos fue electrizante, pero aún lo fue más el roce con los labios de su sexo hambriento. Con las bragas y los pantalones a medio bajar, con una de sus manos asida al borde marmóreo de la encimera que rodeaba la gran ventana que daba al jardín, y con la otra mano acariciándose dulcemente su propio sexo, Almudena disfrutó de unos instantes de verdadero y casi inenarrable placer, mientras miraba, boquiabierta, como Laura, desnuda, se masturbaba delante de ella.

Laura estaba perdiéndose en un mar de placeres irresistibles. Ya no sabía si había pasado mucho o poco tiempo, si Almudena estaba o no a punto de regresar. Solo le importaba el delicioso placer sexual que estaba experimentando, más intenso por haber pasado mucho tiempo desde la última vez que se había masturbado. Realmente, Laura estaba asombrada al comprobar cuanto necesitaba su cuerpo un orgasmo, después de tanto tiempo negándoselo. Ahora, ni siquiera recordaba con claridad dónde estaba, y si lo recordaba, no le importaba nada el hecho de estar totalmente desnuda, masturbándose en una casa ajena, en la casa de una buena amiga que en cualquier momento podía regresar. Sabiendo que estaba a punto de alcanzar el orgasmo, Laura decidió hacerlo más placentero. Así, alzó todavía más el trasero y se puso de rodillas, con la espalda totalmente inclinada hacia adelante, hacia abajo, y la cara aplastada contra la toalla. Para completar, se abrió por completo de piernas, separando los muslos al máximo.

Almudena ahogó un gemido de sorpresa. La nueva postura de Laura era realmente obscena y ahora podía verle, no solo el sexo al completo, sino también- como comprobó, ahogando otro gemido- el agujero anal. Era el momento álgido. Si iba a hacer algo, si iba a intervenir, si iba a acercarse a Laura, para aprovechar su intensa excitación sexual, debía hacerlo ahora, pues era evidente que su amiga se preparaba para la inminente llegada del orgasmo. Almudena se introdujo un dedo en el sexo y empezó a moverlo, mojándose más intensamente. Si algo debía hacerse, debía hacerse ahora…Y entonces, dejó de masturbarse. Tuvo la fuerza de voluntad suficiente para detener su dedo e imaginar qué podría ocurrir si intervenía intempestivamente e interrumpía a Laura en plena masturbación. Lo que le vino a la mente, producto de muchos años de derrotas e insatisfacciones, fue demoledor. Primero, una imagen de Laura, sorprendida, tapándose avergonzada sus partes más íntimas. Y luego, otra imagen. Laura, al comprobar que Almudena abriga hacia ella intenciones sexuales, sale de allí corriendo, asustada, e indignada. Los gritos y las súplicas de Almudena no son eficaces y Laura se viste, corre, y huye de la casa, y de su vida, para siempre. Ante tamaña implicación, la excitación de Almudena decrece un poco. Su momento ha pasado. Justo entonces, un gemido de placer traspasa el cristal y ve como un chorro de jugos femeninos sale disparado del sexo de Laura. Por fin, su amiga ha alcanzado el orgasmo.

Laura, tras correrse, cae al suelo en la misma postura que tenía al principio, esto es, boca abajo, con las piernas estiradas, si bien ahora, debido al intenso orgasmo, mantiene las piernas separadas y los brazos casi en cruz, fuera de la toalla. Almudena aprovecha para subirse las bragas y los pantalones. Una vez compuesta, y aunque le arde la cara de excitación, traza un sencillo plan. Retrocederá y volverá a entrar, esta vez haciendo todo el ruido posible, para darle tiempo a Laura a huir del jardín y ponerse algo encima. Así, cuando se vieran, sería como si nada hubiese pasado. Además, aunque también existe la posibilidad de hacer su entrada en el jardín ahora, vestida, sin dejar a Laura tiempo para vestirse, eso solo le produciría el fugaz placer de admirar la desnudez de su amiga durante unos minutos. Luego, seguro que Laura, avergonzada, se iría a su habitación y durante el resto de las vacaciones ya nunca más se tendería al sol desnuda. No, eso no podía ser. Almudena, sintiéndolo mucho por Laura, no quiere eso. Lo que quiere es que Laura continúe tumbándose al sol, desnuda, totalmente desnuda. Y que lo haga una y otra vez, con más y más confianza. Y no solo eso. Desea que Laura, espoleada por el éxito de esta  primera vez – si es que esa ha sido la primera vez que se masturba, que eso Almudena no lo sabe – vuelva a repetirlo una y otra vez.  Así, ella podrá espiarla, podrá admirarla, en secreto, deleitándose y, quizá, masturbándose a su vez mientras ve como Laura se masturba. La perspectiva de tamaña recompensa la abruma.

Recorriendo en silencio el camino de vuelta a la entrada de la casa, recogiendo incluso las bolsas de la compra, Almudena no puede evitar sentirse mal: después de todo, ha visto algo que no debía haber visto, ha visto a su mejor- a su única- amiga, desnuda, masturbándose. Se siente como una espía, como una traidora que ha sorprendido un momento de intimidad que debía permanecer oculto. Vuelve a sentir pena, y ternura, por Laura, pero no puede volverse atrás; sus más oscuras fantasías se han hecho realidad y no puede retroceder, no puede, sencillamente. Tiene a su alcance la posibilidad de ver desnuda a Laura una, dos, quien sabe cuantas veces, y no lo va a estropear. No, siempre se arrepentiría si lo hiciera. Así pues, sigue adelante con su plan y sale a la calle. Una vez frente a la cancela de entrada, trajina estruendosamente con las llaves y permite que, tontamente, se le caigan al suelo. Luego, entra en la casa, despacio, muy despacio, y pisando fuerte. Es vital que Laura la oiga y ponga pies en polvorosa.

Laura, satisfecha tras el potente orgasmo experimentado, yace boca abajo sobre la toalla. Tiene el trasero ligeramente levantado todavía, pues mantiene las piernas muy abiertas. Siente los muslos mojados, siente su sexo mojado. Toda ella se siente mojada. Poco a poco, empieza a recuperarse y lleva, con precaución, una mano a su entrepierna. Efectivamente, está muy mojada. Sus dedos regresan de la exploración embadurnados en jugos cremosos y calientes. Palpa bajo sus muslos la toalla y, como pensaba, comprueba que también la ha manchado en abundancia. La toalla está también, mojada.

-Debo levantarme y…-

En ese momento, oye un ruido. ¡La puerta de la calle! ¡Almudena regresa de la compra! Asustada, avergonzada, pierde unos segundos sin saber qué hacer. Oye como a Almudena se le caen las llaves al suelo…tan despistada como siempre. Sonríe, a su pesar, y con la cara roja por la vergüenza y el reciente orgasmo, se levanta con sigilo y recoge la toalla. Se siente mojada, se siente pringosa, sobre todo en la entrepierna, pero tiene que salir de allí pronto. Desnuda, entra en la casa por la puerta del salón y sube hasta su habitación. Corre, descalza, y teme encontrarse a la pura y limpia Almudena en cualquier momento. ¿Y qué le diría? ¿Como justificaría su injustificable conducta? Está desnuda, está mojada…es seguro que incluso huele a sexo. Debe ducharse, ponerse perfume, y rápido. Al fin, la habitación. Cierra por dentro, justo a tiempo, pues ya oye a Almudena llamándola.

-¡Ya…ya voy…es que…estoy dándome una ducha…ahora mismo bajo, Almudena!- le grita desde la seguridad de su habitación cerrada, sintiéndose, al fin, a salvo, aunque con una sucia sensación de traición, de perversión, que no la abandona. Minutos más tarde, bajo la ducha, la desnuda cuarentona se deja seducir por el placer del agua caliente y se permite, por un momento, olvidar todo lo que ha pasado. Y es que, en definitiva, todo ha salido bien. Se ha desnudado, ha tomado el sol, y, bueno, si, se ha masturbado, pero nadie la ha visto. Ha escapado. Y sigue teniendo una buena amiga con la que compartir la vida. No quiere ni pensar qué habría pasado si Almudena llega a descubrirla allí tirada, desnuda, masturbándose, sobre todo con la postura tan obscena y sucia que adoptó al final.

Abajo, Almudena oye correr el agua. El corazón le palpita, pues no puede parar de imaginarse a Laura, desnuda, bajo la ducha. Ahora que la ha visto de verdad, ahora que ha disfrutado de varios minutos viéndola desnuda, sabe que ya nunca podrá olvidarla y que ya nada volverá a ser igual. El amplio y hermoso trasero de Laura, sus nalgas tan blancas y preciosas, sus maravillosas piernas, tan bien moldeadas, sus bonitos pies, con aquellos deditos tan lindos…No, no podrá olvidarla.

Y no lo hará. Almudena está segura de que Laura volverá a tomar el sol, desnuda, totalmente desnuda, en su jardín. Y cuando vuelva a hacerlo, ella estará allí, de nuevo, mirándola, admirándola. Con un poco de suerte, está segura, Laura, una vez más, se masturbará delante mismo de ella, sin saberlo. Y asi debe ser, piensa Almudena, porque si alguna vez llega a romperse el hechizo, si alguna vez pierde la compostura y osa interrumpir a Laura, y ésta se percata de su presencia, todo habrá acabado. Está segura de que Laura no querrá saber ya nunca más nada de ella. Está segura de que Laura la rechazará, con horror, y la dejará sola, sola y avergonzada, si alguna vez ella, Almudena, la pobre y triste Almudena, se atreve a suplicar una relación más íntima. Pero eso no pasará. Mirará, eso será todo. Adoptará el papel de una mirona. Así, por una parte satisfará un poco su deseo sexual  y, por otra parte, podrá disfrutar de la amistad de Laura.

Sonriendo con tristeza, Almudena baja las escaleras.