Una amistad nos abre los ojos

Aliviando la soledad de nuestro amigo, descubrimos un mundo que no habíamos imaginado

En estas líneas intentaré relatarles los primeros momentos de la experiencia que nos llevó a mi esposa María Inés y a mí a recorrer un camino de sensualidad y placer que transformó nuestra vida sexual y afectiva, casi sin meditarlo. Vivimos en una ciudad del centro de la provincia de Misiones, en Argentina, y los hechos se dieron en los últimos días de noviembre de 2008, cuando el calor y la humedad ya se habían adueñado del ambiente.

Aquella noche, como tantas otras veces, nos habíamos reunido con nuestro amigo Hugo, quien todavía vivía sólo. Había sido una tarde pesada, cargada de tormentas que no se desataban, y la humedad y la temperatura agobiaban. Ante la inestabilidad del clima y la falta de dinero, nos decidimos a ver las series de diapositivas que acabábamos de revelar, y que ilustraban nuestro reciente viaje al noroeste con mi mujer. Yo operaba el proyector, viejo y manual, mientras María Inés  —sentada junto a Hugo en el sillón grande— daba las explicaciones de lugares, personas y circunstancias, con las inevitables risas y cargadas por parte de Hugo. La sala, abierta hacia el jardín oscuro, sólo estaba iluminada por los cambiantes resplandores de la proyección, casi siempre adecuada y agradable. Yo usaba un taburete alto como mesa de apoyo para el aparato, mientras que me servía de una repisa contigua para ordenar las fotos. Esa repisa remataba en una pequeña alzada espejada.

En un momento determinado, mientras buscaba una diapositiva fuera de orden, dejé el proyector sin imagen, por lo que la luz daba de lleno en la blancura de la pantalla, dejando mucha claridad en todo el ambiente. En ese instante un reflejo de la repisa me llamó la atención: el espejo me devolvía la figura de mi mujer, de piernas cruzadas, y parte de la de Hugo. Pero había algo allí que me atrajo como un imán. La mano derecha de nuestro amigo descansaba muy cerca de las piernas de María Inés, tan cerca que parecía que las rozaba...y no sólo parecía...en realidad las rozaba; con movimientos imperceptibles y disimulados, las acariciaba, recorriendo lentamente desde las rodillas hacia los muslos, arrastrando hacia atrás el borde de la falda. Y lo más sorprendente no eran esos movimientos subrepticios, sino que las piernas objeto de las caricias —lejos de reaccionar tomando distancia— parecían reír de satisfacción como su dueña.

De más está decir que, cuando tuve que dar crédito a lo que me decían mis ojos, los nervios se apoderaron de cada uno de mis músculos en forma totalmente independiente. En menos de un minuto trabé por torpeza el precario mecanismo del proyector, y los intentos por repararlo no hicieron más que aumentar el atasco y mi propio nerviosismo. En seguida Hugo se acercó para colaborar, pero todo fue inútil. La escena se desarmó, los protagonistas se dispersaron y la magia del momento se disolvió en charlas intrascendentes. La sesión de fotos concluyó con palabras sueltas que expresaban más lo que ocultábamos cada uno en su corazón que lo que realmente significaban.

Tras las despedidas quedamos solos, pero no dije nada. Esa noche, aunque María Inés lo intentó por mil caminos, no logré ni física ni emocionalmente ponerme en situación de amante.  Sin embargo, en mi cabeza giraban una y otra vez las escenas vislumbradas a través de un simple reflejo, obsesivamente, sobredimensionadas, como en una pesadilla sin terror, pero colmadas de ansiedades. Ni en ese momento ni en los días siguientes.

Los días pasaron desesperadamente lentos esa semana. Cuando llegó el sábado invité a nuestro amigo a cenar a casa. Hasta había conseguido un dorado para la parrilla con el propósito de asegurarme su aceptación.

Esa noche todos mis sentidos estaban alerta y preparados para captar hasta el más mínimo signo de un sentimiento o de una relación. Hugo llegó puntual con un par de botellas de vino, y mi mujer y yo lo esperábamos con una picada ya servida en la galería que daba hacia el jardín. Charlamos por un rato sobre los últimos chismes laborales o sobre las últimas noticias de su familia en Córdoba, y nada indicaba que hubiera otra cosa que una amistad o un compañerismo como cualquier otro.

En un momento, aprovechando una llamada telefónica equivocada, me inventé la necesidad de una salida breve hasta la oficina para entregar unas llaves, y tomando el auto, me fui. Sin embargo, estacionando a pocos metros, volví sobre lo andado, y entrando furtivamente a mi propia casa, me oculté tras unas azaleas que bordeaban la galería por el lado que miraba hacia el jardín, y que servían precisamente como separadores visuales para proteger la privacidad de ese ambiente. Desde allí pude observar en forma privilegiada lo que acontecía, sin correr ningún riesgo de ser descubierto.

Al principio todo siguió su curso normal. Charlaban con naturalidad y animación, cada cual sentado en sus sillas. Pero al momento en que mi esposa se levantó para servir vino en los respectivos vasos, Hugo la rodeó con sus brazos por los muslos, atrayéndola hacia sí. Entre sonrisas silenciosas, María Inés pareció resistirse levemente, pero cedió con suavidad a la presión. Nuestro amigo, animado por la actitud permisiva de María Inés, comenzó a acariciarla, recorriendo con sus manos las piernas de mi mujer, subiendo por ellas hasta perderse bajo las faldas. Al sentir esas manos recorriendo sus caderas, sus nalgas, María Inés pareció entregarse a la voluptuosidad del momento. Sus manos, lentamente, fueron levantando el vestido, descubriendo paulatinamente los muslos y la punta de su pequeña tanga negra. Hugo, incrédulo, no tardó ni tres segundos en hundir su rostro en esas intimidades, mientras María Inés lo atraía hacia sí rodeando con uno de sus brazos la cabeza de nuestro amigo, mientras con el otro seguía elevando su falda.

Cuando las manos de Hugo, que hasta ese momento recorrían las nalgas de mi mujer por debajo de la tanga, comenzaron a tironear de ésta para bajársela, yo no aguanté más la terrible mezcla de sensaciones y de sentimientos. Un torbellino de celos insoportables se mezclaba con la fascinación de ver a María Inés entregada a otro hombre, y mi excitación, que parecía no aceptar límites. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, me alejé de allí sin ser descubierto, y a la carrera alcancé mi auto y volví como loco a casa. Cuando llegué a la galería, ambos conversaban plácidamente sobre los estrenos cinematográficos de la semana, sentados cada uno en el extremo opuesto del otro. Sólo un rubor en las mejillas de mi esposa y los desbocados latidos de mi corazón denunciaban vagamente la hoguera de los instantes previos.

El dorado estuvo riquísimo, los vinos insuperables, pero la conversación de esa noche fue francamente errática, sin rumbo. Era obvio que cada uno tenía en la cabeza un tema muy distinto del que aludían los labios. La reunión no sobrevivió más de cuarenta minutos a los postres, y pretextando un cansancio real, nuestro invitado se despidió  antes de la media noche. Ya en la cama, con María Inés nos atacamos mutuamente con salvajismo, como si tras la batalla sexual uno de los dos pudiera perder la vida. Nada dijimos entonces de lo ocurrido, aunque estoy seguro de que se confundían en nuestras mentes las sensaciones, las caricias y las escenas vividas horas antes. Y nada dijimos en los días posteriores, cuando la voraz sensualidad apenas había decaído.

Sin embargo, el jueves de esa semana se presentó la ocasión de dar el paso definitivo, sin retorno. La noche de esa día mirábamos televisión con María Inés, ambos ocupando el sillón grande, ella semirecostada sobre mí, con los pies sobre el mismo sillón, mientras yo la rodeaba desde atrás con mis brazos. La película era una policial inglesa, en la cual la trama giraba en torno a un triángulo amoroso, conocido y consentido por sus integrantes. Cuando acabó, vi nítida la oportunidad, y —no se aun si para bien o para mal— la aproveché.

—Decime...—me atreví— ¿No te interesaría a vos algo parecido?

—¿Algo parecido a qué?— me respondió María Inés con tono distraído, mientras seguíamos viendo pasar los títulos del final.

—Algo parecido a lo de la película— insistí. Y ya lanzado, agregué:

—¿No te gustaría formar un trío?

—¿Formar un trío?— y no había nada en su expresión ni en su actitud que denotara preocupación o interés especial en lo que decíamos. Y agregó:

—¿Cómo formar un trío?

—Y...sí. Incorporar a otra persona en nuestras relaciones...

—¿Querés traer una amiguita con nosotros?— y asumiendo en broma un tono de terrible ofendida, agregó:

—¡Le arrancaría los ojos yo a tu amiguita...!¡le harías correr un serio riesgo de perder la vida a tu amiguita...!

Reímos juntos por un momento, pero inmediatamente le pregunté:

—¿Y si fuera al revés?

—¿Cómo al revés...?

—¿Y si en vez de una amiguita fuera un amiguito? ¿Te gustaría...?

Entonces, por primera vez, sentí en los músculos de su espalda una leve tensión, que también se le traspasó a la voz:

—No te entiendo…¿Qué querés decir…?

—¿No te gustaría que alguien que te agrade se suba a la cama con nosotros…?

Hubo un breve silencio, sin respuesta, pero en seguida estalló:

—¡Vos estás loco! ¡Mirá lo que decís! Ahora lo único que...

—Te vi la otra noche con Hugo...en la galería— la interrumpí como clavándole un puñal, con el corazón en la boca.  Su espalda se puso rígida, y de inmediato se enderezó, separándose de mí, aunque continuó sentada. El silencio que nos envolvió aturdía más que cien alaridos. Se incorporó, y sin decir palabras, caminó sin mirarme por la habitación durante varios minutos. Por fin, deteniéndose, me miró con el rostro blanco, y con una voz increíblemente serena, me dijo:

—Lo de la otra noche fue un momento, un gesto...pero no significó nada. Lo vi tan solo, tan ansioso...

—Por eso te decía —la interrumpí— que si te atraía Hugo, o cualquier otro, que no tenías más que decírmelo. Yo sabré comprender...

Me miró por unos segundos en silencio, sorprendida:

—¿Es que acaso no te importa si me acuesto con otro?— me dijo por fin, casi a punto de llorar.

—Por el contrario, mi amor. Claro que me importa, y mucho. Porque si algo hace a tu felicidad, eso es vital para mí. Sólo que creo que si Hugo te gusta, lejos de ser un problema, puede ser una realización para vos. Y creo que nuestro amor es suficientemente fuerte como para disfrutarlo sin herirnos...

Otra vez caminó en silencio, pero a los pocos instantes, ya un poco más distendida, volvió a sentarse junto a mí, recostándose sobre mi pecho, como al principio. Con voz calmada, pero llena de curiosidad, me preguntó:

—¿Y qué sentiste cuando me viste con Hugo?

—Excitación...—le respondí— Una terrible excitación. Y unas ganas de que continuaran...

Y mientras le confesaba mis sensaciones, comencé a desprenderle la blusa y a acariciar sus senos. A los pocos minutos, ya desnudos, hacíamos el amor como enloquecidos, hasta quedar exhaustos. Ya en el borde del sueño, en el punto intermedio de la semiinconsciencia, escuché que me hacía aún una pregunta:

—Así que te excitó ver como Hugo me acariciaba...¿Y qué otra cosa te excitaría más?

Y me escuché a mí mismo responderle entre sueños:

—Verte cogida por Hugo...

Al cabo de unos días llegaban las fiestas de fin de año, y nuestro amigo se iría para pasarlas con su familia. Organizamos, a modo de despedida, una cena fría para ese último sábado juntos, al menos en ese año.

Faltaban aún dos horas para que llegara nuestro invitado cuando María Inés me llamó.

—Decime, ¿qué ropa me pongo?

—¿Y desde cuándo me consultás? Ponete la que quieras. Para mí siempre estarás hermosa...

Entonces extendió unas prendas sobre nuestra cama, e insistió:

—¿Te parecen éstas?

Tenía ante mí una falda roja y ancha, que yo conocía muy bien por el enorme tajo que la recorría en todo su largo, al frente. Era una de mis preferidas. Y también una blusa de seda transparente, de un blanco apagado. Completaba el conjunto una pequeña tanga roja. La miré con una sonrisa y le dije:

—¿No falta el corpiño?

—Eso depende de vos— me contestó con soltura.

—¿Estás segura? ¿Hasta donde querés llegar?

Me miró a los ojos serenamente, y mientras se dibujaba una sonrisa entre sus labios, me dijo:

—Hasta donde vos quieras...

—Entonces...me parece bien la ropa...sin corpiño.

Imprevistamente, llamaron a la puerta. Nuestro invitado se había adelantado casi una hora a lo esperado, así que rápidamente improvisamos un picado hasta que María Inés se bañara y se cambiara. Nos sentamos en la galería, y entre mi mujer y yo servimos unos fiambres y vino blanco helado. Luego, nos sentamos con Hugo, mientras mi esposa se retiraba a nuestras habitaciones.

A éstas se llegaba por un pasillo, al final del cual estaba el baño, y a la izquierda el dormitorio. Este pasillo se cerraba habitualmente con una puerta intermedia para que el baño o el movimiento interno no quedase a la vista de los que —como nosotros— ocupaban la galería. Sin embargo, María Inés dejó esa puerta abierta y entró al dormitorio.

Comenzamos a charlar de cosas sueltas, pensando en el fin de año que se aproximaba. Hasta que volvió a aparecer mi esposa al fondo del pasillo. Los dos callamos, y en silencio observamos la escena. María Inés, como si no nos viera, prendió la luz del baño, y con la puerta aún abierta, comenzó a desvestirse. Se desabrochó la blusa y se la quitó. Bajó el cierre de su falda, dejándola caer al suelo. Abrió la llave del agua caliente. Se volvió hacia nosotros y, mirándonos, se desabrochó el corpiño, dejándolo caer por sus brazos. Luego se volvió hacia la ducha, probó con la mano la temperatura del agua, y aparentemente satisfecha, nuevamente se volvió hacia nosotros, y lentamente, mientras nos medía con la mirada, fue quitándose la tanga hasta que cayó silenciosa, dejándola totalmente desnuda ante nuestros ojos. Entonces, cerró la puerta.

No nos dijimos nada con Hugo, pero el silencio denso aturdía como un alarido. Yo escuchaba el latido de mi corazón retumbando desbocado en mis oídos, mientras la sequedad de la boca me llamó a la realidad, pidiendo un trago urgente. Lo mismo debía pasarle a Hugo, porque ambos, tras los momentos de estupor, nos abalanzamos sobre nuestros vasos. Y si bien alguno de los dos mencionó algo sobre el tiempo y el calor, no llegó a armarse una nueva conversación, sino, a lo sumo, un monólogo a dúo, como de dos idiotas que tratan de entenderse mediante monosílabos que nada dicen.

Al cabo de cinco o seis minutos, volvió a abrirse la puerta, y nuevamente mi mujer —esta vez envuelta en un toallón— cruzó ante nuestros ojos rumbo al dormitorio. Otra vez el silencio embobado de nosotros dos. Bebimos mirando al vacío, hasta que —precedida por su taconear y su perfume— María Inés se incorporó a la reunión.

Lucía despampanante, como para matar de infartos a su paso. Su blusa, casi traslúcida, jugaba con las medias luces y las sombras para mostrar y no mostrar sus encantos, y los botones desprendidos abrían abismos de una inquietante profundidad. El tajo de su falda, suelto en toda su longitud, mostraba como relámpagos sus piernas reflejando la escasa luz del ambiente. Su sonrisa, tanto como su perfume, nos envolvió anulando nuestra capacidad de reacción, dejándonos absortos ante tanto encanto.

—¿Qué les pasa? —preguntó con ironía. —Parece que hubieran visto fantasmas...¿o fue una sirena...?

Y habiendo terminado de servir la cena fría en la mesita de la sala, nos invitó a pasar y acomodarnos. Yo ocupé rápidamente el sillón solitario, dejando a mi mujer y a Hugo el sillón grande. Y servidas las copas y hechos los brindis iniciales, comenzamos a comer.

La charla se armó con facilidad en torno a los distintos acontecimientos del año, y a las perspectivas del año próximo tan cercano. Y si bien nuestro amigo no quitaba los ojos del escote de María Inés, especialmente en los momentos en que ésta se servía, la situación parecía del todo estancada. Así que opté por dar un empujón a la situación.

—¿Qué les parece un poco de música?— pregunté por formulismo, mientras me incorporaba para dirigirme al equipo acústico.

—¡Algo suave...! —alcanzó a acotar María Inés. —Para que no interrumpa la conversación...— agregó como explicación.

Como invitados especiales para la ocasión, unos compactos de viejos boleros saltaron ante mí. Tras ordenarlos y colocarlos, volví a sentarme. Sólo que no lo hice en mi anterior sillón, sino que ocupé el lado libre junto a mi esposa, obligándolos a hacerme lugar juntándose un poco entre ellos. La maniobra no pasó desapercibida para María Inés, que enseguida entendió la intención.

Ella se recostó levemente sobre mí, de espaldas, permitiendo que la rodeara por los hombros con mi brazo izquierdo. Y mientras continuamos charlando con animación, lentamente comencé a jugar con los bordes de la blusa de mi mujer. El jugueteo pronto se convirtió en caricias sobre el cuello y los hombros, y a los pocos minutos mis manos alcanzaban el nacimiento de los senos en movimientos cada vez más profundos. María Inés sintió las caricias y me dejó hacer, abandonándose a los acontecimientos. En tanto, Hugo no podía apartar los ojos de las alternativas de mis manos en una zona tan crítica como el escote de mi mujer. Sobre todo cuando acometí contra el primero de los tres botones que apenas cerraban su blusa. Cuando cedió, el escote logró una amplitud absolutamente inquietante, a través de la cual invadió mi mano las bellas colinas que se le ofrecían, ya sin ningún disimulo. Comencé a besarle el cuello, a acariciarle con mis labios la oreja y las líneas de su rostro, mientras sentía cómo su cuerpo se entregaba a tantas sensaciones.

Era obvio que la conversación había muerto hacía rato. Hugo, encandilado, nos miraba expectante, sin saber muy bien cómo comportarse. Y fue en el momento en que desprendí el segundo botón de la blusa de María Inés, dejando sus senos casi libres, en que mi mujer dio un paso aún más impactante: se recostó totalmente sobre mí y —elevando sus piernas— las dejó descansando en el regazo de nuestro amigo.

Mis manos ya habían vencido la mínima resistencia del último botón, y la blusa se había convertido en un sutil adorno de dos hermosos senos que se escurrían juguetones entre mis dedos. María Inés, extasiada, flexionó su pierna derecha levantando la rodilla y apoyando el pié en el muslo de Hugo. Su falda, abierta en todo su largo por un tajo, cayó inmediatamente a los costados, dejando a nuestro amigo una vista privilegiada y espectacular de las piernas de mi esposa, y aún de la pequeña tanga roja que cubría apenas sus intimidades.

Hugo ya no pudo resistir por más tiempo, y lanzó sus manos a recorrer con compulsión obsesiva cada centímetro de piel que se le ofrecía. Ávidas, subieron desde los finos tobillos hasta las rodillas, y desde allí descendieron con premura apenas contenida hacia los prometedores valles de las profundidades, a través de redondeces plenas, de superficies tersas, de tibiezas irresistibles. María Inés no pudo contener su primer gemido de esa noche cuando sintió los dedos que bordeaban la tanga en las inmediaciones de su palpitante sexo.

Y allí estábamos, los tres enredándonos con nuestros cuerpos, nuestros sentidos y nuestros espíritus. Mi mujer, como la lujuria misma, se contorsionaba de placer entre nuestras manos, al ritmo de nuestras caricias.

Fue en ese momento en que me asaltó un pavor incontenible. No se si por miedo a las desconocidas consecuencias, o por celos agazapados en oscuros rincones, pero lo cierto es que sentí mi espíritu torturado en un potro de los tormentos imaginario, pero tan cruel como uno real. De un lado, el terrible deseo de continuar, de llegar hasta las últimas consecuencias, compartiendo a mi mujer hasta la saciedad. Pero por el otro, el terror de deslizarnos hacia abismos sin retorno, en el cual sólo hubiese pérdidas y dolor sin remedio.

Entonces, sin previo aviso y en forma sorpresiva, me incorporé rompiendo el clímax del momento como se rompe un espejo de agua con una piedra.

—¿Y si bailamos...?— dije, ya puesto de pie, mientras me dirigí al equipo de música. Mi esposa y nuestro amigo se quedaron como cortados, mirándome desorientados. María Inés volvió a bajar sus piernas, sentándose, aunque dejó su blusa abierta. Puse unas melodías lentas, y saqué a bailar a María Inés, que no dejaba de mirarme con una risueña curiosidad. Nos abrazamos, y pronto se reanudaron las caricias, esta vez mutuas. Ella me desprendió con cierta avidez la camisa, mientras su blusa, ya del todo inútil, caía al suelo, dejándola en la fascinante desnudez de sus senos. A los pocos instantes fue mi camisa la que voló en un gesto de descarte, mientras la música era un sutil telón de fondo a nuestras caricias, besos y exploraciones.

—¡Pero mirá!— exclamó de pronto mi mujer, volviéndose hacia donde estaba Hugo.

—¡Pobre! Lo hemos dejado abandonado y solo...— Y sin más, se dirigió a nuestro amigo, abandonándome en el centro de la sala, y lo invitó a bailar. Yo me senté a contemplarlos, con el corazón en la boca. El rostro de Hugo se hundió entre los senos desnudos de María Inés, mientras sus manos contorneaban sus curvas y exploraban los confines de la falda. Mi esposa, entre tanto, le había desabrochado la camisa, dejándola caer, y ya trabajaba con el cinto del pantalón, que no tardó ceder. Y mientras él desataba la cinta que sujetaba la falda, lanzándola en un elegante giro hasta el sillón cercano, ella bajaba con habilidad la cremallera del pantalón, introduciendo su mano hasta acariciar con curiosidad los tesoros que encontraba a su paso.

Yo, que ya me había desnudado, los contemplaba fascinado desde el sillón. Decidí entonces sumarme a los juegos, y llegando a María Inés por detrás, la rodeé con mis brazos, acariciando con fruición sus caderas y muslos. Introduje mis manos dentro de su tanga, y con lentitud  comencé a deslizársela hacia abajo, hasta sentir que caía libre al suelo. Ella se volvió en ese instante para regalarme un beso, mientras Hugo, abandonando los senos de mi mujer, se arrodillaba para hundir su rostro esta vez entre las húmedas entrepiernas de María Inés. Ella se abandonó a nuestras caricias, abriendo un poco sus piernas para facilitarle las cosas a Hugo, y recostando su cuerpo sobre mí, ofreciéndose a mis besos y caricias.

Cuando sus suspiros iniciales se transformaron en gemidos, y éstos en pequeños gritos de placer, la ayudé a recostarse sobre la alfombra, mientras nuestro amigo se deshacía rápidamente del slip. Cuando al fin estuvo tendida, me lancé con gula sobre sus senos ofrecidos, mientras Hugo, con su miembro como un mástil, le abría las piernas de par en par y la penetraba de una sola vez, como si en el gesto se le fuera la vida.

En ese momento, presa de un frenesí que no le conocía, María Inés clavó sus ojos en mí, mientras su cuerpo entero se entregaba como yegua al ritmo que le imponía su jinete. A los pocos minutos, en un alarde de contorsionistas, rodaron sobre el suelo sin desacoplarse, quedando mi esposa como desnuda amazonas de su potrillo, que bramaba entre sus piernas. Y mientras Hugo, además de penetrarla, recorría con sus manos con avidez los agitados contornos de su cuerpo, ella pidió que me acercara, y alargando su mano, tomó mi miembro, a punto de estallar, y se lo llevó a la boca, introduciéndolo cada vez más con cada empuje de las embestidas que recibía entre las piernas. Me sumé a las caricias y al coro de gemidos y gritos que llenaban la sala.

La primera en llegar fue mi esposa, en un delirio de gritos ahogados y de gemidos guturales que parecían subir del fuego de sus entrañas. Al principio se me figuró una puta en su desenfreno, pero cuando abrió los ojos llenos de brasas en medio de su orgasmo, vi que era una diablesa que nos exprimía hasta la última gota de nuestra energía y se posesionaba de nuestra voluntad. Lejos de detenernos, su goce nos excitó aún más. Sentí mis cojones explotar en maravillosos fuegos artificiales que me volvieron casi inconsciente del puro placer; como algo distinto de mi, sentía también que mi miembro expulsaba al mismo ritmo de mi corazón un esperma ansioso, inundando la boca de mi mujer. Y también, los gritos de Hugo, que sin dudas culminaba su cabalgata de la forma más sublime.

Quedamos los tres exhaustos, tendidos sobre la alfombra, tratando de recuperar el aliento y la conciencia misma. Mi mujer había quedado boca abajo, con su cabeza sobre mi pelvis a modo de almohada, cruzado el resto de su cuerpo sobre el de Hugo, tendido de espaldas. Así me quedé dormido.

Una risita me despertó. Abrí mis ojos y simultáneamente imágenes y recuerdos ocuparon de lleno mi cabeza: mi esposa jugaba haciéndole cosquillas a Hugo, que aún dormía (al menos aparentemente) con la punta de la lengua recorriendo sus genitales. Cuando vio que la observaba, su cara se iluminó con una sonrisa, y cuando comprobó el grado de mi excitación, se tendió de espaldas junto a Hugo, y abriendo sus piernas, me incitó a penetrarla. Me introduje en ella de un solo envión, ansioso por llegar hasta el fondo de sus entrañas calientes y jugosas. El gemido de María Inés fue tal que despejó totalmente la somnolencia de Hugo, quien comenzó a observarnos con un creciente interés. En pocos segundos su pene revivió como electrizado, al requerimiento de mi mujer, que lo acariciaba con su mano derecha. Hugo comprendió su intención, y no se hizo de rogar para acomodarse de modo tal que su miembro quedara al alcance de los prometedores labios de mi esposa.

Así acoplados, otra ola de frenesí nos arrastró al desenfreno de los sentidos: queríamos perforarla, deseábamos clavarla, penetrarla hasta más allá de lo posible, con fuerza, con ahínco, con una furia casi animal. En mi enardecimiento, hundía mis dedos en todas sus cavidades, estrujaba sus senos, mordía sus pezones hasta arrancarle lágrimas a sus ojos asombrados. Hugo había tomado su cabeza y la sujetaba mientras la embestía sin piedad por la boca. Pese a la violencia creciente, María Inés parecía abandonarse a nuestra voluntad, totalmente entregada a cualquier bajeza.

Desafiado por su actitud, salí de ella, y tomándola por las caderas con mis manos, la di vuelta, poniéndola boca abajo. Abrí sus nalgas, lamí con fruición la oscuridad de su ano, llenándolo de saliva, y sin más miramientos, le clavé con fuerza mi pija, presionando sin cesar. Ella, pese a tener su boca llena con el miembro de Hugo, no pudo evitar un grito de dolor. Pero lejos de negarse, ayudó con una de sus manos a separar más sus nalgas, mientras notaba que hacía un esfuerzo por aflojar sus esfínteres.

Por fin mi miembro la penetró totalmente, y mientras la cogía como jamás lo había hecho, mis manos estrujaban sus senos y contorneaban sus caderas. María Inés, a su vez, había metido sus manos por debajo de Hugo, buscando sus nalgas. Y por la reacción de sorpresa primero y de entrega después de parte de nuestro amigo, era obvio que le había introducido un dedo. Luego fue patente que jugaba con él, ya que la excitación de Hugo fue evidente, hasta correrse casi en un alarido dentro de la boca de mi mujer. María Inés no dejó de acariciar y lamer aquel miembro en los espasmos de éxtasis, hasta que ella misma, en un jadeo que no reconocí, se entregó a su propio frenesí de lujuria en un orgasmo interminable, que me arrastró al mío propio, en un vértigo de colores y de luces que me llevaron a la más dulce de las inconciencias.

Cuando desperté, los escuché reírse bajo la ducha, y cuando me asomé, los vi  entregados al placer del sexo ya sin urgencias, como si practicaran un ejercicio particularmente grato, en una actitud que tenía más de juego que de pasión. Me contenté con mirarlos acoplarse y acariciarse de mil formas, hasta que —tal vez llamados por el hambre— salieron entre bromas y festejos. Nos vestimos y desayunamos los tres, casi sin hablar, y ya sobre la hora de nuestros respectivos trabajos, nos despedimos casi sin diferencias respectos de cualquier otra despedida anterior. Sólo un brillo especial en los ojos denotaba una promesa distinta para el futuro.