Una amiga
Lo siento. Acabo de enviar un relato pero el título estaba mal escrito. El título correcto es: Una amiga. Gracias.
Habíamos estado en el cine y al acabar la película la invité a tomar una copa en casa: ella aceptó. Cuando llegamos, pasamos al salón y al recoger su chaqueta para guardarla pude ver, a través de la tela de su blusa, el encaje del sujetador que llevaba puesto; ya me había fijado en su falda ajustada, que dibujaba unas caderas de ensueño, y esperaba a que estuviéramos sentados para que se le levantara algo y pudiera mirar de reojo sus muslos. Mis expectativas no se vieron defraudadas: al sentarnos en el sofá la falda se subió, dejando al aire parte de sus muslos: ella estiró un poco la falda para evitarlo, pero no sirvió de nada. Estuvimos un rato charlando y bebiendo. Cuando Victoria se recostaba en el respaldo del sofá la falda se subía un poco más, y cada vez era mayor la superficie de piel que, a veces descaradamente, podía yo mirar. Ella se daba cuenta porque tras cada ojeada mía ella intentaba estirar la falda, o recuperaba la posición anterior. De vez en cuando yo volvía a mirar hacia la blusa, que dejaba contemplar la tela del sujetador, o miraba sus labios cuando hablaba, imaginándome que la besaba; cuando cogía el vaso para beber miraba sus manos y el placer que con ellas podría darme Entre unas cosas y otras yo cada vez estaba más acalorado, por lo que a cada poco me estaba rebullendo, y no me atrevía a recostarme en el sofá para que no se me notara el bulto que crecía entre las piernas.
Para salir de la situación le propuse que viéramos la casa y le fui enseñando las distintas habitaciones: le expliqué de dónde procedían los cuadros del salón y le gustó mucho una porcelana checa que tenía en una vitrina. Subimos luego al piso superior; ella iba delante de mí y volví a fijarme en la belleza de sus piernas. Pasamos a la biblioteca y le enseñé algunas cosas a las que tenía especial cariño, como un misal, de procedencia más que dudosa, del siglo XIII o unas planchas de una edición del Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, del siglo XVII; ella parecía admirada por los volúmenes, algunos de ellos realmente valiosos, y no dejaba de curiosear por las estanterías; yo no perdía detalle cuando estiraba los brazos para alcanzar algún tomo de una repisa alta y la blusa dibujaba el contorno de sus pechos, al tiempo que la falda subía por el impulso de Victoria para alcanzar el libro, y mostraba los muslos, perfectos y bellos.
En una ocasión se mostró interesada por unos pergaminos que estaban enrollados en la parte inferior de un mueble y que tenía desde hace mucho; al inclinarse para cogerlos dobló un poco las rodillas porque la falda no daba para agacharse, y pude apreciar la curva que formaba su trasero, marcado elegantemente por la tela de la falda. Me decidí y pasé la mano por la curva que formaban sus nalgas, rodeándolas con la palma de la mano abierta y apretando después; ella reaccionó con un brinco para recuperar la posición y poniéndose frente a mí me miró: por unos instantes mantuvo la expresión de sorpresa e indignación, pero sin decidir si se enfadaba o si se lo tomaba como la travesura de un descarado, luego sonrió y dijo mi nombre con un tono de voz que quería parecer confundida por aquel acto impensable. Yo también la miraba, y la cogí por las caderas con ambas manos atrayéndola hacia mí hasta que nuestros cuerpos quedaron juntos y pude notar el relieve de su pecho en el mío. Ella, todavía en la duda de qué debía hacer, no reaccionó hasta que tuve mis labios en los suyos, apretando para que abriera su boca a la mía y nuestras lenguas se unieran. Así pasó: ella también había estado inquieta, igual que yo, pero no se había atrevido a dar el primer paso: ahora que estaba dado no tenía que ocultar su afán.
Nos besamos con pasión y con ganas atrasadas, al menos yo: la había deseado muchas veces, y aunque nos veíamos con cierta regularidad nunca me había atrevido a otra cosa que no fuera imaginármela en la soledad de la noche; ahora la tenía en mis brazos y podía saborear su boca y su pelo, sus mejillas y su cuello. Le acaricié las tetas a través de la tela de la blusa, las notaba duras y firmes, y su tacto me producía escalofríos de emoción y deseo. Victoria no estaba quieta: una de sus manos me restregaba la entrepierna, donde el notable bulto no dejaba de crecer, y frotaba el miembro a través de la tela del pantalón, mientras su lengua no dejaba de recorrer mi boca y la otra mano me tocaba el culo. Nos estuvimos metiendo mano un rato, dejando al descubierto nuestra mutua atracción, pero estábamos insatisfechos: queríamos más.
Me puse detrás de Victoria y le aparté el pelo a un lado, para mordisquear con los labios su nuca mientras le atrapaba los pechos con las manos, palpando como si fueran objetos desconocidos, misteriosos -y en realidad lo eran-, recorriendo todo su perfil, rodeándolos con el temor de que su conocimiento exacto agotara el encanto que estaba viviendo en aquel momento. La erección atrapada en el pantalón me hacía daño.
Ella, sensual y provocadora, se curvó hacia adelante, de forma que su postura, ofreciéndome el trasero, me excitó más todavía y ya no pude resistir: apoyé las manos en las posaderas que brindaba, manoseándolas, primero a través de la falda, luego pasando las manos por debajo de ésta, subiéndola y acariciando la piel de los muslos y las nalgas; me bajé el pantalón y el calzoncillo y el miembro erecto vio la luz: potente y colorado de excitación. Victoria seguía inclinada, así que sin más preámbulo subí la falda hasta la cintura y rompí sin miramientos la pequeña braguita que llevaba puesta, acercando el falo hasta la línea que separaba las dos nalgas, buscando una entrada. Cuando la punta rozó el sendero hacia su ano, reconociendo el terrero, Victoria dio un respingo y quiso darse la vuelta, pero no la dejé y tampoco permití que se incorporara para evitar mis intenciones. Gotitas transparentes adornaban la punta de mi hermano pequeño y habían humedecido todo su cabezal. Con las manos intenté separar sus nalgas para hallar la puerta de acceso, pero ella fue más rápida que yo y se volvió, quedando ambos frente a frente. Su mirada no tenía nada de amable, y era un reproche a mis intentos, pero no había repulsa, sólo la confianza de que las cosas no se torcerían... demasiado.
Estando así, ella con la falda subida hasta la cintura, yo con el pito tieso como una vela, Victoria tomó la iniciativa: se sentó en el borde de la mesa de la biblioteca que yo utilizaba para escribir y puso una mano en mi cuello para atraer mi boca hacia la suya, mientras con la otra asió el miembro en tensión y comenzó a hacerme una paja con un mimo y un cuidado como nunca más he vuelto a sentir con otra mujer: había tanta delicadeza en sus manos, tanta dulzura y tanto refinamiento que al poco tiempo, y sin poder evitarlo, noté cómo bullía dentro de mí la eyaculación, buscando la salida. Mi lengua abandonó su lengua por un momento para comunicarle la urgencia de mi estado: Victoria, dueña en todo momento de la situación, cesó en sus manipulaciones y se hizo cargo; bajando de la mesa, se puso de rodillas ante mí, engullendo la punta del falo y continuando su labor ahora con la maestría de su lengua y sus labios. Me sujetó por las nalgas y yo a ella por la cabeza, acompañando su rítmico movimiento de vaivén, que, de tanto placer, me producía mareos: la ocasión no admitía demora ni aplazamiento y en pocos segundos el cilindro se ensanchó al paso del esperma, adquiriendo unas proporciones descomunales, mientras su boca se llenaba del blanco elixir. Podía notar los esfuerzos que hacía por tragar aquel torrente que inundaba su boca, pero lo consiguió en gran parte, mientras yo, bandera sin viento, rendía mis poderes ante su presencia. Nunca podré olvidar el contacto de su lengua con el glande o bálano, esa intuición que demostró ante mi arrebato, el sencillo lenguaje de sus movimientos mientras agitaba el pene con sus manos o mientras lo recibía en su boca con la mayor naturalidad: dándose, no reclamando; aportando, no hurtando; cediendo, no tomando... Siguió con el miembro en la boca: sorbiendo hasta el último instante, y luego lamiendo hasta la última gota, limpiando, secando, pero buscando una más oculta intención: reanimarme, ponerme de nuevo en forma para seguir la diversión, el juego, el divertimento.
Le dije que estaríamos más cómodos en el dormitorio. Fuimos a la habitación, nos acabamos de desnudar, nos tumbamos en la cama y comenzamos a acariciarnos mutuamente. Nos besamos y pasé las manos por detrás para sentir el tacto de la piel de su espalda, recorriéndola desde el cuello hasta el inicio de los glúteos, pero privándome del gusto de tocarlos, por el momento; besé su boca, su cara y luego fui bajando hasta alcanzar la cuenca en la que nacían sus dos hermosos pechos: tesoros que lamí con deleite, con fruición. Me puse encima de Victoria, que arrullaba mi cabeza contra su regazo, acogiéndome sin reservas mientras yo besuqueaba sus preciosas tetas o su vientre, bajando hasta el ombligo para volver a subir a mamar de aquellos cántaros de miel, mordisqueando los pezones con los labios, succionándolos con satisfacción.
Victoria me acariciaba la cabeza y arqueaba el cuerpo; fui bajando, besando, lamiendo y chupando cada centímetro de su piel, hasta encontrar los pelos de su pubis y más abajo el cofre de su sexo, anhelante, abierto, cálido, acogedor, esperándome. Puse las manos en sus caderas y poco a poco introduje la punta de la lengua, rozando bien los labios, bien el clítoris, regodeándome con el momento, para luego entrar a fondo, lamiendo las paredes de aquella gruta maravillosa, succionando su licor, libando su apetitoso manjar, hasta provocar la riada de su deseo en un orgasmo que me bañó la cara.
Volvimos a quedar tumbados, complacidos en parte, reanudando los tocamientos; Victoria intentaba reanimar el animal que ahora yacía fláccido con suaves masajes en las pelotas y en el pene, logrando que mi excitación fuera creciendo por momentos: tenía unas manos maravillosas que, con su suavidad, sabían cómo lograr su propósito. Cuando estuve de nuevo empalmado comenzó a agitar el miembro muy poco a poco y luego con la boca atrapó el capullo, rojo por la tensión, lamiéndolo con la misma suavidad, el mismo afecto y cariño que antes. Cuando comprobó la firmeza del artefacto se puso a horcajadas sobre él, me dijo que lo sostuviera y fue descendiendo lentamente, con sus manos apoyadas en mi pecho, dejando que la penetración durara un buen rato, pues cuando el pene comenzaba a ocultarse en su sexo, ella subía un poco y aquél volvía a aparecer, comenzando de nuevo el ritual; yo podía ver cómo desaparecía la punta dentro de ella para luego verla reaparecer: sin embargo el roce de su vulva con mi pene me traía loco de deseo y frenesí: estaba jugando conmigo, y cuando yo me arqueaba para intentar metérsela más adentro, ella se alzaba impidiéndolo. Estuvo así un rato y luego, al parecer ya cansada de aquella distracción o invadida por la pasión que el juego había provocado, fue bajando, bajando hasta que todo el pene estuvo dentro de ella: fue como descansar tras una fatiga, como un alivio mental. Nuestros vellos pubianos se confundían en una sola maraña; mis manos acariciaron sus muslos y luego se lanzaron a buscar sus nalgas, que apreté con satisfacción: la estaba poseyendo, me parecía increíble. Victoria comenzó a "cabalgar" sobre mí, primero con un frenesí inusitado, luego recuperando su habitual suavidad de movimientos, su delicadeza y elegancia, ese saber estar que no la había abandonado ni un momento. Yo me incorporé un poco y logré abrazarla y atrapar sus tetas con mis labios, recreándome en su sabor, en su textura, en su firmeza, delicada la piel, apacible y acogedor todo su cuerpo. Con sus brazos rodeaba mi cuello. La cadencia de sus estéticos movimientos continuaba y me hacía descubrir sensaciones que no he vuelto a sentir jamás.
Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, concentrado el gesto; la besé en la boca y al contacto de nuestros labios sus impulsos se hicieron más bellos, más notables, pero también más cuidadosos, como si estuviera cerca del orgasmo y lo quisiera diferir, aplazar. Nuestras bocas seguían juntas.
De repente Victoria apoyó sus manos en mis hombros y se alzó, como si quisiera dejarlo: el pene estuvo a punto de escabullirse; luego se dejó caer de nuevo sobre el tieso falo, dejando escapar un gemido de gusto. Repitió la operación varias veces, con ímpetu, con ardor, como si ahora buscara apresuradamente el orgasmo que antes se negaba. Tras unas pocas de estas sacudidas llegó la lógica consecuencia: su cuerpo se tensó, arqueó la espalda, sus gemidos se acallaron, echó la cabeza hacia atrás y un profundo suspiro surgió de su garganta: un suspiro de gozo colmado, aplacado, satisfecho... Podía notar su flujo mojándome los muslos.
Sin embargo yo no me había corrido y el miembro seguía rígido y todo mi cuerpo notaba la tensión de la no satisfacción. En cambio, Victoria se había tumbado boca arriba en la cama, con los ojos cerrados y una sonrisa asomada a sus labios; su bello rostro mostraba paz, calma, sosiego: todo su cuerpo mostraba relajación, serenidad...
Me coloqué entre sus piernas, puse éstas sobre mis hombros y luego deslicé mi cabeza entre ellas hasta alcanzar con la lengua el pasillo de su vagina, húmeda y caliente tras el orgasmo que había tenido. Victoria me miraba, sorprendida no tanto porque interrumpiera su sosiego cuanto por la postura. Comencé a lamer su agujero y a secar con mi lengua los jugos vertidos por la pasión. Victoria no tardó en reaccionar, revolviéndose de placer, alzando el trasero, ofreciéndome su tesoro para que no dejara nada sin explorar, sin chupar, sin besar. Pero lo que yo quería era poseerla, estar dentro de ella. Bajé sus piernas, sujetándolas por los muslos, hasta una altura adecuada; la cogí por las nalgas, la alcé y guié con una mano el pene hacia la cueva de su sexo, húmedo, de nuevo, por la excitación: situé la punta en la entrada, y luego fui metiéndola poco a poco, hasta haberme acoplado totalmente. Con vigorosos movimientos de cadera empujé y empujé, hasta el punto de que Victoria volvió a correrse sin que yo lograra siquiera atisbar el orgasmo. Con un suspiro final de agotamiento ella quedó relajada, no había ya esa tensión en su cuerpo que tanto me gustaba, así que me salí, quedando frente a ella, empalmado como antes y con más deseo si cabe.
Victoria sonreía.