Un vuelo largo
En un vuelo transoceánico, un pasajero se ve "atrapado" por el encanto de una bella azafata.
Después de una larga temporada de trabajo en la sucursal argentina de mi empresa tocaba volver a Madrid. Aunque el vuelo es largo, más de 9 horas, estaba tan cansado que no me importaba nada meterme tanto tiempo en el avión. En primera clase de una aeronave tan grande como un Airbus 340, las butacas son grandes y con una buena manta y una almohada te puedes echar un buen sueño. Ya dentro del avión y tras despegar me fijé en ella. Algo más joven que las demás azafatas, pero no mucho, sobresalía de las demás porque emanaba una especie de halo muy atractivo. Su pelo ligeramente pelirrojo recogido en una coleta, su fino y esbelto talle, sus piernas largas acentuadas por la medida de la falda, y un culito prieto y firme que se dibujaba dentro de ella, hacían fácil observarla. Desde que había sido enviado a Argentina no me había comido una rosca, y hacía ya mucho tiempo de eso, apareciéndome ella como un bocado bastante apetecible. De todas maneras fue algo fugaz, porque estaba tan, tan cansado, que tras ese pensamiento caí profundamente dormido.
No sabría decir cuánto tiempo pasé durmiendo, pero poco de despertar noté una mano en mi hombro al tiempo que una cálida y dulce voz preguntaba si quería algo de beber. Somnoliento aún abrí todo lo que puede los ojos y distinguí el bello rostro de la joven azafata en que me había fijado al principio del vuelo. Le contesté que sí, que me apetecía una coca cola, y ella me sonrió diciéndome que enseguida me la traería. No tardó más que pocos segundos en hacerlo, y tras darle las gracias, y por intentar sacar algo de conversación le pregunté si no se sentían muy cansadas en éstos vuelos que duran tanto, sobre todo por lo pesados que nos ponemos los pasajeros, que si azafata esto, que si esto otro. Ella me contestó diciendo que era lo normal, pero que en un avión tan grande son muchas las azafatas y que además -para mi sorpresa- el avión llevaba habilitada una bodega especial, que llamó "igloo", en la que había una serie de camas para la tripulación de cabina, y en la que de vez en cuando iban a descansar un ratillo. No me dijo más, y con un espléndida sonrisa me dijo que si quería algo más no tenía más que llamarla. Lía, ponía la chapa identificativa que llevaba en la camisa.
Lía, Lía, el nombre, recordándome la canción de José Mª Cano, junto a recordar la sensación inicial al verla, hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo de cabeza a los pies, ..."líame a la pata de la cama" recordé, y sin darme cuenta noté como una incipiente erección se ocultaba bajo mis pantalones. Llevar pantalones de traje, junto a unos bóxer es lo que peor que puedes llevar puesto en una situación así, como no sujetan nada, ya se sabe. Menos mal que sentado esos problemas se disimulan, pensé, a la vez que cruzaba las piernas por si acaso. Ya bajaría.
Pero no fue así. En el espacio de primera, que no era mucho, ella no paraba de ir de una lado para otro, y ni yo ni mi pene erecto podíamos pensar en otra cosa que no fuera ella. Su aroma, sus ojos, sus pechos que se insinuaban bajo la tenue y fina camisa, podía incluso imaginarme el aroma de su sexo.
La cosa es que yo también debía de haber provocado -o eso me pareció- alguna reacción atractiva en ella, porque si no constantemente de vez en cuando me echaba una miradita a la vez insinuante y picarona. Definitivamente Lía me había liado.
Así, el juego de miradas insinuantes y dubitativas permaneció activo durante una hora o dos. Y para que no se quedara la cosa en un primer set decidí darle un poco de coba y a la vez esconder un poco el abultado problema que tenía entre las piernas -que aún persistía-, porque una cacatúa que tenía cerca parecía que se había dado cuenta de mi "pequeño" problema y no hacía más que echarme miradas desaprobadoras y amenazantes, por lo que pulsé el llamador, esperando que fuera ella la que acudiera en mi socorro.
Por suerte fue así y una vez que vino, con mi mejor sonrisa le pedí por favor una manta, haciéndole ver que tenía algo de frío. Como ella estaba de pié reclinada sobre mí, noté que desvió la mirada hacia mi sexo, miró a su alrededor percatándose de que nadie nos observaba, para después alargar su mano hasta bragueta a la vez que sonreía maliciosamente diciendo que qué extraño, pues parecía que la zona estaba muy caliente, pero que si quería una manta me la traería en un momento.
Cuando volvió con ella, y tras presentarme alegando que no me parecía bien que yo conociera su nombre y ella no supera el mío, le pregunté si en algún momento a lo largo del vuelo podría enseñarme ese "igloo" en el que descansaban, ya que me había asombrado mucho su comentario. Volviendo a sonreír pícaramente, me contestó que no se podía, pero que ya vería la manera de arreglarlo, comentando además, que de ser así, lo mismo podría hacer la visita que se nivelase mi temperatura.
O yo soñaba o la tenía en el bote. Mejor sería esto último porque sólo con sus insinuaciones el tamaño de mi verga había crecido por lo menos un par de centímetros más. Más vale que la visita fuera pronto, o tendría que recurrir a las manualidades debajo de la manta como había hecho durante los últimos meses en mis noches argentinas.
Al cabo de media hora, y después de imaginarme varias veces cómo iría desnudando ese cuerpo de su uniforme, ella acudió por enésima vez con esa sonrisa suya tan cautivadora y, por qué no, lujuriosa, para decirme que era el momento, que había hablado con sus compañeras y compañeros, y que podía visitar el "igloo". Me dijo que la siguiera, y muy pegadito a ella -por lo que nosotros sabemos, una polla erecta y sinvergüenza- la acompañé por el largo pasillo del avión hasta la zona turista, y antes de llegar a la mitad, a la izquierda había una puerta que ella abrió, y tras bajar por unas escaleras -qué cosas tienen los aviones, pensé-, nos encontramos en una especie de contendor con algunas literas. Desde luego que no era una suite, pero para descansar un ratito no estaba nada mal.
Sin que yo me sorprendiera mucho, ella volvió a subir por las escaleras pero para cerrar desde dentro la puerta de entrada. Desde arriba me miraba fijamente, llegando yo a pensar por un momento, que lo mismo no salía vivo del trance, aunque tenía algo a mitad de mi cuerpo que decía que sí, que sí saldría. Comenzó a descender por la escalerita diciéndome que quería examinarme bien ése problema de temperatura, aunque ella también dijo empezar a notar alguno. Despacio se desabrochó dos botones de su camisa, dejando entrever dentro de su sujetador blanco, dos bellos pechos, pequeños y desafiantes.
Después me dijo que podía quitarme la corbata, aunque la verdad es que lo hizo ella, para luego, con las yemas de sus dedos, recorrer mi pecho, bajando hasta la cintura, tocarme la hebilla del cinturón, y después con un solo dedito, pasarlo a lo largo de la bragueta protuberantemente deformada.
¿Qué es esto que tenemos aquí? -dijo-, un termómetro muy, muy caliente, la causa de tus males. Vamos a examinarlo.
Pausadamente me desabrochó el cinturón, el botón doble, y bajó la bragueta. Y claro, se me cayeron los pantalones. Vaya situación. Pero nos reímos los dos. Yo seguía allí, de pié, con ella a mi alrededor, y los pantalones por los tobillos. La antilujuria. Pero no. Formaba parte de su juego. Me había cazado y quería jugar conmigo antes de comerme.
Con el bóxer desplazado hacia arriba y hacia delante volvió a poner en marcha las yemas de sus deditos. Tocando levemente mi polla desabrochó el pequeño botón del calzoncillo dejando que todo mi sexo erecto saliera por la abertura. La situación tenía mucho de erotismo y excitación pero desde luego que no tenía ni una pizca de buen gusto. Para remediarlo en algo, rápidamente me quité los zapatos y los calcetines, los pantalones, y me desabroché la camisa.
Ella mientras tanto se había quitado la coleta dejando su espléndida melena expandirse en el aire con unos suaves movimientos de cuello. Así no iba a disminuir mi erección. Luego se quitó los zapatos de tacón. Nada más. Su juego iba a continuar.
Se acercó a mí igual que un felino aproximando sus labios rojos infierno a mi boca. Pero sólo la rozó. Aprovechó el momento para quitarme la camisa y asir uno de mis brazos y con la corbata atarme la muñeca a una de las barras de las literas. Instinto Básico pensé, ¿llevará punzón?. Con su pañuelo me ató la otra a otra barra. Estaba igual que un preso medieval en su mazmorra. Allí de pié, con la verga tiesa saliendo por el hueco de la ropa interior y los brazos atados sin poder escapar. ¡Qué cosas!
Tampoco es que hubiera mucho espacio en el cubículo por lo que en el pasillito en el que me había atado, se colocó ella apoyando su espalda contra las literas que yo tenía enfrente y casi nos tocábamos. Mientras se agachaba para quitarse esa faldita mostaza de su uniforme intencionadamente acercó la cabeza a mi polla y repitió la operación que antes había hecho en mi boca. Rozó levemente la punta de mi glande haciendo que un nuevo escalofrío me recorriera de arriba abajo. Después me liberó del pecado ignominioso de llevar aún la ropa interior puesta. Era Prometeo esperando que el águila le empezará a devorar las entrañas, pero ésta vez sin dolor. Tras ello, en una de esas operaciones que sólo una mujer sabe hacer, sin quitarse la camisa aún desabrochada se deshizo primero del sujetador lanzándolo a un rincón y después de sus braguitas. Podía ver claramente ya sus hermosos pezones desafiantes por la gran uve de su escote, la suave curva de su pecho asomando por esa mini ventana. Deseaba con vehemencia acariciar esas gacelas, lamer froidianamente esa despensa succionando la tetina erecta del placer. Pero no, podía tocar sus pechos con el mío todo lo más. Ella dio otro paso. Poniéndose un dedo en la boca en señal de que me callara ya que veía que yo podía empezar a gritar de locura de un momento a otro, lo lamió a continuación, pasándolo por mi pecho bajando hasta la curva de mi pubis con mi pene para luego recorrerlo hasta el glande y después bajar hasta mis testículos. Tras ello lo dirigió hasta la cara interior de su muslo, y subiéndose ligeramente el faldón de la camisa descubrirme todo su sexo. Su vello como el trigo dorado de los campos castellanos escondía esa caverna misteriosa, bermellona y ya húmeda, que fue de seguido penetrada por ese mismo dedo trasgresor. ¡Ah, dígito travieso!¡Quién fuera yema!. Con armoniosa pasividad liberó al dedo de su oscuro viaje y lo levantó hacia mi boca, que no quiso ser menos y se abrió para recibirlo y así saborear el dulce néctar de la caja de Pandora. Pandora y Prometeo. Prometeo y Pandora.
Y así el calvario no hizo más que empezar. Ella se volvió a agachar y me agarró con las manos mi polla. Acercó su boca al glande, sacó su lengua aventurera y lo lamió pausadamente, para acabar introduciéndoselo, sólo el glande, y dejarlo completamente ensalivado. Pude notar perfectamente el recorrer de sus labios por mi falo. Se volvió a levantar y reanudó el beso incompleto del inicio, abrió su boca y noté su lengua juguetona luchando con la mía, pudiendo notar no sólo su dulce sabor sino incluso el salado que mi pene había dejado en ella. Pero tampoco duró mucho ese goce. Esa era la tónica. Placer y espera: castigo.
El tiempo pasaba y pasaba, pero cómo pasaba. Y lo que iba a pasar. Con un movimiento rápido se elevó sobre la litera, agarrándose con sus manos a la parte de arriba, y sujetándose con las piernas abiertas en la litera que yo tenía detrás con mi cuerpo en medio. Así me mostraba toda la extensión de su sexo, los labios palpitantes, su clítoris desafiante, y los jugos que habían empezado a fluir de su interior. Sublime visión. De lo que no me había dado cuenta es que en esa posición su coñito quedaba ligeramente por encima de mi polla, pero sólo podrían unirse si ella desplazaba su cuerpo ligeramente hacia abajo. Y eso hizo. Con tremenda precisión inclinó su cuerpo mi la punta de mi verga pudo rozar la entrada de su oquedad, y comenzó un movimiento oscilante que hacía eso, que se produjera un leve roce entre ambos sexos nada más. Algunas veces con un ritmo desacompasado se inclinaba un poco más logrando así que yo me introdujera brevemente en ella, para luego continuar con el movimiento circular que, claro, al cabo de un tiempo me hizo no aguantar más estallando en un orgasmo como no recordaba. No me había dado cuenta que esa había sido su intención. Follarme de una manera distinta, más provocada por el deseo que por la acción. Y fue realmente alucinante.
Sin preguntarme nada me desató tras bajarse de su acrobática postura. Quitándose la camisa se tumbó en una de las camas, abriendo ligeramente las piernas haciéndome ver que ahora me tocaba a mí hacer que ella disfrutara. Alrededor de su sexo podían verse aún restos de la batalla anterior. Restos de semen y de sus flujos vaginales recorrían sus labios y la parte interna de sus muslos. Era una señal para el comienzo. Postrándome entre sus piernas agaché la cabeza y comencé a recorrer sus muslos con mi lengua. Allí en dónde me encontraba con aquellos restos procedía con mayor cuidado. La mezcla de mis jugos y los suyos producía en mi boca una sensación explosiva. Y explosivos y convulsivos eran los movimientos de ella según me iba acercado a su placentero coño. Sus labios seguían con el mismo nivel de excitación que había provocado mi orgasmo, abultados y palpitantes. En ese estado comencé a dibujar letras en ellos con la punta de mi juguetona lengua. Le estaba escribiendo y describiendo el inmenso placer que me había demostrado anteriormente. Para finalizar hice que mi lengua penetrara completamente en ella. No era lo mismo que una polla pero gemía y gemía. Ahora sí que estaba probando la ambrosía, la bebida de los dioses, que ella destilaba por su cavidad. Y claro mi pene se había recuperado y ya estaba dispuesto para una segunda ronda. Me tocaba a mí hacerla sufrir.
Colocándome sobre ella cogí con mi mano mi verga y la hice deslizarse a lo largo de su vagina. Sólo con la punta de mi glande me paseé por esa senda. Ella me miraba con una sonrisa. Comprendía la venganza. Así, comencé a introducir únicamente el glande de mi polla en su cueva, una y otra vez, una y otra vez. Hasta que decidí cambiar el método. Había que explorar lo que aún no conocía, lo que había detrás de la puerta. Suavemente metí todo lo que tenía en el húmedo redil. No calzo treinta centímetros pero tengo una buena verga, y aún así no logré llegar hasta el final. Tenía un coñito vasto y extenso, pero cálido y prieto, confortable y lubrificado. La metía y la sacaba despacio pero sin pausa, para, al cabo de un rato y ante sus suplicantes miradas, incrementar el ritmo hasta que al final los dos nos abandonamos en una gran explosión....
El Fauno
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