Un verano en Mallorca (1)

Las vacaciones de una madre y su hijo sirven para que ésta se dé cuenta de que cómo está creciendo su pequeño.

Mi nombre es Ana, soy de Letonia, y la historia que les contaré ocurrió el verano pasado en un pequeño pueblo de Mallorca, cerca del mar. Eran aquellas unas vacaciones largamente planeadas: desde que murió mi marido, cinco años atrás, había ahorrado todo lo posible para poder tener unas vacaciones a solas con mi hijo. Quería no sólo alejarlo del frío de nuestro país, sino también poder tener unos días a solas con él para entenderlo mejor y saber de sus preocupaciones.

Mi hijo Alex ha sido siempre un estudiante regular. La promesa de unas vacaciones en España eran también el aliciente para mejorar su rendimiento en el colegio, y la verdad es que así fue. Cuando llegó a casa del colegio una lluviosa tarde de junio y me enseñó el boletín con todo aprobado nos abrazamos bien fuerte y le dije que fuera preparando el bañador: el sol de Mallorca nos esperaba.

Llegamos a la isla un cálido viernes de julio y un autocar nos trasladó directamente al hotel: un todo incluido con piscina, pistas de tenis, gimnasio… Incluso daba pereza caminar los cincuenta metros que separaban la entrada principal de una playa sólo para los clientes. La mayoría éramos extranjeros, muchos alemanes pero también algunos rusos. El primer día ya hicimos amistad con Irina, una chica rusa de San Petersburgo de unos 30 años que venía de vacaciones sola a la isla. Le presenté a Alex y, bromeando, me dijo que tenía suerte de poder viajar con un hombre: ella estaba separada y los hombres en Rusia no valían la pena. Las dos reímos (pasa algo similar en mi país) pero durante la cena no pude evitar notar la forma en que Irina no paraba de mirar a mi hijo, incluso él mismo me lo comentó cuando ya estábamos en la habitación. Yo le contesté que eran sólo sus figuraciones, que ya encontraría en el hotel otras chicas de su edad para salir.

Las habitaciones, como todo el hotel, contaban con todas las comodidades: televisión de plasma, aire acondicionado, mueble bar… y una impresionante bañera que tras casi 12 horas de viaje me moría de ganas de probar. Mi hijo me cedió el turno mientras él consultaba su correo en el iPad y yo, sin ningún tipo de pudor, me empecé a quitar la ropa y a lanzarla en un rincón, hasta quedarme completamente desnuda.

  • ¡Mamá! ¿Qué haces?

Mi hijo se había ruborizado al levantar la vista del iPad y verme en toda mi desnudez. Yo me sorprendí: es cierto que en casa nunca solemos mostrarnos sin ropa, pero ¿realmente le molestaba tanto? ¿O sería que ya había dejado de ser un niño?

No recuero lo que le contesté, pero creo que le hice una broma y me metí en el baño. Allí me miré en el espejo y me gustó lo que vi. Siempre había sido una mujer “de talla grande”. Mido 1.65 y peso 80 kg. Tengo la nariz respingona, los ojos azules un tanto achinados (tan habitual en las eslavas) y llevo mi pelo rubio suelto en una media melena que no llegaba a tocar los hombros. Mis pechos enormes y mi trasero redondo y bien formado eran el objeto de deseo de muchos de mis compañeros de trabajo. ¿Había podido perturbar a mi hijo con mis encantos? Me di una buena ducha para quitarme el sudor y al acabar salí del cuarto de baño con una vieja camiseta para no escandalizar a mi hijo. Sin embargo, mientras preparábamos la bolsa de playa para el día siguiente pude comprobar cómo Álex no me quitaba la vista de encima, comiéndose con la mirada mis enormes pechos e incluso rozando furtivamente mi trasero con la excusa de alcanzar alguna toalla. Yo le quité importancia, enmarcándolo todo en los cambios propios de la edad

Tras prepararlo todo nos dimos un beso de buenas noches y, esta vez sí, le dije en que iba a gastarme las tetas de tanto mirarlas. Él se ruborizó, apagó la luz y se metió en la cama. Una vez a oscuras me quité la camiseta y, sólo en pantaloncitos de verano, me metí yo tambiñen en la mía, situada al lado de la suya junto a un gran ventanal. La noche era tranquila. A parte del zumbido del aire acondicionado, desde detrás de los cristales nos llegaba difuminado el ruido de las olas del mar y la charla de algunos turistas que salían de fiesta. No fue hasta unos minutos después que un ruido de la cama de mi hijo me hizo abrir los ojos. Al principio, tumbada boca arriba, no pude captar bien la imagen, sólo un movimiento en la oscuridad. Sin embargo, fue cuando las pupilas se fueron adaptando a la tenue luz de la luna que el espectáculo apareció en todo su esplendor.

Mi hijo estaba desnudo sobre la cama. Se había quitado los calzoncillos, había empujado la sábana a un lado y ahora estaba tendido con las piernas separadas. En el más estricto silencio había empezado a jugar con su pene que, aunque pequeño, ahora se mostraba a la luz de la luna claramente erecto. Incluso podía apreciar perfectamente la humedad del glande cada vez que deslizaba el prepucio hacia abajo con dos dedos. Me di la vuelta para verlo mejor y mi hijo paró. Unas respiraciones profundas bastaron para  hacer creer que seguía dormida. Retomo los movimientos: primero lentos pero luego cada vez más rápidos. Su respiración se hacía más entrecortada… Al final un suspiro ahogado y unos chorritos de semen que caían sobre su pecho. Ya estaba. Mi pequeño Álex se relajó. Sin encender la luz fue al baño a lavarse, se puso los calzoncillos y volvió a meterse en la cama, acercándose antes a mi cama para asegurarse de que seguía dormida. Después silencio.

Estuve pensando un rato antes de dormirme: realmente tenía que haber sido incómodo ahogar los gritos de placer del orgasmo, especialmente a una edad tan joven. ¿Le habría gustado? Y lo más importante ¿habría pensado en mí mientras eyaculaba? Con estos pensamientos me dormí, no sin antes darme cuenta de que mis pezones, duros como piedras, tampoco habían permanecido indiferentes ante los juegos de mi hijo.