Un verano con su hija 8

Lucía se aclara un poco y llegan a un entendimiento. Aquella tarde los deseos se harán realidad.

—Bueno, ¿quién empieza?

Estaban los tres ahí, sentados cerca de la piscina. Carlos y Lucía, uno en cada tumbona. Sonia, directamente sobre el césped.

Con el ajetreo de los días anteriores, Carlos había olvidado que cada sábado la misma agencia que le había alquilado el chalé, le enviaba una empleada para hacer la limpieza. La chica, de aires caribeños, había llegado poco después de que él hubiera bajado tras tomarse una ducha rápida. Lucía estaba nadando en la piscina de forma casi rabiosa. Sonia, que se había puesto el bikini rojo que llevaba el día en que empezó todo, no tardó en unirse a ella, como si no hubiera pasado nada.

Él atendió a la chica de la limpieza y se dirigió a la piscina, a esperar a que salieran. Cuando lo hicieron, les dijo por qué era mejor que no entraran y que tenían que hablar.

Sonia, con aire divertido, volvió a preguntar:

—Repito, ¿quién empieza?

—Yo, supongo —respondió Lucía, que llevaba todo el rato con la cabeza gacha y que hacía esfuerzos vanos por ocultar sus encantos—. Lo siento, no sé qué me ha pasado.

—Igual si lo cuentas un poco…

—Me he ido a correr y os juro que, de entrada, no tenía esto en mente. Pero ha sido empezar a correr y pensar en lo que estaríais haciendo… Y me he acordado en lo que pasó la otra noche… y el día de la disco… y yo…

—Vaya, que te has puesto cachonda.

Levantó la cabeza. Ahora sí le miró directamente a los ojos. Los tenía húmedos.

—¡Papá, perdóname, te juro que yo no soy así! ¡Nunca había hecho algo de este estilo!

Él dudó entre los dos papeles que le tocaba interpretar: el de padre comprensivo y el de macho en celo. Quizá tocaban los dos a la vez. Al levantar la mirada, Lucía había mostrado más el escote de su bikini, el valle entre sus pechos repleto de gotillas de agua. A pesar del polvo de menos de una hora antes, sintió que volvía a excitarse por momentos.

—Cariño, no sufras. Todos estamos un poco raros estos días.

—¡Pero lo que hemos hecho está muy mal! Una cosa es que tú y Sonia… pero yo, yo… y tú…

Y ahora sí que se puso a llorar. Sonia se levantó y se sentó a su lado. Se abrazaron. Carlos no pudo evitar observar cómo se rozaban sus pechos. Empezaba a ponerse bastante malo. Las dos amigas se separaron y Sonia, que tenía una mano en la espalda de su amiga y la otra en su muslo, le dio unos besitos en la mejilla.

—Míralo desde este punto de vista. ¿Cuáles son las personas que más te quieren del mundo?

—Vosotros. Y mamá.

—Tu madre ahora mismo no está en este juego. Te queremos mucho y queremos que seas feliz. No nos gusta verte sufrir. Pero míralo así: los tres tenemos deseos, ha quedado más que claro. ¿Por qué no disfrutarlo? Nos queremos, somos mayores. ¿Por qué reprimirse?

—Porque no está bien. Porque la gente no hace estas cosas. Porque la sociedad lo prohíbe.

—Tú no sabes qué hace la gente y no nos importa. Y a la sociedad, ¿tú, Carlos, ves alguna sociedad por aquí?

Y señaló alrededor, teatralmente, a los muros que rodeaban la propiedad. Él casi no escuchaba, concentrado en el movimiento de los pechos de Lucía acompasados con su entrecortada respiración.

—¿Ves cómo te mira? Le vuelves loco. Les vuelves locos a todos, bonita, con esa cara de muñequita y ese cuerpazo de impresión.

Lucía le miró, esta vez no a la cara, sino a la entrepierna.

—Está empalmado —no fue una queja, fue una simple constatación.

—Ves, tonta, lo que le provocas —rio Sonia—. No hace ni una hora que lo hemos hecho y ya vuelve a estar así. Para su edad no está mal, ¿eh?

¿Le estaba llamando viejo? La mano de Sonia ya no estaba en el muslo de su amiga, sino un poco más arriba. Lucía volvía a sonrojarse. Eso la hacía aún más incitante.

—Papá, ¿yo te gusto? Quiero decir, como mujer.

—Nadie podría gustarme más, cariño.

—¿Te gusta mi cuerpo? ¿Mis… pechos?

—Son los más bonitos del mundo.

Los dedos de Sonia recorrían el monte de Venus de su amiga que debía ser plenamente consciente de lo que le hacía, pero no lo manifestaba.

—Esta mañana, cuando os he oído, quería miraros a escondidas, pero algo me ha hecho entrar.

—Querías que te viera tu padre.

—No soy una mirona, pero ha sido muy, muy…

—Excitante.

—Papá, ¿soy una mala persona? ¿Soy una… una… puta?

—¡Qué dices, bonita, para nada! ¡Eres mi niña preciosa, mi amor, mi razón de ser!

A ella le bajó una última lágrima por la mejilla. La escena era delirante. Lucía llorando mientras Sonia le rozaba el coño y Carlos, con una erección que pedía a gritos salir a ver la luz, lanzando proclamas de culebrón barato.

—Papá.

—Dime, bonita.

—¿Lo quieres hacer conmigo?

Sonia dejó de acariciarla. La Tierra pareció dejar de rotar. El cielo, que aquella mañana amenazaba lluvia, daba a la escena un color surrealista. Carlos respondió lo único que se podía responder dadas las circunstancias:

—Más que nada en el mundo.

Ella sonrió, casi con timidez. Sonia le dio un besazo en la mejilla. Todas las cartas estaban sobre la mesa.

La chica de la limpieza tardó una eternidad en acabar su trabajo. Ellos, que ya se lo habían dicho casi todo, esperaron pacientemente a que se fuera. Las chicas volvieron al agua y él las observaba con deleite. Lucia, que había empezado tan desesperada, ahora parecía la chica más feliz del mundo. Se preguntó hasta qué punto todos aquellos lloros habían sido sinceros. Quizá simplemente había necesitado descargar la tensión de aquellos días.

Cuando la limpieza acabó, Carlos le dio a la chica una generosa propina. Todos tenían hambre. Se zamparon una de las ensaladas de pasta que habían preparado con Paula. Las chicas reían y comían como vikingas y él las contemplaba extasiado. Cuando acabaron los postres, Sonia se puso seria.

—Bueno, señores. Mañana viene Carmen y yo me voy. Algo habrá que hacer.

—¿Papá?

Él la miraba sin saber qué decir. La carilla otra vez sonrojada. Ahora que lo tenía tan cerca, algo le frenaba.

—Hemos comido mucho. Os propongo algo. Aprovechando que no hace sol, nos vamos a dar un paseo para hacer la digestión y, luego, cuando volvamos… —Sonia siempre organizándolo todo.

—¿Qué te parece, papá?

—Me parece bien.

Ellas salieron corriendo a cambiarse, los culillos contoneándose generosamente. Él las siguió más tarde, como en trance.

Pasearon por una parte del circuito que Lucía seguía por las mañanas. Una a cada lado, las chicas le cogían del brazo y él se sentía como un dios pagano acompañado por vestales. Cuando dejaron de estar a la vista de las casas de la urbanización, Sonia empezó a ser más atrevida. Se restregaba contra su cuerpo, le besaba en los labios; Lucía los miraba entre envidiosa y divertida; luego empezó a también a frotarse con él, los generosos pechos clavándose en su costado, los labios recorriendo sus mejillas, hasta detenerse cerca de los suyos.

A él le costaba andar, de empalmado que estaba. Les pidió que pararan y Sonia le puso una mano en el paquete, apretando un poco.

—Ya verás, Luci, te va a encantar.

Ella solo sonreía, pero él se fijó en cómo tenía de abiertos los ojos azules y en cómo se abrían y cerraban las aletas de su naricilla.

No tardaron en volver. Cuando llegaron a la casa, Carlos propuso un baño rápido.

—No. Yo no he sudado, ¿tú has sudado, Luci?

—Casi nada.

—Yo sí, dejadme dar una ducha.

—Vale. Luci, sube tú a la habitación de tu padre. Ahora vengo.

La chica marchó a buen paso.

—Oye, lo entenderé si quieres estar a solas con ella.

—Sería injusto, ¿no? Si hemos llegado hasta aquí es por ti.

Ella sonrió de lado a lado.

—¡Gracias, Carlos, no quería perdérmelo por nada del mundo!

Él, por toda respuesta, la besó en los labios. Ella respondió generosamente y pegó su cuerpo al de él. Luego se apartó.

—Vamos. No dejemos sola a la princesa.

Cuando salió de la ducha, se enfundó el pantalón corto del pijama. Se observó en el espejo, nervioso por la enormidad de lo que estaba a punto de hacer. Pensó en echarse atrás, pensó en entrar en la habitación y no tener contemplaciones con ellas, pensó en ser tan generoso como pudiera serlo. Pensó que lo mejor sería dejarse llevar.

Entró casi temblando en la habitación. Las chicas estaban sentadas en la cama, en ropa interior. Sonia con el conjunto que tan bien conocía; Lucía, con uno de encaje azul cielo que elevaba hasta la exageración sus ya elevados senos. Mientras se aproximaba a su lado de la cama, Sonia la abrazó y empezó a besarla con dulzura.

Cuando se plantó ante ellas, los labios de Sonia se cerraban sobre los de su amiga. Era maravilloso contemplarlo. Lucía la apartó un poco.

—Para, que no soy lesbi.

—Yo tampoco, pero por ti lo sería.

La volvió a besar y una mano empezó a tocarle un pecho. Lucía se dejaba hacer mientras miraba de reojo a su padre, al enorme bulto que quería escapar por la bragueta del pantalón.

Sonia se apartó, casi tan sonrojada como su amiga. También le miró y sonrió, pillina.

—Mira cómo está. ¿Por qué no se la sacas?

—Hazlo tú.

—No, hazlo tú.

Él se acercó más. Lucía se puso de rodillas sobre la cama. Le abrazó, apoyando en su pecho sus generosas turgencias. Él aspiró el olor a limpio de su cabellera rubia. Ella levantó la cara y él se inclinó. Los labios se encontraron. Eran suaves como el terciopelo. Los abrió un poco con la lengua. No tardó en encontrarse con la de ella.

Sonia se había situado tras su amiga y le acariciaba los pechos mientras le besaba la nuca. Estuvieron un rato así hasta que Carlos ya no pudo más. Se separó un poco, la mirada fija en su hija. Lucía agarró la goma del pantalón y la bajó lentamente. Ante su mirada medio ida apareció la verga de su padre, que se elevó hasta rozar vello del abdomen.

Lucía inclinó el cuerpo, alargó la mano y la tocó. Esta vez los dedos estaban calientes y la sensación fue aún mejor que en la piscina. Lentamente, empezó a mover un dedo arriba y debajo de aquel terso instrumento, mientras le miraba como pidiendo su aprobación. Tenía aquella hermosísima cara solo un poco por encima de su polla. Carlos no pudo resistir la tentación. Le puso una mano en la nuca y la empujó un poco más hacia abajo. Ella no opuso la menor resistencia. Se cogió la verga con la mano y la inclinó un poco. El glande se apoyó en la frente de su niña. Luego, fue moviéndola, paseándolo por las mejillas, la nariz, los labios… Lucía lo besó.

—¡Joder, esto es la hostia! —Sonia, que no se había perdido nada de la maniobra, le desabrochó el sujetador a su amiga. Lucía volvió a erguirse. Carlos se apartó un poco para poder observar mejor los objetos de su más oscuro deseo.

Por primera vez los veía de cerca, a plena luz del día, dos pechos redondos, grandes y firmes como nunca hubiera imaginado ni en sueños poder contemplar, con las rosadas puntas tan erguidas que debían doler. Al verlos, una gotilla de fluido escapó de su glande encendido.

Sonia volvió a ofrecérselos, como aquella vez en la piscina y él los cogió con las dos manos, con firmeza, regocijándose en su suave y tersa piel, en la firmeza de la carne, en la dureza de los pezones. Lucía apoyaba la cabeza en su vientre, gimiendo levemente. Él la acariciaba con pasión, apretando con fuerza controlada. Luego le pellizcó un rato los pezones, recreándose. Quería más.

—Cariño, tiéndete sobre la cama.

Ella obedeció.

—Sonia, ponte detrás de ella.

También obedeció. Aún de rodillas, le besó la frente a su amiga.

Él se acabó de quitar el pantalón y se subió a la cama. Se arrodilló a lado y lado de aquel cuerpo maravilloso, avanzando sobre aquel vientre sedoso, sobre aquellos pechos que a duras penas se habían aplanado al tenderse, sobre aquella cara sonrosada.

—Levántale un poco la cara.

Sonia se puso la cabeza de Lucía sobre las rodillas. En esa posición estaba perfectamente a su alcance. Esta vez paseó todo el pene por su frente, bajó por la nariz, aterrizó en los labios. Ella inclinó la cabeza a un lado y le atrapó el tallo con los labios. Él se movió arriba y abajo, disfrutando de la más tremenda de las sensaciones. Luego, lo pasó por su mentón.

Siguió bajando.

—Cógeselas.

Sonia le cogió las tetas por los lados a su amiga y las levantó un poco. La cara de Lucía era un poema. Se retorcía sobre la cama, obviamente masturbándose, la respiración cada vez más agitada. Carlos se tomó un pequeño respiro mientras apreciaba el profundo valle que se había formado entre los dos pechos.

Volvió a inclinar la verga. Tan dura la tenía que casi le dolió. Pero lo compensó al hundirse entre aquellas increíbles mamas. La piel era aún más suave allí en medio y el calor que emanaba le encendía aún más la pasión. Apartó las manos de Sonia y asió él mismo aquellas ubres de ensueño, recreándose en su tacto firme y tenso. Inició un vaivén lento.

Sonia desapareció unos instantes y, cuando volvió a aparecer, llevaba en la mano la braguita de Lucía. Ésta se retorcía como una posesa. Carlos pensó que quizá era el momento de cambiar de tercio.

Se separó casi a regañadientes de los pechos y, siempre de rodillas, fue bajando. Lucía había parado de masturbarse. A la vista de Carlos apareció el fino vello rubio oscuro de su hija enmarcando los gruesos labios de su sexo, que supuraba flujo. Estaba bien abierta de piernas y podía observar también los labios menores húmedos, enrojecidos, formando un ángulo sobre el que reinaba el clítoris distendido. En la vida había visto nada tan apetitoso.

—¿Te has corrido, cariño?

—Ca-casi.

—Déjame a mí.

Se tendió en la cama y directamente empezó a succionar aquel clítoris maduro. Lucía volvió a gemir, esta vez más con más fuerza, con una voz que ni parecía la suya, mientras volvía a retorcerse en la cama. Más fluido surgió de su sexo sobreexcitado, el cual él degustó como si fuera el manjar más dulce. Siguió lamiéndola mientras alargaba los brazos para volver a sobar los pechos de su hija. Allí se encontró las manos de Sonia. Levantó la mirada sin dejar de chupar. Sonia, que volvía a estar detrás de Lucía, le hizo un gesto de aprobación.

Bajó de nuevo las manos y le separó aún más los labios, para lamer la base del botón.

—¡Me corro, me corro! —Lucía se contorsionó, levantando la espalda de la cama, expulsando los últimos efluvios. Él se separó para disfrutar de aquel maravilloso espectáculo mientras seguía masturbándola con los dedos.

Cuando todo acabó, Lucía, que aún vibraba de placer, se incorporó sobre los codos.

—Gracias, papá —se giró—. Gracias a los dos.

Sonia la besó en los labios. Luego Lucía volvió a mirarle.

—¿Y tú, papá?

Él volvió a ponerse de rodillas, la polla dolorosamente tensa.

—¿Puedo?

Ella respondió abriendo aún más las piernas y levantando las rodillas. Él se arrodilló entre sus firmes muslos y ante su vulva mojada.

—Sonia, ¿por qué no nos haces los honores?

Ésta se le acercó. Se besaron con pasión. Luego, le cogió la verga y apuntó hacia la raja de su amiga. Cuando el glande se introdujo entre los labios, Carlos empujó lentamente, llenando con su dura polla la vagina empapada y caliente.

Lucía abrió la boca y jadeó un grito silencioso. Carlos siguió empujando hasta que la tuvo toda metida dentro, los duros huevos rozando el perineo. Empezó a moverse en vaivén, con embestidas amplias y profundas. Se inclinó para besarla y lamerla en los labios, compartiendo con ella su propio sabor.

A su lado, Sonia de desnudó rápidamente y aproximó la cara a los dos amantes. Los dos la besaron, primero cada uno en una mejilla y luego la lengua de Carlos uniéndose a la de Lucía sobre los labios de la chica. Sonia volvió a apartarse y empezó masturbarse sin ningún decoro, mirándolos entusiasmada.

—¡Es superexcitante!

Carlos siguió con sus acometidas, cada vez más rápidas. Volvió a cerrar las manos sobre los globos turgentes de su hija. Ésta volvía a gemir con deleite, una de sus finas manos en la espalda de su padre, la otra buscando entre sus piernas. Él se incorporó un poco para facilitarle la labor.

¡Se estaba follando a su hija! ¡Se estaba follando a su hija! Y ella respondía con todo el entusiasmo. La veía ahí, siguiendo su ritmo, las tetas nuevamente abandonadas bamboleándose, la carita sonrosada, con la boca entreabierta, los ojos cerrados, finas gotas de sudor perlando su frente.

Pensar que durante la semana había intentado refrenarse… ¡Qué estúpido había sido! Ese pensamiento le hizo aumentar el ritmo, próximo ya al orgasmo.

Lucía volvió a correrse, lanzando al aire una serie de grititos entrecortados. Sonia abandonó lo que hacía y abrazó a Carlos por detrás, restregando el cuerpo contra su espalda, dándole empujones con las caderas.

—¡Dale, dale, córrete! —gimió la chica, presa de su propio éxtasis.

Él ya estaba al límite, notó cómo se le hinchaba aún más la polla y después de breves instantes, lanzó un alarido y eyaculó.

—¡Dios!

Embistió rítmicamente, cada acometida un chorro de aquel géiser inacabable, una sobrecarga de placer, mientras soltaba, con cada empujón, gotas de su propio sudor sobre el cuerpo de su hija.

Con los últimos espasmos, cayó sobre el cuerpo de una Lucía desmadejada. La besó en la frente, en la nariz, en los labios, en el cuello… cuando llegó a los pechos calientes sintió una última y casi agónica contracción.

Estuvieron así un rato, jadeantes. Luego, Lucía abrió los ojos y le besó en la frente.

—Te quiero, papá.

—Y yo a ti, bonita

Sonia se unió a ellos, abrazándolos.

—No os olvidéis de mí.

Lucía también la besó.

—A ti también te quiero, cerdita. ¿Te has corrido?

—Tú lo has dicho, como una cerda. ¡Joder, tía, qué espectáculo!

Y así, profundamente relajados, no tardaron en dormirse.