Un verano con su hija 4

Una sesión frustrada en la discoteca lleva a un paso más en la escalada del morbo y la pasión.

Hola de nuevo. Mientras haya comentarios favorables y notas decentes seguiré con la serie (no está escrita, voy haciendo sobre la marcha). Si tenéis alguna sugerencia será bienvenida, pero que conste que sólo la usaré si me inspira. Gracias sobre todo a ug124, que ya lleva dos comentarios (¡y a los que hayáis votado con un 5!).

—Vamos, papá, que ya somos mayorcitas.

—Ya verás, Carlos, nos portaremos bien. Como siempre.

—Eso. Como siempre.

Cualquiera les decía que no a aquellas dos.

Después del episodio en la habitación de las chicas, Carlos se había pasado el resto del día evitándolas tanto como pudo. Por la mañana se fue a pasear por la urbanización y el bosque cercano, aunque no había gran cosa que ver. Pero el ejercicio le fue bien; le calmó un poco la mente que, a la que se descuidaba, le devolvía a los pechos de Sonia y a la tentadora figura de una rubia en bikini que, por desgracia, era su propia hija.

Cuando volvió, acalorado, aprovechó que las chicas estaban dentro ensimismadas en sus móviles para darse un chapuzón. Nadó vigorosamente un buen rato hasta que ellas aparecieron para también tirarse al agua. Salió lo más rápido que pudo de la piscina y, casi sin secarse, se refugió otra vez en el ordenador.

La comida fue ligera y rápida y, aunque no pudo evitar lanzar algunas miradas furtivas a las bellezas que le acompañaban, parecía como si el deporte le hubiera rebajado la testosterona a unos niveles aceptables.

La tarde pasó entre siestas, juegos en el agua de unas y cerveza en el porche del otro. Hasta que, durante la cena, Lucía le pidió, de hecho le exigió que las llevara a la discoteca que había a las afueras de la urbanización. Primero se resistió, pero luego pensó que cuanto más las alejara de su lado, mejor para todos. Y era verdad que se solían portar bien hasta cierto punto, más que la mayoría de los chicos de su edad. O eso suponía.

—De acuerdo, pero os llevo y os voy a buscar a las dos, como mucho.

—A las tres.

—A las dos y media. Y que no tenga que entrar a buscaros.

—¡Uy, cuidado! ¡Que igual ahí dentro ligas con alguna chavalilla!

—Menos coñas. A las dos y media, como un reloj en la entrada. No me gusta ir a dormir tan tarde ni por vacaciones.

Les debió parecer más que suficiente porque parecían bien felices, sobre todo Lucía, que le dio un abrazo y dos besos en las mejillas mientras aplastaba sus orondos senos contra su pecho. Sonia también le dio un besito en la mejilla.

—Gracias, Carlos, eres el mejor. No te arrepentirás.

Corrieron a cambiarse. Y enseguida se arrepintió porque Lucía se había maquillado como si fuese a hacer la calle. ¡Y el vestidito que llevaba! Cortito, mostrando casi del todo los muslos y, aunque no tenía mucho escote, no se le ocurrió otra cosa que ponerse a bailar en medio del salón, meneando las caderas y los pechos, que parecían tener vida propia, sin sujetador que los domara.

Carlos contempló aquella estampa haciendo lo posible para no poner cara de estúpido. No lo debió conseguir.

—No me mires así, papá. Ya te he dicho que me portaré bien.

—Mejor voy a sacar el coche.

La discoteca estaba a las afueras del pueblo más cercano. Después del corto trayecto que llenó el vehículo de risas, selfies y cantos más o menos afinados, por fin Carlos pudo volver a casa y relajarse un poco.

Quedaban unas cuantas horas que decidió pasar con un whisky o dos y mirando un canal de deportes.

Pero aún no había pasado hora y media, cuando recibió un mensaje en el móvil. Era de Sonia: Ven a buscarnos, por favor.

¿Qué habría pasado? ¿Se habrían peleado? ¿No les gustaba el ambiente? Pidió una explicación, pero no la obtuvo. Bien, la tendría poco tiempo después.

Cuando llegó delante del local, había unos cuantos jóvenes haciendo cola para entrar y algunos otros saliendo. Ellas estaban un poco apartadas de la entrada, Lucia apoyada en Sonia.

Bajó del coche y Lucía se separó de su amiga.

—¡Vámonos, hostia!

Lloraba y el rímel le recorría la cara en largos regueros negros. Caminó tambaleándose un poco hasta el coche. Carlos le lanzó una mirada interrogativa a su amiga.

—Nada, que ha bebido un poco y ha tenido un problema.

Durante el viaje le contaron, entre lloros y enfados, lo que había pasado. Lucía, que había empezado la fiesta bebiéndose un par de cubatas antes de salir a bailar, se había puesto a bailar en la pista con un chico que no tardó en meterle mano aprovechando que no estaba muy sobria. A Carlos no le extrañaba. Él mismo se hubiera puesto como un mono en celo viendo el espectáculo que debió ser aquello. Sonia había intentado separarlos y llevársela, pero entonces aparecieron los amigos del chico y, entre todos, las llamaron de putas para arriba.

Carlos paró el coche y estuvo a punto de volver a la discoteca, pero Sonia le disuadió.

—Déjalo estar. Son cosas que a veces pasan en las discotecas.

No tenía que explicárselo. En otros tiempos, él también se había calentado como una moto en aquel tipo de locales. Pero que alguien se hubiera metido así con su hija. ¡Qué se habían pensado!

Cuando llegaron a la casa. Lucía a duras penas se tenía en pie, entre el alcohol y las emociones. Entre las dos la llevaron dentro y la tendieron en el sofá del salón.

—Me parece que voy a vomitar.

Carlos fue a corriendo a buscar una bolsa. Cuando volvió, Lucía no había vomitado, pero lloraba a moco tendido abrazada a su amiga.

—¡Todos los tíos son unos hijos de puta!

—Va, tranquila. Ya ha pasado Aquí todos te queremos. Y tu padre es un tío, pero no es un hijo de puta.

—No, él me quiere y me respeta.

Y entonces se levantó y le abrazó con fuerza, otra vez aplastando los pechos contra su cuerpo. Como era bastante más baja que él, le apretaban el vientre, a una distancia no muy prudencial de su entrepierna.

—Vamos, cariño, deberías irte a la cama.

Ella observó las escaleras y negó con la cabeza.

—Mejor me quedo a dormir en el sofá. Quedaos conmigo un rato, por favor.

Se tendió en un instante.

—A lo mejor te tendríamos que cambiar la ropa —dijo Sonia.

—Voy a buscarle algo.

—Tiene la ropa de cama debajo de la almohada.

En la habitación recogió una camiseta de tirantes con un Hello Kitty bordado (¡Qué niñas podían ser a veces!) y unas braguitas del mismo estilo a las que había ensuciado con su esperma aquella misma mañana. Cogió también una sábana limpia, por si acaso.

Cuando volvió al salón, Lucía se había vuelto a incorporar y lloraba a moco tendido abrazada a su amiga. Carlos les tendió la ropa y la sábana sin saber muy bien qué hacer. Sonia le hizo un gesto de “yo me encargo” y, después de hacerle cuatro caricias y cuatro besitos a su amiga del alma, le dijo:

—¿Nos dejas un rato a solas?

—Sí, claro —. Y salió al porche con el último vaso de whisky que no se había acabado aún.

Un rato más tarde, Sonia apareció en el porche.

—Me ha pedido que la acompañemos hasta que se duerma.

La siguió hasta el salón. Había apagado las luces excepto la de una lámpara de pie que había en un rincón. Lucía estaba tendida sobre el sofá, con los ojos cerrados. Obviamente, estaba desnuda bajo la sábana porque la ropa de cama y el vestidito corto estaban depositados en una butaca.

­—No ha querido ponérsela. Se ha quitado la ropa y se ha tendido tal cual. Solo quería dormir.

Se sentaron uno al lado del otro en el sofá de enfrente, contemplándola.

—Mírala qué bonita es. ¡Hasta borracha se ve mejor que ninguna!

—Te estoy oyendo, Sonia —masculló la aludida sin abrir los ojos—. No estoy borracha, solo medio borracha.

Se rieron un poco. Poco después, Lucía respiraba profundamente.

—¿Nos quedamos un rato más?

—Sí, ahora mismo no tengo sueño.

—Le hacemos compañía un rato, pues. Voy a prepararme el cubata que me falta esta noche. ¿Te traigo algo?

Él, que ya llevaba dos whiskys, pensó que una cerveza no le haría daño.

—Marchando.

Cuando Sonia marchó, se quedó contemplando la hermosa cara de su hija, con una mezcla de amor y del deseo que no se acababa de apaciguar. No pudo evitar imaginarse lo que escondería aquella fina sábana. Recordó cómo se movían sus pechos en aquel baile improvisado de hacía unas pocas horas. Tenía en su propia casa una chica joven, rubia, de pechos grandes, de figura espectacular. Y estaba desnuda debajo de aquella sábana. Desnuda. Sintió cómo la tensión empezaba a hinchar su entrepierna.

Sonia volvió con las bebidas y estuvieron bebiendo un rato en silencio, los dos contemplando a la bella durmiente.

—No sabe beber —dijo Sonia—. Otras veces le ha pasado lo mismo. Se pone a bailar de esa forma y, en según qué lugares, pues tiene que pensar que hay mucho garrulo suelto.

—Pero esa no es razón para que le falten el respeto —dijo él mientras se imaginaba las tetas escondidas de su niña.

—Mi madre siempre dice: si hay tiburones, no te metas en el agua.

Se rieron un poco.

—¡Ay! Ya sabes que la quiero mucho, pero da un poco de rabia salir con ella.

—¿Por qué?

—Tú que crees, a su lado, todas parecemos feas.

—Tú no eres fea, Sonia, eres muy bonita.

—¡Ay, gracias, eres muy amable! Pero es igual, cuando sales con Lucía los chicos solo la miran a ella.

Él recordó como le había tocado la tetilla aquella misma mañana. Se giró para mirarla. Ella también lo hizo.

—¿De verdad crees que soy bonita?

Quizá fue el alcohol quien habló. No estaba muy seguro.

—Mucho. Lucía no tiene nada que envidiarte. Eres bonita, inteligente y muy buena persona.

Ella se sonrosó y le dio otro sorbo a su cubata.

—He tenido dos novios.

No sabía si quería decir que eran pocos o muchos.

—Y cuando estábamos con ella, la miraban más que a mí.

—Unos tontos.

—Y unos torpes. No me gustan los chicos de mi edad. No saben nada y solo piensan en ellos mismos.

—No habrás encontrado al adecuado. El año que viene en la facultad será distinto, ya verás.

—Deben ser todos unos empollones pomposos —estaba empezando a hablar más torpemente. Supuso que tampoco era su primer cubata de la noche—. Me gustaría encontrar a alguien diferente. Amable, con experiencia, que sepa tratar a una mujer. Darle lo que necesita.

¿Era su imaginación o aquella conversación empezaba a ir por caminos ambiguos?

—Mientras hacíamos cola para entrar, hemos hablado de ti. No entendemos por qué estás solo. Lo tienes todo para tener una nueva pareja: eres guapo, inteligente, amable… Lucía me ha confesado que hace unos años estaba medio enamorada de ti.

—Bueno, a veces, las niñas tienen esos sentimientos con sus padres.

—No hace tantos años.

Él se giró para mirar a su hija. Dormía como un angelito. La boca entreabierta. Un ligero ronquido escapaba de sus tiernos labios.

De pronto, sintió una mano sobre su muslo. Se giró hacia Sonia. Ella le miraba con los ojos entrecerrados, la boca también entreabierta. Luego, cerrando los ojos, acercó su cara a la de él. Los labios no tardaron en encontrarse. Sabían a alcohol. Estuvieron un rato besándose, primero solo con los labios; luego, entraron en juego las lenguas, mientras la mano de ella subía por el muslo hasta llegar al bulto que le iba creciendo entre las piernas. Él le puso una mano en una teta y se la acarició suavemente. Ella gimió.

Empezó a frotarlo con la mano, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que estuvo empalmado al máximo. Entonces ella se separó y le miró a los ojos.

—Quiero que disfrutes mucho, te lo mereces.

Se arrodilló en el suelo ante él y empezó a desabrocharle los pantalones.

—Espera. Aquí, no. ¿Y si se despierta?

—Tranquilo, está roque. No se entera de nada.

Él no estaba para muchas discusiones. La ayudó con los pantalones. El pene y los testículos se marcaban claramente en su ceñido slip. Ella sonrió y volvió a tocárselo por encima de la mínima capa de tejido.

—¡Qué dura la tienes!

Frotó una mejilla por aquel bulto. Él miraba a Lucía, con una extraña mezcla de ansiedad y morbo que le ponía a mil. Notó como Sonia agarraba la goma del slip y tiraba hacia abajo. La polla saltó como un resorte.

—¡Qué dura y qué gorda!

La pequeña mano de la chica empezó a acariciar el tallo de la verga como había hecho antes. La suave piel de aquellos delicados dedos le provocaban chispazos de placer. Volvió a mirarla. Se la veía muy excitada, la respiración cada vez más jadeante, la otra mano no tardó en hundirse en su propia entrepierna.

Él volvió a mirar a Lucía y no pudo evitar imaginar que era ella la que le estaba masturbando. Se empalmó aún más. Hacía años que no la tenía tan dura.

—¡Casi no la puedo coger con una sola mano!

Ahora ya la usaba toda para acariciarlo. Arriba y abajo, arriba y abajo.

­—¿Lo hago bien? ¿Te gusta?

—Sí. Tócame un poco los huevos.

Le complació sin falta. Le frotó el escroto velludo. Los tenía tan tensos que casi no se movían.

—¡Qué grandes son! ¡Qué macho eres!

Sabía realmente como poner caliente a un tío.

Volvió a masturbarlo.

—¿Te pone mirarla mientras te lo hago?

Él bajó la mirada y se dio cuenta de que ella se había dado cuenta. Sonreía traviesamente.

—Eres un poco pervertido, ¿no? Es tu hija.

Pero no dejó de sonreír ni de frotarle la verga.

—¿Sabes? A veces me masturbo pensando en ella. ¡Y no soy lesbiana pero es que está tan buena!

Dejó de sobarle la polla y se incorporó.

—¿Alguna vez le has visto las tetas? Son perfectas.

Él solo pudo negar con la cabeza.

—Se las quieres ver, ¿verdad?

Se acercó a su amiga y le bajó un poco la sábana. Entonces, aparecieron los pechos de Lucía en todo su esplendor. Grandes y firmes; a pesar de que estaba tendida de lado, casi no se deformaban de tensos que eran. Unos pezones rosados, ni muy grandes ni muy pequeños coronaban aquellos blancos montículos de carne. Agarró el aire con las manos, como si estuviera haciendo lo mismo con sus tetas. No pudo evitar emitir un gemido.

—¡Qué caliente me pone esto! —dijo Sonia, que ya no sonreía.

No tardó en quitarse la blusa que llevaba. Luego el sujetador. Se levantó los pechos con las manos.

—No puedo competir con ella, pero no estoy mal, ¿no?

Se acercó a él y se puso de rodillas a horcajadas sobre el sofá. Le pasó las tetas por la cara mientras frotaba la entrepierna contra la polla erecta. Él se las cogió y le lamió los pezones. Aunque ahora solo quería que se apartara para poder mirar a placer las maravillosas tetas de Lucía.

—¿Quieres que te la chupe?

No tuvo tiempo de responder. Ella se arrodilló otra vez ante él y le cogió el falo con las dos manos.

—Puedes seguir mirándole las tetas si quieres. Me pone muy cachonda que lo hagas.

No necesitaba aquella invitación. La húmeda lengua de Sonia le recorrió el glande, recogiendo una gotilla de líquido seminal, mientras él se recreaba en la visión del par de mamas de su hija. Se agarraba al sofá como si las estuviera sobando. Sonia se metió el glande y empezó a chupársela, mientras le masajeaba el frenillo con la lengua. Aquello empezaba a hacerse insoportable.

Estuvo tentado de tocarle las tetas a Sonia, pero le pareció que le sabría a poco, teniendo delante las que tanto le excitaban. Se estaba acercando peligrosamente al orgasmo. Ella se sacó la verga de la boca y empezó a lamer el tronco mientras le miraba a los ojos.

Se dio cuenta de que la chica seguía masturbándose, una mano metida debajo de la falda y la otra pellizcándose un pezón. La visión era mejor que cualquier fantasía que hubiera tenido en su vida. Empezó a tensarse y a arquear la espalda. Pensando que una ocasión así no la tendría otra vez en la vida, le pidió a Sonia que parara. Ella dejó de lamerle sin dejar de toquetearse.

—¿Pasa algo?

—Quiero que dure más.

—Yo no —respondió ella, jadeante—. Ya casi estoy.

Y siguió masturbándose de rodillas ante él, mientras le volvía a sobar la polla erecta. Él se dejó hacer. Cerró los ojos y se imaginó que era la mano de Lucía la que le manoseaba el pene.

Poco después, los gemidos entrecortados de Sonia le regalaron los oídos. Se estaba corriendo. La mano le apretó con más fuerza aún y él no tardó en acompañarla. Las contracciones le recorrieron todo el cuerpo y un espasmo impulsó el primer chorro de leche. El placer fue tan intenso que cerró los ojos y no pudo reprimir un quejido, dejándose llevar solo por las sensaciones. Espasmo tras espasmo acompañaron al primero. Los borbotones no parecían acabarse nunca, ni tan siquiera cuando ya no salió más semen.

Finalmente se relajó. Sonia aún le tenía cogida la polla. Abrió los ojos y vio como tenía restos de semen en la frente, en las mejillas y en los labios, que se estaba relamiendo golosamente. También había algunos goterones en el suelo.

Pero lo más increíble fue cuando se le ocurrió volver a mirar a Lucía.

Para su espanto, tenía los ojos abiertos.