Un verano con su hija 11

Cinco días de sexo desenfrenado acaban de forma algo inesperada. Luego, una sorpresa, quizá más esperada.

Hola a todos. Me disculpo un pelín. Este último mes ha habido algunas novedades que me han quitado tiempo. Espero que esta nueva entrega os guste al menos como las demás. Creo que la serie ya no da mucho más de sí y me estoy planteando pasar a otros argumentos. Aún así abrá algún capítulo más (¡no podría acabar con este cliffhanger!). Me he prometido mantener una periodicidad de dos semanas, pero mis promesas son tan fiables como las de algunos políticos.

Este lo dedico a mi musa online y a mis musas offline. Sin estas últimas, esta historia sería casi imposible.

Durante la semana tomaron una rutina. Por la mañana salían a correr. Lucía estaba mucho más en forma y habitualmente se adelantaba a su padre. Él lo aprovechaba para verle removerse el culillo atrapado en los leggins ajustados. Cuando ella frenaba y le esperaba, seguía dando saltitos, quizá para no enfriarse, quizá para que pudiera admirar más aún los movimientos de sus firmes pechos.

Cuando volvían a la casa, ni pasaban por la ducha, sino que se desnudaban y se tiraban de cabeza a la piscina. Más de una vez, Carlos ya estaba semierecto por las exhibiciones anteriores. No tardaban en abrazarse, besarse como locos, los cuerpos frotándose con deseo, su verga cada vez más empalmada restregándose contra la piel suave y húmeda de su vientre.

A veces, ella jugaba a que le persiguiera por el agua, hasta que se dejaba atrapar y él la follaba como un poseso. Otras, le urgía a salir de la piscina y lo hacía tenderse en una de las tumbonas; entonces le hacía un masaje con las manos y con las tetas, en la espalda, las nalgas, los muslos, hasta que le hacía girarse y le chupaba la polla mientras él le comía el coñito rosado. Y, una vez, él la atrapó antes de que se lanzara al agua, le metió dos dedos en el sexo y la masturbó hasta que empezó a gemir, le abrió las piernas al máximo y la montó sin contemplaciones, los cuerpos sudorosos agitándose como los de animales en celo.

Aliviadas las tensiones matinales, se tendían en el césped y se abrazaban, se besaban, se decían obviedades y se reían por cualquier tontería, como adolescentes enamorados.

Al mediodía alternaban las comidas en casa con las que hacían fuera. Luego se echaban en el sofá, uno en brazos del otro, él acariciándole el rubio cabello, ella dándole besitos en el pecho velludo. Después de la siesta, veían una película o dos capítulos de una serie o ella se ponía a imitar a sus cantantes favoritas, entre movimientos sensuales que le ponían al límite.

Aun así, dejaban lo mejor para la noche. Después de cenar, salían al porche, a contemplar el cielo nocturno, abrazados como viejos amantes. No tardaban en volver los besos, los lametones, las caricias subrepticias, siempre pendientes del posible paso de algún vecino. Cuando ya no podían más, subían a la habitación de él y ahí se hacían el amor, esta vez lentamente, con pasión más refrenada. Y cuando él se corría y volvía a abrir los ojos, la miraba a los suyos tan azules y sentía que le tenía atrapado.

Se quedaban dormidos, abrazados, hasta que volvía a salir el sol.

El viernes a última hora, cuando acababan de cenar, Carlos vio que tenía un mensaje de Carmen en el que le pedía pasar el fin de semana con ellos. Él no supo encontrar una excusa para evitarlo y tuvo que aceptar. Carmen le dijo que traería una sorpresa. Esperaba que no fuera aquel seminovio que se había echado en el trabajo. A Lucía le encantó la idea y le dijo que no se preocupara, que ya encontrarían la forma de encontrar un ratito para ellos.

Carmen vendría a la hora de comer, después de que marchara la chica de la limpieza. Lucía le dijo que tenía un poco de dolor de cabeza y que prefería irse a dormir. Que no se preocupara que, por la mañana, ella también le daría una sorpresa.

Se fue a dormir temprano. Él se quedó ahí un poco decepcionado, aunque pensando que también le iría bien descansar un poco. A pesar de que volvía a sentirse como un chaval, naturaleza obliga y aquella mañana le había costado un poco empalmarse. Unos segundos más.

De pronto, le vino a la mente Sonia y su frasecita de que no aguantaba más de dos polvos en un día. Se había casi olvidado de ella. Ni tan siquiera Lucía la había mencionado. Habían estado tan ensimismados… Le extrañó que la chica no se hubiera comunicado con él. Aprovechando el paréntesis, cogió el móvil y le mandó un mensaje:

*Todo bien por ahí?

No tardó en responder.

*vaya, el hombre invisible

*Tú tampoco has dado señales de vida

*no keria interrumpir a los tortolitos

*No has hablado con Lucía?

*un poco, pero no la dejas ni a sol ni a sombra

*Qué te ha dicho?

*que es muy feliz y algunas tontadas mas. Te la estas follando cada día, no? Aun tienes leche en los huevos?

*Y tú aún estás enfadada?

*no se. Mientras lo hacias has pensado en mi?

Él vaciló. No quería mentirle pero pensó que estaba en deuda con ella.

*Sí

*has dudado. No pasa nada, lo entiendo. Yo tambien pienso mucho en ella y en lo k hicimos los 3. Me hago una paja cada día pensando en vosotros. Kieres verlo? Me has pillado en medio de una

Tras un rato, le llegó una foto. En ella se veía el sexo abierto de Sonia, enmarcado en su vello rojizo. Con dos dedos se abría los labios y con el corazón se acariciaba el clítoris. Él empezó a tener una erección.

*te a gustado?

*Sí

*mañana vuelvo, pronto tendras mas

Sólo había estado cinco días fuera. ¿No se iba quince días? Lo que quedaba claro era que aquel intermedio entre padre e hija empezaba a llegar a su fin.

Se fue a la cama él también. Se desnudó, volvió a mirar la foto del sexo de Sonia y no tardó en empalmarse del todo. Lentamente, recreándose, se masturbó, primero con la foto, luego evocando los últimos días, de la anatomía imposible y la carita de niña de Lucía, de su vagina caliente y estrecha, de Sonia, hasta de los grandes pechos de Carmen masajeados por su hija.

No tardó en aumentar el ritmo, disfrutando de los recuerdos de aquellos días locos. El móvil le vibró en la mano. Era otra vez Sonia, ahora una vídeollamada. Cuando se conectó, apareció ella tendiéndose en una cama de hotel y, desnuda y abierta de piernas, siguió masturbándose.

—Vamos, papá, córrete conmigo.

Parecía tener un sexto sentido. Él ya se estaba pajeando como un mono. Ella no tardó en gemir mientras los jugos impregnaban sus dedos.

—¡Enséñame la polla, papá!

Él bajó el móvil para que lo viera, aunque la habitación estaba semioscura.

—¡Qué dura! ¡Córrete!

Ella empezó a boquear. La tensión le bajaba desde la columna hasta la base de la polla. Se la agarró con más fuerza, mientras con un dedo se frotaba la base del glande.

—¡Ay, sí, papá, tócate ahí! ¡Qué bueno!

Se estaba corriendo, con el dedo metido bien adentro. Él no tardó en seguirla. Un primer chorro se elevó al cielo y se estampó sobre su vientre; los siguientes mojaron la mano, la propia verga, empaparon el vello de sus testículos. Cuando todo acabó, Sonia le guiñó un ojo.

—Buenas noches, papá. ¡Hasta pronto!

Se levantó para apagar el móvil.

Él se quedó ahí tendido, incapaz de decir nada. Antes de que su pene se hubiera relajado, ya se había dormido.

Había dormido como un tronco. Lucía le despertó con unos besitos en la oreja.

—Levántate, perezoso.

Ya iba vestida para ir a correr, aunque no tardó en darse cuenta de que bajo el top no llevaba nada.

—Hoy viene tu madre. ¿Y si nos vamos a la piscina y…?

—De eso nada. Tienes que mantenerte en forma. Venga, vístete. ¡A ver si hoy me atrapas!

Se fue corriendo. Él se vistió de deporte y, cunado bajó, se la encontró en el salón haciendo estiramientos.

—Hace muy buen día. Vamos antes de que empiece a pegar el calor.

Como siempre, ella tomó la delantera. Él la siguió, manteniendo su ritmo a duras penas. Cuando dejaron atrás las últimas casas de la urbanización y empezaron a internarse en la pista del bosque, ella se giró y empezó a dar saltitos. Las tetas se le movían como locas. Él no tardó en empezar a empalmarse.

—¡Uy, parece que alguien está deseando salir a pasear!

A pesar de que la erección le molestaba empezó a perseguirla con más energía. Ella volvió a correr, siempre manteniéndose unos pasos por delante. De vez, en cuando, se giraba y se reía de él, provocándole.

—¡Te estás haciendo mayor, papá! ¡Así no me vas a coger nunca!

Con el bosque de pinos rodeándolos, se sentía como un sátiro persiguiendo a una ninfa. La ninfa correteaba delante de él, a veces en línea recta, a veces en zigzag cuando él estaba a punto de atraparla. Estaba empezando a molestarse, ¿a qué coño estaba jugando?

Llevaba el cabello recogido en una coleta que se balanceaba de un lado a otro con cada una de sus zancadas. Allí vio una oportunidad. Una vez que ella había estado dando saltitos, al girarse la atrapó de la coleta. No tardó en tirar de ella.

—¡Ay, me haces daño! —aunque estaba sonriendo.

—Es lo que quieres, ¿no, putilla?

Él le dio un azote en el culo.

—Eres una niña mala, provocando así a tu padre.

La abrazó contra su cuerpo y empezó a sobarle los pechos.

—¿Soy mala, papá? ¿Cómo de mala?

—Muy mala, muy puta.

Ella se apartó. Estaba seria.

—No me llames así.

Se miraron a los ojos. Los de ella estaban entornados, sus labios en un mohín.

—No soy una puta, ¿verdad, papá?

—Hace días que te follas a tu padre, ¿a ti que te parece?

—Pero lo hago porque te quiero.

—¿Por qué no te has puesto el sujetador?

—¿A ti qué te parece?

—Eres una provocona.

Seguía mirándole seria, pero notaba la excitación en sus mejillas, en su respiración cada vez más agitada. Le estaba pidiendo algo, pero aún no estaba seguro de qué.

De pronto, Lucía se internó entre los pinos por un sendero más estrecho. Ya no corría, pero andaba deprisa. Carlos siguió el imán de su trasero. El sendero no tardó en llegar a un claro con una fuentecilla. Una mesa, dos bancos y una papelera eran el sucinto mobiliario que la acompañaban. Ella se sentó en un banco.

—Ven.

Él se acercó. Ella no tardó en bajarle el pantalón deportivo y el slip. Le cogió el tallo de la verga, que ya estaba bien erguida.

Le miró a los ojos, las pupilas bien dilatadas.

—Soy mala, papá.

¿Era una pregunta o una respuesta? Él le cogió la carilla y apretó un poco las mejillas sonrosadas.

—Demuéstramelo.

Ella acercó la cara y recorrió con la punta de su naricilla la fina piel del pene dilatado. La recorrió arriba y abajo mientras le sostenía los huevos. Él observaba mesmerizado aquella imagen tan excitante. Se pasó el falo por la frente y le lamió la base.

—¡Qué olor más potente! Me está poniendo muy cachonda.

De pronto, se levantó, se sacó el top, lo tiró a un lado y se sentó sobre la mesa. Él se sentó en el banco ante ella, entre sus fuertes muslos.

—¿No te preocupa que venga a alguien?

—¡Me importa una mierda!

Ella se rio, pero él apagó su risa cuando se inclinó sobre su pubis y empezó a frotarse contra él. Se dio cuenta de que tampoco se había puesto bragas. Besó la humedad que empezaba a formarse en el tejido elástico que cubría su sexo caliente. La lamió, saboreando su dulce sabor.

Ella comenzó a gemir. Cerró los muslos contra su cabeza mientras sus caderas empezaban a menearse.

—Te gusta chuparme el coño, ¿verdad, papá?

—¡Me gusta chuparte toda!

Ella separó las piernas. Él empezó a bajarle los leggins. Mientras lo hacía, la besaba por todas partes: el vientre, el vello rubio, los labios húmedos, los muslos aterciopelados. Cuando la tuvo completamente desnuda ante él, la admiró de nuevo.

—Eres una putilla maravillosa.

—No me llames así.

Él volvió a inclinarse y estampó la boca contra su coñito entreabierto. Bebió sus jugos, lamió su botón erguido, repasó con la lengua el sudado perineo, hasta llegó a explorar con la punta la profunda hendidura entre sus deliciosas nalgas.

Ella empezó a gemir más fuerte.

Volvió a su sexo, para regodearse en su clítoris, lamiendo, chupando, succionando, mientras le metía dos dedos en la raja empapada.

—Me… me voy a correr.

—Aún no.

Se levantó y se quitó la camiseta. Ahora estaban en igualdad de condiciones. Tenía la polla tan dura y sensible como la primera vez. La hizo levantarse y ponerse de rodillas sobre el banco de madera. Ella se agarró con fuerza, expectante. Un hilillo de fujo empezó a resbalar por el interior de su muslo.

—¡Métemela ya!

—Te la meteré cuando me lo digas.

—¡Métemela, papá!

—No es eso.

Carlos se acercó. Estaba como loco. Le dio un cachete en el suculento culo. Se moría de ganas, pero tenía que oírlo.

—Dímelo.

—¿Qué te diga qué? —su trasero no paraba de culebrear, masajeando la punta de su polla.

—Lo que eres.

—¡No soy una puta!

Él le dio otro cachete.

—¡Vamos, dilo!

—Méte… métemela.

—¿Sí?

—Métemela. ¡Métesela a tu puta!

Sin mediar palabra, empezó a penetrarla. Ella emitió un gemido que hizo temblar las ramas de los árboles. Penetró fácilmente en su vagina encharcada y no tardó en moverse con un ritmo frenético. Le agarró las tetas bamboleantes y las estrujó con ganas mientras le pellizcaba los duros pezones. Ella no tardó en correrse en un orgasmo que pareció inacabable. Él aguantó un rato más, sintiéndose amo y señor de aquel cuerpo que por un rato había dejado de pertenecer a su hija.

La embistió con más fuerza y con una embestida casi violenta la empujó contra la mesa. El semen surgió de su pene con rabia, llenando su cuerpo desmadejado.

Cuando todo acabó se quedaron allí unidos, sudorosos, jadeantes, el silencio del bosque acompañando sus respiraciones entrecortadas.

Luego se levantaron y se vistieron casi sin mirarse, casi con pudor. Cuando ella estuvo, le observó con una mirada que él no supo interpretar. Volvió corriendo por el sendero. Él la dejó marchar, sintiéndose un poco culpable y al mismo tiempo, con la sensación de haber cumplido un deseo que llevaba escondido durante esas dos semanas.

Bebió de la fuente y volvió andando a casa.

El resto de la mañana casi no hablaron. Cuando llegó al chalé, Lucía ya se había duchado, desayunado y se había encerrado en su habitación, con aquella música pop espantosa a todo trapo. Él se refrescó en la piscina y luego desayunó frugalmente. Cuando acababa llegó la chica de la limpieza. Él le indicó que hiciera solo más básico porque tendrían invitados. Mientras la chica se afanaba en la cocina, él salió a la piscina a leer un rato.

Se preguntó si había traspasado una frontera de no retorno. Cierto que ella había disfrutado, pero ahora en frío, ¿cómo se lo tomaría? Hasta aquel momento, en cierta manera, él la había tratado con respeto. Pero ahora… por qué negarlo, lo de aquella mañana le había hecho sentir como un dios.

Había empezado y vuelto a empezar cien veces a leer un artículo de una revista cuando sonó un claxon. Él se dirigió dentro de la casa y le dijo a la chica que ya podía marchar. Lucía bajó los peldaños de las escaleras de dos en dos y salió corriendo a recibir a Carmen.

Cuando llegó a la entrada, las encontró fuertemente abrazadas, con su hija llenando de besos las mejillas y la frente de su madre.

—Bueno, bueno, ¡sí que me has echado de menos! ¿No te trata bien tu padre?

Lucía se giró y volvió a poner aquella mirada indescifrable.

—¿No traías una sorpresa? —dijo Carlos después de darle un beso en la mejilla a su exmujer y cargar su exageradamente pesada maleta.

—Está dentro del coche.

Cuando levantó la mirada, alguien sacaba la cabeza por la ventanilla. Era Sonia, con una sonrisa de oreja a oreja.