Un verano con su hija 10

Por fin solos. ¿Qué más se puede decir?

Corto pero intenso. Espero que os guste.

La luz del crepúsculo la hace aún más hermosa. El contraste entre luces y sombras da una nueva textura a su piel sedosa. Lucía yace en la cama; se ha puesto el minivestido que llevaba la noche que fueron a la discoteca, pero esta vez no le importa. Esta vez lo lleva solo para él.

Ahí, tendida en la cama, los muslos bien expuestos a la mirada lasciva de su padre, la sonrisa entre inocente y pícara en la carita de ángel, Lucía es la imagen misma de la lujuria adolescente.

—¿Vienes?

No es una pregunta, es una orden, que él obedece sin dudar. Se acerca a la cama y se siente un poco ridículo porque está tan excitado que casi le cuesta andar. Ella le mira a la cara, luego al gran bulto que se marca en sus pantalones, luego le vuelve a mirar a la cara, con una mirada casi extraviada.

Él se sienta a su lado y se miran a los ojos, con un deseo casi desesperado. Ella se incorpora y él no tarda en cogerle la cara y cerrar los labios sobre los suyos. Los recorre con besitos tiernos; luego saca la lengua y le obliga a abrirlos. La lengua de Lucía viene a su encuentro y empiezan a lamerse él uno al otro en un baile húmedo y anhelante.

La mano de él baja para aferrarle uno de sus pechos turgentes. Lo frota suavemente, pero con firmeza, notando como se le yergue el pezón. Ella responde introduciendo la lengua entre sus labios y bajando una mano hasta su entrepierna, rozando con dedos ágiles la verga erecta.

Él se aparta un poco y la vuelve a mirar. Ella ya no sonríe. Su cara es todo pasión. Se vuelve a acercar y la besa en la mejilla, luego en la oreja, luego en la nariz, sorbiendo y lamiendo la puntita. Ella le lame también el mentón. Los labios y las lenguas vuelven a encontrarse.

La atmósfera empieza a hacerse irrespirable y él se aparta otra vez, contemplando su ligero jadeo, los labios húmedos, las mejillas arreboladas, los dos bultitos que coronan los senos henchidos, los muslos abiertos.

Ella se levanta de la cama y, lentamente, con parsimonia, se quita el vestido. Ante él, se muestra completamente desnudo el cuerpo más perfecto que ha visto en su vida.  Ella se lleva las manos a la nuca y se estira, provocando que sus pechos aún se vean más elevados y firmes. Él no puede evitar un tenue gemido. Casi sin darse cuenta empieza a desabrocharse el cinturón.

—Espera.

Lucía se arrodilla ante él, entre sus piernas. Recorre con un dedo la polla dura y llega hasta el cinturón. No tarda mucho en desabrocharlo y sacárselo. Luego le baja la cremallera y mete un dedo por la abertura, tocando dulcemente el sexo confinado. Él no puede ni reaccionar, casi aturdido.

Le desabrocha el botón y empieza a bajarle el pantalón. Él la ayuda y no tarda en sacárselo. Ella mira con gula la polla que deforma el slip, la boca abierta, la punta de la lengua asomando levemente. Le vuelve a mirar a los ojos.

—Quiero chupártela. Quiero que disfrutes.

Él asiente, loco de deseo. Ella vuelve a rozarle la polla hasta llegar a la base del glande. Se inclina y apoya la mejilla sobre aquella columna de carne escondida. Carlos gime, esta vez sin censuras. Ella se frota ahí un rato hasta que se separa y empieza a bajarle el slip. Él la vuelve a ayudar. La polla salta libre como un resorte. Cuando por fin él también él está desnudo, ella se queda mirando su cuerpo con admiración.

—¡Es impresionante!

Se levanta para volverle a besar en los labios, las tetas clavándosele en el pecho, el vientre exquisito acomodando su verga. Luego le besa en la frente, mientras él se aferra a sus pechos como a un salvavidas, los pezones clavándosele en las palmas como dardos.

Ella vuelve a sus labios, lamiéndoselos y chupándoselos. Luego va bajando por el cuello, el pecho, donde deja que su lengua baile con sus pezones. Sigue bajando por el vientre, los grandes y redondos senos restregándose contra la polla. Él los coge y los amolda a su virilidad enrojecida y ya sudorosa. Ella le mira y se deja hacer. Vuelve a sonreírle.

—Te gustan, ¿verdad?

—No sabes cuánto.

—Eres el primero que me las folla.

Él no sabe si creerla. Pero no le importa. Si no es verdad, es una bonita mentira. Ella suelta un salivazo que va a parar justo sobre la punta de su glande. Él también lo hace y las dos salivas se mezclan sobre la carne entumecida. Un olor acre asciende cada vez más intenso desde sus ingles, mientras usa la lubricación para aumentar el ritmo de su vaivén.

Pero ella no tarda en seguir bajando, hasta que el glande le roza el mentón. Aspira profundamente el aroma que desprende su padre.

—Eres muy hombre, papá —susurra.

Le coge la verga con una de sus pequeñas manitas.

—¡Casi no puedo abarcarla toda con una mano!

En aquella mano, el sexo de Carlos tiembla, sobreexcitado. Ya hace un buen rato que se controla para no acabar demasiado pronto. Ella parece leerle el pensamiento:

—No te preocupes por nada. Ahora mismo solo quiero que seas feliz.

Él asiente como un sonámbulo.

Lucía baja los labios hasta la tensa piel y empieza a darle besitos, subiendo por el tallo, deteniéndose en el glande, en la punta, en el borde, otra vez en la punta. Él tiene un espasmo y una gotita traslúcida surge del meato. Ella la recoge con su rosada lengua y se relame como una gatita.

—¡Qué rico!

Vuelve a recorrer el pene con los labios hasta llegar a la base. Le coge los huevos con una mano mientras con la otra lo masturba lentamente. Carlos ya está muy malo. Es deliciosamente insoportable pero no quiere que acabe nunca.

—Hija, para un rato.

Ella vuelve a mirarle, sin dejar de sostenerle la verga.

—¿No te gusta, papá? No tengo mucha práctica, pero…

—Demasiado me gusta, pero quiero que dure más.

—¿Qué puedo hacer?

—Siéntate en el suelo.

Ella le obedece.

—Abre bien las piernas.

Ella lo hace. El fruto maduro de su sexo aparece en el marco de su delicioso vello recortado.

—¿Por qué no te tocas un poco, bonita?

Ella, con una mirada medio vergonzosa lleva los dedos a la raja, húmeda de jugos vaginales. Mete un dedo entre los labios y se busca el clítoris inflamado.

—Tócate una teta, Lucía.

Ella sube la otra mano por su vientre hasta llegar hasta el pecho. La abarca con la palma mientras empieza a pellizcarse el pezón.

—¿Te gusta, bonita?

—Sí, papi. Pero me da un poco de vergüenza.

—No tienes que avergonzarte. Estás preciosa.

Él se coge la polla con una mano y se la masajea lentamente.

­—¡Qué dura la tienes, papi! ¡Me pone a cien!

La observa durante un rato: la carilla de princesa contorsionada en una mueca, mordiéndose ligeramente un labio; los dedos pellizcando cada vez con más fuerza el pezón, mientras el otro pecho se agita como un globo de agua; las caderas meneándose cada vez más de lado a lado.

Tiene a su hija masturbándose ante él, mientras admira su verga. ¿Puede haber algo más perverso?

Ella no tarda en abrirse más el coño para meterse dos dedos y se frota sin ningún reparo. Empieza a sacudir las caderas.

—¿Se va a correr mi niña?

—Ya… ya me falta poco.

—Ven aquí.

Ella se levanta casi trastabillando. Él le hace un gesto y ella se sube a la cama, arrodillándose a lado y lado de su padre, la polla rozando la tersa piel de su vientre, el fino vello y los labios de la vulva entreabierta. Le agarra y le magrea los pechos, le sorbe los pezones; ella gime extasiada, frotando el coño contra el erguido miembro. Ella se incorpora y él se lo coge para apuntar a su sexo encharcado.

Lucía baja lentamente, dejándose llenar por la polla paterna. Mientras lo hace, exhala un largo quejido que parece el de una niña que está a punto de romper a llorar, lo que le vuelve loco. Cuando está bien dentro de ella, le coloca las manos sobre los hombros y empieza el vaivén. Él, impaciente, le acompaña empujando sin miramientos y sin dejar de manosear y chuparle los pechos.

Ella no tarda en jadear y en lanzar esos grititos agudos que tanto le ponen. Él resopla como una locomotora. El olor a sexo desbocado inunda la habitación. El ritmo empieza a ser sincopado. Él levanta la cabeza, le agarra la rubia cabellera y la mira como un loco:

—¡Córrete, bonita, córrete!

Como si estuviera esperando esa orden, ella lo hace, culeando con un ritmo desacompasado, las paredes de su vagina comprimiendo la verga embebida. Él ya no puede ni quiere resistir más. Lanza un alarido al aire y eyacula un chorro tras otro de su espeso semen en la vagina de su hija, mientras hunde la cara en sus espléndidas tetas.

Cuando todo acaba, se quedan un buen rato unidos, los cuerpos temblorosos. Tras un tiempo eterno, él levanta la cara para mirarla. Ella respira como si se estuviera ahogando, los ojos cerrados, las mejillas arreboladas, una gotilla de sudor bajándole por la frente, volviendo a la diosa más terrenal.

Le besa en los labios con dulzura. Ella devuelve el beso y abre los ojos.

—Te quiero, papá.

—Y yo a ti, cariño. Y yo a ti.