Un trío y una ilusión rota

Un "extraño" trío y un motivo para reflexionar un poco.

Yo estaba solo. Más bien aburrido. Allí ya no estaba haciendo nada. Pero fuera llovía mucho y soplaba un fuerte viento.

Yo estaba sentado en un sofá. Ante mí, una mesa con un café con leche. Sobre los recuadros de un sudoku, había puesto un par de números. Pero  no me apetecía seguir con aquello.

Más allá de la mesa, dándome la espalda, de cara a la pared, y ante un ordenador, un chaval de veintipocos    años navegaba. Lo conocía de vista. Era atractivo. Tenía unos cascos puestos. Su pelo y el tono de su piel sugerían su origen. Dirigí una mirada a su nuca apetecible. El sexto sentido me advirtió de que era hetero. Seguía siendo atractivo. Miré un poco más lejos, hacia la pantalla del ordenador y los caracteres árabes que vi ya no me dejaron duda de cual era el origen del joven atractivo. Volví, sin ganas, al sudoku.

Entró una figura masculina. Venía enfundado en un impermeable con la capucha puesta. Chorreaba como un pato mojado. Cuando se quitó el impermeable, pude ver que el recién llegado debía de andar por la decena de los treinta. Bien parecido. Podría resultar hasta muy atractivo si no fuera porque se le notaba triste y apático. Parecía buscar a alguien. Se interesó por una serie de dibujos, carteles y avisos clavados en un corcho colgados de una pared, De esta vez el sexto sentido dijo: homo.

Tendí la red. Abrí el portátil. Comprobé que el morito continuaba abstraído con sus cascos y su ordenador. Tecleé CAMIONEROS.NET y bajé un poco la página de inicio hasta la sugerente imagen del policía. Allí me paré y dirigí la atención al recién llegado. Si quisiera, podría ver la imagen que había en la pantalla de mi portátil. Esperé. El desconocido no tardó en lanzar una mirada furtiva. Le dirigí una sonrisa y se animó a acercarse. Tecleé mi correo y mi clave de acceso. Fui en directo al menú de usuario y abrí uno de mis relatos. Me dirigí a él. “Yo escribo en esta página de contactos gay. Este relato es mío. ¿Quieres verlo?” Se sentó a mi lado. “¿No conoces esta página?” No la conocía. “No está mal”. Dejé que fuera él quien explorara lo que le apeteció y que hiciera todas las preguntas que quiso hacer.

Había dejado de llover. “Te invito a tomar algo en un sitio más acogedor que este. ¿Te apetece?” Me lo llevé a un mesón próximo. Todavía no era hora de lleno y pudimos sentarnos a una mesa bastante aislada. Un par de cervezas y una tapa de jamón serrano eran una buena merienda. Faltaba sólo iniciar la conversación. “Verás, yo estoy recién llegado aquí y casi no controlo esto. ¿Cómo anda el ambientillo? No he visto nada. ¿Qué hay? ¿Dónde ligáis?” ─ “La verdad es que ahora en invierno no hay mucho que hacer por aquí ni mucho donde ir. Lo bueno es en verano. Yo suelo ir a una playa que tiene una zona de cruising que está muy bien. Hasta en invierno cuando hace sol.”

Ya estaba roto el hielo. Y Miguel tenía quería hablar. De muy buena gana, se dejó tirar de la lengua. Le pedí detalles sobre la playa. Y sobre sus gustos. Le hablé de los míos. Poco a poco, la conversación se fue calentando y Miguel terminó contándome un relato como para colgar en CAMIONEROS.NET:

Me gusta tomar el sol en pelotas. Era una tarde de agosto y yo estaba tumbado en una duna dejando que el sol tibio acariciara todo mi cuerpo. Oí un ruido, abrí los ojos y vi como se acercaba un cuarentón muy bien conservado. Sólo llevaba un bañador rojo. Empecé a empalmarme. Resistí la tentación de volverme boca abajo para ocultarlo y dejé que pudiera verme. Cuando el pasó por delante, a pocos metros de mí, mi erección era muy evidente. Aquel hombre me gustaba mucho. Él miró hacia mí y tuvo que darse cuenta de lo que me estaba pasando. Siguió su camino y yo vi como se dirigía a la zona de árboles donde termina la playa. Me puse el bañador; aunque no sé bien para qué porque no ocultaba nada. Más bien al contrario. Se notaba todavía más. Pero no había nadie a la vista. Me puse de pie, me eché al hombro la toalla y la mochila con la ropa, y me dirigí a los árboles hacia donde había pasado aquel hombretón. Vi como él se adentraba por un sendero estrecho entre matorrales y lo seguí.

No hubo que andar mucho. Pronto me lo encontré parado y semioculto en un abrigo entre la maleza. Al verme, hizo el gesto que yo deseaba. Llevó su mano por un momento a lo alto de sus piernas. Luego la retiró y yo pude ver que estaba tan empalmado como yo. No dudé y me fui hacia él en directo. Cuando me tuvo al alcance de su mano, se limitó a cogerme de un brazo y, sin decir palabra, tirar de mí hasta que los dos quedamos prácticamente ocultos por la vegetación. Entonces me abrazó y con su boca buscó la mía. Llegó con su lengua lo más adentro que pudo. Yo la acariciaba entre mis labios y la mordisqueaba suavemente con mis dientes. Respiraba el aire que el expulsaba. Yo jadeaba. Casi me ahogaba de excitación al sentirme abrazado por tal macho. No sé como fue porque perdí la noción de lo que estaba pasando. Solamente vi que  mi toalla, mi mochila y nuestros bañadores estaban tirados en el suelo. Y sentí un cuerpo desnudo muy pegado a mi cuerpo también desnudo. No sé donde estaban nuestras manos. Me parece que estaban en todas partes a la vez. Sí sé donde estaba su boca. Y sé que yo no podía despegar la mía. Y sentía su lengua incansable.

Su mano empezó a abrirse paso por mi entrepierna. Sentí la manaza primero, la muñeca gruesa después, entre mis muslos. Instintivamente los separé para que su dedo índice pudiera abrirse paso. No entró. Él lo retiró por un momento para ensalivarlo abundantemente y volver con él otra vez a la carga. Ahora sí. Con caricias por el exterior, con presiones de la yema del dedazo, fue dilatándome. Hasta entrar con una total suavidad. Una vez dentro, y curvando un poco el dedo, presionó sobre la parte anterior de mi recto. Lo masajeó y yo empecé a chorrear líquido preseminal. Busqué su nabo y me agarré a él. Era aquello, en vez de su dedo, lo que yo quería que masajeara mi interior. Le pregunté. “¿Tienes un condón?” No tenía. Y yo tampoco. Él me aseguró que no importaba, que se iba a controlar y no se correría dentro de mí. No acepté. Pero él insistió. “Solo un poquito. Anda, déjame, por favor. De verdad que no me corro dentro.”

Poco después yo estaba tumbado sobre la arena del suelo, con mis pies puestos sobre sus anchos hombros y él estaba de rodillas entre mis piernas. Continuó el masajeo. Pero ahora era con algo que daba muchísimo más placer que un dedo. Duró menos de lo que yo hubiera querido. Sentí como se estremecía y, dando un gemido, salía con urgencia. A continuación vi como sobre mi pubis se formaba un charco de leche blanca y espesa. No pude reprimirme. Eché la mano y después, bien untada, di con ella un masaje sobre mi capullo. Aquello resbalaba con una suavidad enorme produciéndome tal placer que tardé sólo unos segundos en vaciarme. Me miró con una sonrisa de satisfacción. “Me llamo César, ¿y tú?” ─ “Miguel”. Nos limpiamos concienzudamente en mi toalla. Saqué tabaco de la mochila. Le ofrecí y, muy relajados, nos tumbamos uno junto al otro a disfrutar el cigarro que mejor sabe. El de después de una follada. “¿Tienes donde apuntar mi teléfono?” No. Yo no tenía. “Ahora tengo que dejarte. Estoy con unos amigos en la playa y no quiero tener que darles explicaciones. A ellos no les importa lo que yo haga”… “Quiero volver a verte. Vuelve mañana y yo vendré solo.”

Me tardó en que llegara mañana. Pero cuando llegó, yo estaba esperándolo en la misma duna y volvimos juntos al mismo sitio.

De esto hace ya tres meses. Hemos pasado juntos unas cuantas noches de sábado. Siempre que podemos. Él quiere seguir y yo quiero seguir. Hasta anteayer yo me sentía muy feliz. Pero anteayer…

Yo quería conocer a César. Me costó convencer a Miguel, pero al final lo conseguí. Quedamos una tarde cuando César saliera de su trabajo. Escogí yo el día. Y escogí uno en el que yo sabía que iba a estar solo en casa hasta por lo menos las diez de la noche. Quedamos a las siete. César llegó un poco retrasado pero, cuando entró en el bar, Miguel no tuvo que decirme nada. Tanto me había hablado de él, que lo reconocí sin ningún género de dudas. Entendí el entusiasmo de Miguel. ¡Qué aspecto tenía aquel hombre! Parecía especialmente creado para el sexo. Me lanzó una mirada de recelo. Miguel dijo “este es el amigo del que te hablé”. Confié en mi poder de seducción y le dirigí la mejor de mis sonrisas y la más cariñosa de mis miradas. Le alargué la mano. La aceptó y yo sentí como mi mano se perdía dentro de una gran mano afectuosa y de tacto muy agradable. Un gran apretón, dos sonrisas, y yo respiré aliviado. Me dije para mis adentros “vaya, parece que no has perdido tu viejo poder de seducción.”

Les propuse terminar la tarde en mi casa. Miguel aceptó sin dudarlo. Lo estaba deseando. César parecía pensar “bueno, si no queda más remedio…” El camino hacia mi casa era corto. César se mostró como un hombre feliz, hablador, dicharachero y simpático. Miguel no entró en la conversación. Se mantuvo en un silencio un poco tenso.

Ya en mi casa, nada de cervezas. La situación merecía algo un poco más fuerte. Los dejé sentados en el sofá del salón y fui hasta la cocina. Volví con una botella de whisky, tres vasos y un cuenco con hielo. César pasaba su brazo izquierdo por detrás de la espalda de Miguel y él tenía recostada su cabeza sobre su hombro. La mano derecha de Miguel descansaba sobre el muslo de César. La escena resultaba hasta tierna. No se inmutaron por mi presencia y César le dedicó unas caricias a Miguel. Serví los whiskys y me senté en un sillón delante de ellos. Hubo un silencio. Ahora sí que iba a tener que sacar a relucir todo lo que me quedara de poder de seducción. Esperé a que César diera el primer sorbo a su vaso y entonces tragué saliva y me lancé en plancha. No tenía nada que perder, así que adelante. Lo peor que podría pasar era recibir un no.

Me dirigí a César. “Miguel me ha contado como os conocisteis en la playa. Él lo recuerda perfectamente. Me gustaría saber tu versión de aquella tarde”. César me miró con extrañeza. Y con un cierto cabreo. Debía de pensar que yo estaba metiéndome en lo que no me importaba. No me arrugué y volví a la carga. “Tío, hablar de sexo no es malo. Es muy bueno. No hace mucho que conozco a Miguel pero me parece que somos ya grandes amigos. Hubo mucho trato entre nosotros”. La desconfianza de César subió varios puntos. Por un momento, pensé que estaba dispuesto a ponerse de pie para marcharse o para partirme la cara. Me ayudó Miguel. “Anda, cuéntaselo. A mí también me gustaría saber cómo fue para ti aquella tarde que nos conocimos”. Y César, por fin, se arrancó con  su relato.

Pasé el día en la playa con mi hermano, mi cuñada y una pareja amigos de ellos. Estaba harto de niños insufribles y les dije que quería correr un poco por la arena. Era un pretexto porque en realidad lo que me pasaba es que yo tenía un calentón de la hostia. Así que cuando me alejé lo bastante como para que ya no me vieran, dejé de correr y me dirigí hacia las dunas sabiendo que allí podría bajarme el calentón. Iba dispuesto a follarme al primer bicho viviente que se me pusiera por delante. Fuera quien fuera. Me daba igual quién. Yo necesitaba clavársela a alguien. Vi un rapaz tumbado tomando el sol. Ni me fijé en él. Yo tenía prisa por perderme en el bosque. Pero me di cuenta de que me seguía. Me paré a esperarlo y cuando se me acercó, sin fijarme en más, me lo agarré y me lo zumbé allí mismo. Él quería un condón, pero yo no estaba para condones ni pijadas por el estilo. Tenía que follar y me lo iba a follar ya. Pero no soy tan cabrón como parezco y me apeé en marcha porque el rapaz me lo había pedido. Le dejé los cojones llenos de leche. Habría preferido dejársela dentro porque me habría corrido más a gusto. Pero tampoco importó mucho. Lo que yo quería era vaciar todo aquello que ya estaba haciendo que empezaran a dolerme los huevos. Yo ya estaba listo. Iba a irme ya, cuando me fijé en el rapaz. Estaba pajeándose con mi leche. Entonces me di cuenta de que la estaba apreciando tanto como si le hubiera hecho un gran regalo. Me gustó ver cómo él disfrutaba con lo que yo le había dado. Volví a excitarme y le dije que quería volver a verlo. El primer sábado en el que tuve ocasión de hacerlo, me lo llevé a dormir a mi casa. Fue el mejor polvo de toda mi vida.

Y aquí empezamos el diálogo.

─ “¿Y por qué fue mucho mejor el polvo en tu cama que el polvo en la playa?”

─ “Joder, macho. No compares. Una cama no tiene nada que ver con un suelo de arena. Y un polvo con calma y bien disfrutado no tiene nada que ver con una follada rápida y con miedo a que te pillen en plena faena.”

─ “¿Seguro que fue sólo por eso? ¿No hubo nada más?”

─ “¿Qué coño podía haber más? ¿No te llega?”

─ “Piensa un poco, César, que estamos hablando en serio de cosas serias. ¿Qué acabas de decirme? Acababas de correrte en la playa y te volviste a excitar otra vez. ¿Por qué?”

─ “Porque vi como estaba gozando él.”

─ “¡Ah! Ahí lo has dicho. ¿Qué es mejor el gustirrinín que notas tú en el mete y saca o sentir el gustirrinín que le estás dando al otro? ¿Ver el placer que siente el otro no aumenta tu placer hasta ponerte por las nubes?

César se quedó pensativo.

─ “¿Sabes, César? Miguel me ha contado que cuando se va a acostar contigo va pensando más en el placer que vas a sentir tú que en el gusto que le vas a dar tú a él. Y se siente alguien importante al notar que puede hacerle pasar un buen rato a un tío como tú. Autoestima se llama eso, ¿sabes? Y la autoestima es muy importante. Forma parte de la felicidad.”

Un rato de silencio hasta que César terminó aceptando algo.

─ “Me parece que tienes razón. A mí lo que más me importa es lo que quiera Miguel. Y si yo puedo dárselo…”

Esa era mi gran ocasión. No podía dejarla pasar.

─ “¿Sabes por qué estamos ahora aquí juntos los tres? Porque Miguel me lo ha pedido.”

César le dirigió una mirada a Miguel. Miguel afirmó con la cabeza .

─ “Si eso es lo que quiere…”

Y con un gesto de resignación, César empezó a soltarse el cinturón.

─ “¡Para! No sigas. Ya sé cómo es eso que estás a punto de sacar para fuera. No necesito verlo.”

Ahora sí que César se quedó totalmente descolocado. Seguí.

─ “De ti sé muchas cosas. Hasta donde tienes un tatuaje. Miguel no ha parado de hablarme de ti en estos últimos días. Hasta me ha enseñado las fotos que tiene en su smart. Pero tú de mí sabes sólo mi nombre y donde vivo. Te cuento. Yo trabajo de voluntario en una asociación de apoyo a infectados por el VIH.”

César se quedó con el pantalón a medio abrir y mirándome sin saber qué cara poner. Miguel, muy pálido, se mordía el labio inferior.

─ “Conocí a Miguel en la asociación. Él está infectado.”

Por la cara de César pasaron la sorpresa primero y la incredulidad después. Finalmente, el miedo.

─ “No puede ser. Yo estoy bien. Y siempre me salí a tiempo.”

Miró a Miguel con desconfianza.

─ “¿De dónde lo has sacado? ¿Quién te lo pegó? ¿Lo tenías ya cuando nos conocimos y no me dijiste nada? ¿Me lo has pasado a mí? Me dijiste que nunca nadie te había follado sin condón ¿Me has mentido?

Miguel estaba a punto de echarse a llorar.

─ “Calma, César, a Miguel no lo verá el especialista hasta dentro de diez días. Entonces puede que tengamos una idea de cuanto tiempo lleva contagiado. De momento sólo queda esperar. Y sería bueno que tú también te hicieras la prueba cuanto antes.”

─ “¿Pero cómo pudo ser? Tengo que saberlo.”

─ “Tío, ¿de dónde sales tú? ¿Es que no sabes como se contagia el VIH? El virus está en la sangre y en la leche. Con saliva y líquido preseminal no hay riesgo pero sangre y leche contagian.”

─ “Sangre conmigo no hubo y mi leche no se la tragó por ningún sitio. Además, yo estoy bien.”

─ “Vamos, tío, usa lo que tienes dentro de la cabeza. El riesgo de la sangre no está sólo en las jeringuillas. ¿Qué hay ahí entre tus piernas? ¿Piensas que eso, con el tamaño que tiene, puede entrar así como si nada por un agujero estrecho sin que haya riesgo de que produzca pequeños desgarros que sangren un poquito? Tan poquito que ni se note. Y un culo no es un coño. Está menos lubricado. Y sabes lo fina y suave que es la piel de tu capullo. Si estás ahí haciendo eso que tanto gusto te da de frotar y frotar, ¿no crees que en el interior de la tripa en la que frotas y en el capullo con el que frotas puede haber pequeñas erosiones? ¿O nunca has follado tanto que llegaras a despellejarte un poquitín? Suele ocurrir cuando te pasas en el dale dale. Y si no te pasas, puede que pase tan poco que ni lo notes. Pero ahí está la erosión por la que puede entrar el jodido virus. Que un culo no está lubricado, tío. Y por eso roza tanto y da tanto gusto”

─ “Entonces, con un buen lubricante…”

─ “Pues sí. Con un buen lubricante reduces los riesgos. Los reduces tanto más cuanto mejor sea. La entrada es más suave y hay menos riesgos de desgarros. Y te cubres el capullo con una capa protectora. Vale. Pero no es un condón. Reduces el riesgo, pero no lo eliminas. Y si es un lubricante de mierda, ni reduces siquiera”

─ “¿Y la leche? Si no te corres dentro…

─ “Te digo lo mismo. ¿Estás seguro de que cuando Miguel se pajeaba con tu leche no tenía una pequeña heridita en la mano o un pequeño roce en el capullo? ¿Y si le sueltas la leche dentro de la boca a alguien? Si tienes garantías de que la escupe sin tragar nada y de que tiene la boca perfectamente sana sin ninguna pequeña heridita, vale. Pero ¿tienes esa garantía? ¿O es que tú nunca te has mordido la lengua o el lateral de la boca? ¿O no te has lastimado al comer un pedazo de pan? ¿O no te has hecho pequeños arañazos en las encías al cepillarte los dientes? Y aunque la boca esté perfectamente sana. Parece que ser que el virus es capaz de entrar a través de sus paredes. Un riesgo hay. Aunque sea pequeño..."

César me miró sin tener respuesta que darme. Miguel parecía estar comprendiendo cosas. Ahora sí que estaba a punto de echarse a llorar.

─ “Ya sabes, macho. Con condón. Pero no te vayas a pasar al otro extremo. Por ejemplo, no se te ocurre ponerte dos condones para que la protección sea doble. Esa es la mejor forma de conseguir que los condones se rompan. Y si quieres que te la mamen, la saliva a ti no te supone peligro y tu líquido preseminal no supone peligro para él. Pero no seas joputa y córrete fuera. No vaya a ser.

Y seguí con otra cosa.

─ “Y si algún día quieres algo muy especial, extraordinario, con alguien muy especial, extraordinario, os hacéis antes una prueba los dos. Pero eso no os dará una garantía absoluta. Queda el efecto ventana”

─ “¿El efecto qué?”

─ “Ventana. El VIH es muy, pero que muy puñetero. Después de la infección, hay un periodo de unos meses en los que el enfermo no presenta ningún síntoma y las pruebas dan negativo. Pero el virus ya está dentro del cuerpo. Y lo peor de todo. Durante ese efecto ventana, es cuando el nuevo enfermo es más contagioso.”

─ “O sea, que la seguridad total nunca la tienes.”

─ “No. Nunca. Lo que más se acerca a la seguridad completa es el condón. Y con esto, ten también ojo. Mejor los de “marca”. Los de farmacia. Tienen más garantía.”

César se calló y se quedó pensativo. Lentamente, empezó a cerrarse el pantalón y a ajustarse el cinturón. Me miró fijamente.

─ “Me quedan dos años y medio para llegar a los cuarenta. Tuve varias novias. Pero me tiran más los hombres. Estoy harto de llevar una doble vida siempre fingiendo con la familia, los amigotes y los compañeros de trabajo. Estaba pensando en hacer un cambio en mi vida. Estaba pensando en plantearme una relación estable con Miguel. Iba a ser un bombazo. Especialmente en este puto pueblo tan hipócrita. Pero estaba dispuesto a hacerlo”

Miguel se echó a llorar y yo me estremecí al darme cuenta del tiempo verbal que había usado César. ESTABA. Pasado. Me di cuenta de lo que es lo más espeluznante del VIH. La enfermedad ya no es terrible ni mortal si se inicia el tratamiento a tiempo. Los medicamentos son cada vez mejores y con menos efectos secundarios. La medicina va por buen camino. Pero el rechazo social ahí continúa. El enfermo se ve obligado a esconderse, a ocultar su enfermedad. Terrible. Pero mucho más terrible me pareció lo que yo acababa de descubrir sobre el VIH. El tiempo verbal. El ESTABA que había usado César.

1 de diciembre. Día Mundial del SIDA. Todos podemos hacer algo para pararlo.