Un tratado imperfecto sobre el amor

A veces tomar un café te cambia la vida

UNA SEMANA MUY LARGA

LUNES 4 de Septiembre de 2019

I

Alberto.-

Siempre he tenido la firme convicción de que todos necesitamos un plan para cubrir cualquier contingencia aunque, evidentemente, el problema es imaginar todas las situaciones que se pueden dar en tu día a día. Por eso, cuando vi a mi esposa besar a otro hombre en la cafetería del  centro comercial no supe reaccionar. Nunca hay un plan para una infidelidad porque nunca te la esperas.

No hubo reacción violenta, de hecho, no hubo reacción. Lo vi y permanecí oculto, me alejé unos pasos, quería cerciorarme de que no se trataba de un error y no, no se trató de un error.

Fran, mi Fran, la mujer con la que llevaba viviendo 25 años estaba besando, no, devorando, a otro hombre… y sonreía. Se levantó del asiento y se dirigió al servicio para, apenas segundos después, volver a la mesa y antes de sentarse al lado de su acompañante introducirle una prenda en el bolsillo de la cazadora.

Conjeturé que serían las bragas. El color de la prenda era rojo y Fran seguía llevando las medias y el sujetador, el hecho de llevar falda prácticamente eliminaba cualquier otra posibilidad.

Fran se quitó su chaqueta y la colocó encima de las piernas de su amante y, mientras bebía del café con su mano derecha, deslizó su mano izquierda debajo de la chaqueta. El acompañante sonreía y cerró los ojos… se dejaba hacer.

Yo, simplemente, no daba crédito. Fran estaba masturbando a otro hombre en la cafetería Starbucks de nuestro centro comercial favorito.

Me pregunté cuánto podría durar una paja antes de que el afortunado acompañante se corriera. Quizás cuatro o cinco minutos, no podían estar más tiempo, se notaría demasiado. Por otra parte la duración de la masturbación hasta el orgasmo indicaría si llevaban mucho o poco tiempo juntos.

Me acerqué a la barra y pedí un caramel machiatto,

-¿A nombre de quién? preguntó la camarera

-          “Alberto Jurado Vázquez”, respondí, “Le daré 20 euros de propina si lo dice bien alto cuando yo se lo indique señorita”

-          “Por veinte euros lo diré tan alto que se oirá hasta en Francia” dijo sonriendo.

Observé cómo Fran aceleraba el movimiento y cómo la cara de su amante reflejaba la proximidad de la eyaculación. “Qué poco tiempo va a durar”, pensé, “Eso significa que llevan tiempo”.

La eficaz camarera me entregó mi café, apoyé la espalda en la barra, justo delante de ellos, a unos diez metros y, de repente, Fran detuvo el brazo izquierdo. Durante tres segundos no hubo movimiento, luego una bajada de mano, tres segundos más y dos sacudidas lentas, arriba y abajo mientras el cuerpo de su pareja sufría un par de espasmos apenas contenidos. Intuí que Fran estaba recogiendo el semen recién descargado.

Levanté la mano y el tiempo se detuvo, “ALBERTO JURADO VÁZQUEZ” sonó como un trueno en el Starbucks Café “SU CARAMEL MACHIATTO ESTÁ PREPARADO”.

Y la vi. Y me vio. Sus ojos abiertos como platos me localizaron tras mirar alrededor de todo el local y descubrirme frente a ellos. Seguía apoyado en la barra,  levanté mi mano a modo de saludo y le di un trago a mi caramel machiatto, sonreí y me dirigí a su sitio.

Fran, mi Fran, se echó la mano izquierda a la boca, sorprendida, sin darse cuenta de que no había limpiado su mano. El esperma que impregnaba su zurda se posó en sus labios.

“Joder”, me dije, “Menudo cuadro”. La comisura de los labios y la mejilla con semen, el amante con las manos debajo de la chaqueta, supongo que cerrando la bragueta y mirándome fijamente, casi disculpándose.

Estaba claro que me conocía, sabía quién era yo. Me acerqué a ellos y me senté en su mesa.

-“Hola, buenos días”, saludé, “Soy Alberto, el marido de la que te acaba de hacer la paja”

-“Felipe, soy Felipe, compañero de Fran”, me respondió totalmente desbordado por la situación.

-“Vaya, Felipe, ¿tú no eras el profe de música?, ¿el enlace sindical?

-“Sí, ese mismo. Estábamos discutiendo…”

-“Déjalo, déjalo, sé perfectamente lo que estabais discutiendo. Mira, Felipe, dale algo a Fran para que se pueda quitar tu corrida de la mano y, ya puestos, los labios”

-“¿Eh?” dijo sorprendido Felipe

-“Sí, hombre, dale las bragas que Francis te ha metido en el bolsillo. Sé un caballero, joder. Es lo adecuado ¿no?”

-“Sí, sí, claro” balbuceó el muy cretino “Toma, Fran”

-“Bueno, bueno pareja, yo me voy”, finalicé, “No quiero ser la carabina. Un placer, Felipe”. Y mirando a la que fue la mujer de  mi vida dije: “Un placer, Francis”

II

Francis.-

Si he de ser sincera, la verdad es que me sentí aliviada. Estaba harta de esconderme, de mentir, del sentimiento de culpabilidad que me embargaba cada vez que llegaba a casa.

Sabía que, tarde o temprano, Albert iba a descubrirnos.

Últimamente me recriminaba las constantes ausencias que durante los últimos nueve meses y con una frecuencia de un día por semana se venían produciendo.

Inventé reuniones sindicales, claustros, evaluaciones, entrevistas con padres y madres, reuniones para conseguir que nuestros dos hijos pudieran ir un año a Estados Unidos conmigo.

Todo, para poder tener mi cita semanal con Felipe. Le deseaba, necesitaba tener su sexo dentro de mí. Jugar con él, experimentar, permitirle hacerme cosas que siempre negué a mi esposo.

Tres años antes coincidí con Felipe en otro centro. Él era profesor de música, enlace sindical y todo un ideólogo, comprometido, tremendamente divertido y entregado a sus alumnos. No hacía distinciones, siempre tenía una sonrisa en la boca, no había problema que no solucionara y era atractivo.

1,80 de altura, delgado pero fibroso, su pelo negro, rizado, caía por su nuca, sus ojos negros podían desnudarte. Supongo que la diferencia de edad que había entre nosotros despertó algún instinto maternal en mí. Sea como fuere, lo cierto es que me sentí atraída por él.

La similitud de nuestra ideología me acercaba también. Ambos éramos defensores de la enseñanza pública, críticos con la privada y con la concertada. Éramos de izquierdas.

Me enamoré de la pasión que ponía Felipe en su defensa sindical, en el ataque a la dirección del centro, más conservadora, y encontré en él al compañero ideal para acudir a las huelgas, porque “solo se puede ser de izquierdas si se es activo” como me decía siempre.

Albert también se definía de izquierdas pero no iba a las huelgas ni a las manifestaciones… había perdido la fe.

Y pasó lo que tenía que pasar. En un día cualquiera, allá por octubre, estando los dos de guardia nos encontramos en el salón de profesores y durante treinta minutos jugamos a amarnos, me besó el cuello, me mordió los labios, me desnudó, sentí el ímpetu de sus 33 años, su miembro duro, fuerte, nervudo era un juguete en mis manos de 45 años.

Mi joven compañero ácrata sabía lo que se hacía. Me desabotonó la camisa y comenzó a masajearme los pechos, lamiendo mis pezones, absorbiéndolos mientras pasaba su mano derecho por mi entrepierna.

Dios, estaba tan mojada, tan necesitada, que me entregué totalmente. Sentir sus labios en mis pechos mientras me introducía dos dedos en mi coño me trasportó a un mundo de desinhibición. Me follaba con sus dedos y, aun así, conseguí bajarle el pantalón para que surgiera, en todo su esplendor, su pene.

Lo acaricié, quería masturbarle, quería que se corriera en mi mano, quería sentir su semen resbalando por mis dedos para meterlos en mi boca y probar su leche, rica, caliente pero el masaje que me estaba dando en el clítoris empezaba a  surgir efecto. Me corrí. Me corrí como cuando era una adolescente idealista, me corrí de la misma manera y con la misma intensidad que con Albert y, nerviosa y temblando, me arrodillé y empecé a besar su glande.

Primero un beso, luego, poco a poco, deslicé su capullo en mi boca, jugué con mi lengua, recorrí la longitud de su pene, humedecí su miembro una vez, dos, tres y volví a introducirme esa polla en mis labios. Arriba, abajo, arriba… abajo, sentí su mano sobre mi cabeza, dirigiendo la mamada que le estaba propiciando y me sentí hembra que satisfacía a su macho.

Ni siquiera aparté mi boca cuando me avisó de su inminente corrida, esperé los inevitables latigazos de esperma que, sabía, llenarían mi boca, cuatro, cinco… estaba en el paraíso cerrando los labios, manteniendo toda esa leche, sin que se escapara una mísera gota y, orgullosa de mi recién descubierta habilidad, alcé la mirada y, con mi mejor cara de puta la, posé en sus ojos. Sonreí, abrí la boca, le enseñé toda la corrida que contenía y me la tragué. Juro que sentí todo ese semen recorrer el camino desde mi garganta hasta mi estómago donde se posó definitivamente y no miento cuando digo que noté cada uno de sus espermatozoides nadar dentro de mí.

El ruido de la campana nos despertó de nuestro sueño y me sentí como debió sentirse Eva cuando un dios malvado la expulsó del paraíso.

-“Esto no puede volver a pasar, Felipe”

-“Tranquila Francis, lo entiendo, solo ha sido un calentón. Estás casada y por nada del mundo podría en peligro tu matrimonio pero es una lástima Francis, porque te quiero”.

-“No me llames Francis, Felipe, llámame Fran”

Cuando llegué a casa me sentí libre y feliz. Muy, muy feliz

Meses después Felipe cambió de centro y no volvería a saber nada de él hasta dos años después.

El curso siguiente a la marcha de Felipe me afilié a un sindicato y fui nombrada jefa de estudios suplente. Con voz, con voto, con un ligero aumento salarial y, por supuesto, con la consiguiente responsabilidad.

Ser jefa de estudios suplente implicaba que tenía que seguir llevando mis obligaciones como profesora, dando clases y preparando exámenes.

Juan, el director del centro, me señaló que no tenía por qué hacer guardias, ni por qué entrevistarme con padres, pero yo era enlace sindical y quería dar ejemplo ante mis compañeros. Era consciente que todo el trabajo que yo no hiciera repercutiría en la carga laboral de otros profesores.

Sorprendentemente Felipe volvió el curso siguiente. Al parecer pidió concurso de traslado a mi centro, es decir, a nuestro centro porque eso era… nuestro centro.

Llegó como en una película del oeste, montado en una moto de gran cilindrada, embutido en una cazadora de cuero y unos vaqueros. Cuando le vi me acerqué a él e, intentando disimular la emoción, le saludé dándole dos besos.

-“Hola, Felipe ¿cómo tú por aquí?

-¿Quieres la verdad?, necesitaba estar cerca de ti, Fran, ja, ja, ja

-“Anda, bromista. Tira “pa dentro”

Era Septiembre.

En mayo del año siguiente Albert y yo tuvimos una discusión fuerte a raíz del viaje de Semana Santa. Había planeado ir a Valencia cuatro días, idea que, al parecer, tomó medio Madrid. Cuatro horas y media de atasco fueron demasiadas para los nervios de Albert y cuando le pedí que detuviera el coche para descansar me miró fríamente y me dijo: “¿No te cansas de decir gilipolleces? ¿Dónde paro? ¿En mitad del atasco?, joder, cielo, no ayudas, hostia, … no ayudas”

Lo que más me dolió no fue que lo dijera gritando sino que lo hiciera delante de nuestros hijos.

Albert llevaba mal lo de conducir, entraba en un estado de nervios y, a veces, explotaba, y eran explosiones violentas, no físicas, siempre eran explosiones verbales pero muy salidas de tono.

Eso sí, sus cabreos nunca duraban más de un par de minutos. Explotaba y luego pedía perdón durante todo el día. Ese día decidí que no le iba a dirigir la palabra durante toda nuestra estancia. Y así fue.

Hice oídos sordos a todas sus disculpas, a todas sus muestras de afecto y cuando volvimos a casa inicié mi discurso,

-“Eres un maltratador. Eres un puto maltratador. Un hijo de puta. Tus hijos viven asustados. Menos mal que en Julio van a Irlanda para estudiar. No te necesito. ¿Qué coño hago viviendo contigo?. Gano más que tú, tengo más clase que tú, no eres más que un picapleitos barriobajero de mierda. Entérate: No vas a venir con nosotros de vacaciones a Irlanda. No quiero que vengas y no vas a venir. Maltratador. Asqueroso…”

Lo dije con toda la capacidad para hacer daño que sabía que tenía. Eran muchos años juntos, sabía que eso le hundiría. Esperé su reacción y, contra todo pronóstico, no fue violenta.

Muy tranquilo, casi en tono de burla, soltó

-“Cariño, no soy un maltratador. No doy el perfil. Sí, grito a veces, es cierto, quizás cada seis meses pero sabes que es por el estrés. ¿Sabes por qué lo sé, Fran?... Porque me lo ha dicho un psicólogo cliente mío”.

-“Tú y tus amigos”, repliqué, “Estoy harta, Albert. Harta de no saber cuándo vas a explotar”

-“Cielo, es por el juicio. Sabes que ese juicio es muy importante y que se celebra en julio y sabes que me afecta.

-“No, no. Ahora es el juicio, otras veces los impuestos o el despacho, estoy cansada. No queda más opción que acudir a una terapia de pareja”

-“Te equivocas, Fran, pero tú decides. Aunque solo sea para que veas que no miento, merece la pena. Elige tú el psicólogo”

-“No vendrás a Irlanda, Albert, ya te lo digo. No vendrás con nosotros.”

-“Fran, escucha, soy tu marido, joder. Llevamos juntos toda la vida, no me hagas eso. Vamos al psicólogo y luego decidimos.”

-“No, Albert. No vas a venir, me acompañará Gloria. Tú estás fuera. Y cuando vuelva, ya veré si pido el divorcio”

-“¿Y qué vas a alegar? ¿Qué no quieres hacer el amor conmigo desde hace tres años? ¿Qué no te gusto?”

Aquello estaba descontrolándose. Era un golpe bajo en toda regla. Tenía toda la razón. Llevaba más de tres años sin acostarme con mi esposo. Desde aquella guardia con Felipe no sentí la menor atracción hacia Albert. Me era totalmente ajeno.

Algunas veces, por cansancio, otras por costumbre, la mayoría de las veces porque no deseaba ser tocada por él. Lo cierto es que buscaba cualquier excusa para no acercarme a él, para que él no se acercara a mí.

Levanté un muro entre él y yo. Infranqueable, una auténtica barrera de indiferencia hacia todo lo que fuera suyo. No quería saber nada de él, ni de su trabajo ni de su ocio. Me centré en mi desarrollo personal y todo aquello que compartía con él, las películas, los libros, la música, todas esas conversaciones, los paseos, todo ese amor lo fui borrando para sustituirlo por una apatía hacia todo lo que estaba relacionado con su persona. Pensándolo ahora debo admitir que su reproche tenía fundamento pero no le iba a conceder ese mínimo reconocimiento.

Recibí la acusación y devolví la pelota,

-“No vayas por ahí, Albert. No me presiones, no me acoses. No vendrás”

-”Tú misma, Fran. Tú misma”

Y se alejó. Cerró la puerta tras de sí. Sin portazos, sin fuerza, un cierre delicado. Creo, que ese fue el cierre definitivo a nuestro matrimonio.

Dos días después acudimos a terapia de pareja. A veces juntos, a veces separados, durante cinco meses tendríamos que acudir. Si bien no acudí a las sesiones de julio al estar en Irlanda. Tampoco acudí a las de agosto por mis vacaciones.

Efectivamente, Albert no daba el perfil de maltratador. Era un excelente padre, tenía un sentido del humor muy agudo y, algo definitivo, ningún maltratador reconocería que lo era. Sin embargo, el primer día de terapia, Albert se sentó en la silla, miró fijamente al psicólogo y le dijo:

-“Yo vengo con la idea de que maltrato y vejo a mi esposa, doctor. Ten el pleno convencimiento de que soy un machista y un fachorro tal y como le lo dicen mi mujer, mi cuñado y mis compañeros de despacho. No quiero un diagnóstico sino una cura. Véase en la libertad de hacer lo que estime oportuno”.

Eso fue en mayo. En junio, Felipe y yo hicimos el amor en la misma sala de profesores en la que tres años antes me tragué toda su leche.

-“Llevo tres años sin follar, Felipe, haz que merezca la pena”

-“Dalo por hecho, Fran, dalo por hecho”

Esta vez, no hubo campana que nos detuviera e hicimos el amor. Nos desnudamos tranquilamente, y comenzó una sinfonía de risas, besos, caricias, saliva, polla y coño y bocas llenas de sexo, de fluidos, sudor y semen, mucho semen, muchas ganas de follar, gemidos y más gemidos, mi sexo lleno, completo, mis muslos humedecidos con la leche de mi amante, bendito esperma que  resbalaba desde mi vagina.

Crema que recogió Felipe con un dedo y me lo introdujo en la boca. Chupé ese dedo lo más sensual que pude. Le miré traviesa, mamé ese dedo, saboreé lo que para mí era licor de hombre. Me embargó una mezcla de pasión, amor e ideología, estaba follando con mi hombre perfecto, un idealista de izquierdas, hermoso, sensual, atento, infatigable, semen y marxismo se fundían en mi corazón.

-“¿Qué diría tu marido si nos viera, Fran?”

-“¡Que se joda ese maltratador!”

En julio me fui a Irlanda. Albert, por supuesto, se quedó en casa. Felipe se vino conmigo.

Mis hijos ya llevaban una semana instalados en sus nuevas residencias. Me preguntaron por su padre, claro. “Vine sola. Vuestro padre está con el tema de impuestos, ya sabéis que hasta finales de julio no va a parar.”

Las mañanas de esos siete días, excepto alguna mañana en que Pilar no podía venir por las actividades programadas en su academia, fueron para mis hijos, pero las tardes y las noches fueron para mí y para Felipe.

Tardes de paseos y risas inmortalizadas en las fotos que nos hicimos con nuestro móviles. Noches de pasión, de sexo desenfrenado entre un hombre de 33 años y una mujer de 45, con aroma de semen e infidelidad. Me sentía plena, dichosa, me habría quedado eternamente viviendo en esa semana.

Pero todo se acaba, y esa semana no iba a ser diferente al resto. Volvimos, qué remedio.

Llegué a casa y allí estaba Albert. Más tranquilo, más sosegado, seguía acudiendo al psicólogo y estaba en vías de hacerse unas pruebas porque unas migrañas recién llegadas le estaban amargando la vida.

Transcurrió agosto sin novedad y llegó septiembre y, por tanto, la última sesión de psicólogo. Por los correos que recibimos pudimos saber que Albert no era un agresor, simplemente tenía un problema de control de ira. Bastaba una palabra neutra que debía usarse cuando gritara o se pusiera nervioso para controlar esa ira. Albert propuso “corazón” yo decidí “cabeza”.

“Pásese usted el martes para recoger el informe”, rezaba el correo que recibió Albert.

-“Estupendo” señaló mi marido “Por la mañana temprano me hago el escáner de cabeza y luego recojo el informe del psicólogo. Podemos quedar a comer si quieres, Fran”

-“No puedo”, aduje, “Tengo reunión de enlace sindical” dije sin apenas poder contener una sonrisa por la ironía de la respuesta.

-“Vale, amor. Nos vemos entonces por la noche en casa”

Sí, sentí cómo me quitaba un peso de encima cuando Albert nos descubrió. Ya era hora de quitarnos las máscaras, de decir “adiós” a las fachadas y “hola” al amor.

Qué equivocada estaba. Todavía no lo sabía pero lo iba a descubrir, vaya si lo iba a descubrir.