Un tio normal (1)

Un tipo de lo más normal, con una vida aburrida y anodina, verá cambiada su vida desde el marco de su ventana.

Pepe en realidad no se llamaba José. Pepe se llamaba Julián García José. Pero en algún momento de su vida, alguien había hecho una broma con el segundo apellido de Julián, y así comenzó a ser conocido como Pepe. En realidad, a Julián esto le gustaba, porque era lo único de anormal en su vida. Porque si una palabra describía a nuestro Pepe es “normal”. Pepe es un tío normal hasta la ordinariedad (entiéndase ordinario no como vulgar o soez, si no corriente y moliente), se podría decir que era el estereotipo de tío normal: 41 años, una cara normal, redonda y sin nada que destacar, la clase de cara que puedes ver día a día y que sin embargo no se te graba en la cabeza. El pelo comenzaba a ralear por la coronilla, lo que le confería un aspecto aún más simplón. Medía algo más de un metro y setenta centímetros, y pesaba unos 80 kilos, lo cual daba a su silueta una curvatura que no ayudaba a hacer de Pepe una figura destacable. Vestía ropa al uso para ir a trabajar, pantalones de pinzas, camisas de la tienda de la esquina, y corbatas estampadas, y para pasear los domingos o llevar a su parienta a la compra, pantalones vaqueros o de pana, combinados con un polo o camisa y jersey de punto. Ocupaba un anodino puesto en el departamento de contabilidad en una empresa de envasados, y conducía un monovolumen familiar algo ajado, pero no lo suficientemente desgastado como para llamar la atención. Vivía en un piso cualquiera como tantos otros en un barrio del extrarradio, y lo ocupaban él, su también normal mujer, Asunción, y su hijo, quién a sus 13 años, no había todavía dado muestras de destacar en ningún aspecto, ya fuera deportivo o estudiantil, por lo que apuntaba maneras para seguir los pasos de su padre por el camino de la normalidad. Asunción (la Asun para sus vecinas), y a pesar de que muchas mujeres de su edad aún conservan el atractivo y visten con cierto atractivo, era también una esposa  normal, otra más del montón de señoras que después de casarse abandonan las revistas de moda por las del corazón y se acostumbra a la permanente. Vestía normalmente ropa muy clásica: en su armario predominaban las blusas anchas, los bambos y las bragas color carne por encima de los pantalones ajustados o la ropa deportiva. Era además, para terminar de rayar con el estereotipo de señora cuarentona, católica ferviente (y por extensión obligatoria, también lo era Pepe), lo cual limitaba mucho la variedad, cantidad y calidad del sexo que mantenía la pareja.

En definitiva, nuestro Julián (o Pepe) era un tío normal, con una vida normal, carente de cualquier emoción, ausente de extraordinariedades, falta de chispa. Por eso a Julián, el apodo de Pepe le gustaba: era lo único anómalo en su vida, un Julián al que llamaban Pepe. Sumado a  todo esto, Julián padecía de una última dolencia que hacía de él el último mono: una completa y absoluta falta de carácter, una personalidad pasiva y sumisa, haciéndole completamente incapaz de llevar la iniciativa en algo o replicar a alguien. Si alguien le decía algo, él acataba. Si alguien le ordenaba algo,  Julián cumplía. Si sus compañeros de trabajo le ignoraban no invitándole a ir al bar con ellos, o si su mujer prefería charlar con las vecinas antes que estar con él, o si su hijo empezaba a traer malas notas a casa, Julián era fisiológicamente incapaz de levantar una nota más alta que otra y hacerse valer. Por otro lado tampoco era un pasota, en realidad todo esto le afectaba, pero incapaz de exteriorizarlo o de ponerle remedio, lo cual le generaba en su día a día una frustración inaguantable.

Julián, como es de esperar, no estaba muy contento con su aburrida vida. No le gustaba que nadie se fijase en él, que no destacase, que nadie contase con él. Sentía la necesidad, que todos tenemos, de llevar una vida trascendental, de hacer o ser alguien digno de mención, de tener imprevistos, sobresaltos, subibajas de alegría y emoción, y pena y frustración, cualquier cosa que sacase su aletargada mente del sopor rutinario en que se había convertido su existencia.

Julián había probado en su día a experimentar nuevas emociones con el sexo a través del ordenador. Poco tiempo después de instalar el primer PC en su casa y contratar la línea ADSL, Julián oyó hablar de la ingente y variada cantidad de sexo que almacena la red: porno de todos los tipos, webcams, relatos, fotos, chats, páginas de encuentros… Aquello llamó poderosamente su atención, pero su señora Asun también oyó hablar de todo eso, y temió que tanto su marido como su hijo catasen de las pecaminosas mieles del sexo explícito online, así que estableció las restricciones pertinentes de uso del ordenador, tanto en horarios, como en contenido y compañía. Incluso Pepe tenía que exponer ante su señora esposa una buena razón para encender el lujurioso aparato, y contaba con que mientras estuviese usándolo, Asunción pasaría intermitentemente por detrás, oteando sobre su hombro en busca de indicios de un uso no muy acorde con su férrea moral.

Con todo esto, no es de extrañar que Pepe, hastiado, cansado y en definitiva harto de su absurdamente coloquial vida, de mil y una frustraciones, sintiese de vez en cuando a algún impulso irrefrenable. Julián, de normal calmado y sosegado, comenzó a tomar por costumbre conducir agresivamente, pegando acelerones y frenazos. Ahora ya no pedía disculpas si por la calle se tropezaba con alguien, si no que se volvía con mirada desafiante y moviendo los brazos en un gesto de desaire. Esto lo podía hacer con desconocidos, pero con personas de su día a día, seguía tragando bilis. Cosas como que su jefe le gritase  o que su parienta le abroncase por equivocarse en la marca del detergente, empezaban a abrumarle y generaban en él ansias homicidas, que apenas podía controlar, pero que le hacían temblar y sufrir episodios de vómitos. Él mismo era consciente de que algún día, algo iba a pasar, sobre todo cuando se descubría a sí mismo sujetando algún objeto punzante con fuerza, o imaginando formas de matar a la persona que en ese momento estuviese humillándolo.

El tiempo pasaba, y la personalidad de Julián no cambiaba, ni mejoraba en ningún ápice su vida, pero su ira poco a poco se fue manifestando. Su jefe le amenazó con despedirle después de una mala contestación cuando éste le estaba abroncando. Su hijo recibió el primer bofetón por parte de su padre el día que trajo 4 suspenso a casa, y mandó a la mierda a Pepe cuando este le impuso un toque de queda. Su mujer escuchó por primera vez a su marido gritar “¡Pues os vais tu y el gilipollas de tu hermano a Andorra!” después de menospreciar las vacaciones familiares de la familia García en Torrevieja.

Pero como las viejas costumbres no suelen cambiar, estas personas siguieron tratando a Pepe con los mismos desplantes pese a los claros indicios de que algo se estaba estropeando en su cabeza: su jefe siguió echándole la bronca, su mujer menospreciándole, y su hijo rebelándose. Pepe sentía que cualquier día cometería una locura por no poder controlar la bilis y la ira que le llenaban, y que ese día estaba cada vez más cerca.

Pepe necesitaba que algo en su vida cambiase, algo extraordinario, misterioso, emocionante. Y lo encontró.

Pepe no acostumbraba a trasnochar, de hecho su mujer era de la opinión de que acostarse después de las 11 no era muy decoroso. Pero en los últimos tiempos, después de esos días duros, tomó por costumbre dejar que el sueño le invadiese no en la cama con Asun, a la cual cada vez tenía más ganas de estrangular, si no en la butaca del salón, mirando por la ventana la noche pasar. Y como últimamente cada vez se repetían con mayor frecuencia los ataques, cada vez dormía menos.

Dicha ventana daba a un callejón muy tranquilo y eso le apaciguaba. Pepe vivía en un primero, lo suficientemente alto como para ver la calle sin ser visto. Esa noche, un sábado de Febrero del 2009, alrededor de las 2 de la madrugada vio algo extraño por la ventana. Un coche, un pequeño utilitario rojo apareció por la calle, entró en el callejón con las ventanillas totalmente empañadas por el frío, y aparcó en la acera de enfrente de la fachada desde la que Pepe mantenía su guardia. El utilitario aparcó, y a través de la humedad de los espejos Pepe pudo ver movimiento dentro del vehículo, pero nadie bajó del coche. Pepe siguió observando el coche, durante 15 minutos hasta que una ventanilla, la del conductor, se bajó, y asomó su cabeza una chica, no pudo verla muy bien, pero era rubia, y parecía joven. La chica escupió algo, tiró un pañuelo, y la ventanilla se volvió a subir, el coche arrancó y se fue por donde había venido. Julián imaginó lo que había pasado dentro del coche y lo que esa chica rubia había escupido, y le causó una gran excitación. Sintió el morbo de saber lo que había pasado ahí dentro, y comenzó a masturbarse. En su cabeza apareció una figura, la de una chica joven y rubia haciéndole una mamada, algo que no sabía muy bien como se sentiría, y se machacó su erección con fuerza, hasta que se corrió encima, llenándose la mano y la pechera del pijama de semen. Tuvo una idea un tanto macabra, pero no se lo pensó, y se dirigió a su dormitorio para restregarle la mano viscosa por el pelo a su mujer. En realidad no era tan mala idea, considerando que ese acto vandálico aplacó sus ansias homicidas, retrasando posiblemente el día que finalmente la cabeza se le fuese del todo y ahogase a su mujer. Se puso un pijama limpio, echó el manchado a lavar y durmió toda la noche del tirón.

Durante la semana siguiente, Pepe siguió fantaseando con la escena del coche. En su cabeza imaginaba todo lo que podría haber pasado durante esos 15 minutos, pero siempre su fantasía acababa igual: con una mamada por parte de la chica rubia. La idea de una mamada, de meter su polla en la boca de una bella mujer, le atraía, le obsesionaba. Durante esa semana se masturbó al menos una vez al día, y pese a los ataques de ira, pudo dormir No es de extrañar que el siguiente sábado Julián montase guardia desde las 11 de la noche que Asun y el niño se acostaran.  Sin embargo, el coche no apareció. Tampoco apareció al sábado siguiente, ni al siguiente, y la fantasía se fue diluyendo. Llegó finales de Marzo, y se había olvidado por completo del utilitario rojo. Los ataques de rabia seguían, cada vez más incontrolables, más gritos a su mujer (y esta le trataba cada vez peor para compensar), su hijo con la edad del pavo. Su jefe le enseñó una hoja de despido con su nombre a la que solo le faltaba la firma: si volvía a replicar le despediría, así que tuvo que tragarse la bilis en el trabajo, lo cual aumentaba su ira al volver a casa.

Ese martes había sido duro. Más de 10 horas de trabajo preparando un ejercicio, y cuando lo terminó el jefe le pidió que lo repitiese, haciendo cuadrar, eso sí, un agujero debido a ciertos fondos en negro. Su mujer le comentó, punzantemente, la berlina BMW que el cuñado de Julián se había comprado recientemente. Su hijo trajo a casa una nota del instituto, avisando de una inminente expulsión si su comportamiento no mejoraba. Pepe esa noche volvió a la ventana, y hacia la una y media vio aparecer de nuevo el habitáculo de sus fantasías: el utilitario rojo. Volvió a aparcar, prácticamente en el mismo sitio que la otra vez, de nuevo con los cristales empañados por el frío, y allí se mantuvo, sin que ningún ocupante del vehículo saliese. Durante el tiempo que duró el estacionamiento, pudo ver de nuevo actividad dentro del vehículo, pero nada claro por el vaho. Pepe se la empezó a acariciar prácticamente desde que el coche entró en el callejón, y fue aumentando la fuerza con la que se frotaba la polla progresivamente, hasta que, transcurridos 20 minutos, pudo ver de nuevo esa cabeza, rubia, joven, escupiendo indudablemente una corrida a la calzada, y Pepe no pudo más que machacarse con fuerza hasta correrse ante tan soñada visión. Mientras se recuperaba, aún con la polla agarrada, la ventanilla se subió, el coche arrancó y se marchó. Había vuelto a ver aquello. No cabía en sí de gozo. Repitió la travesura escatológica en la cabellera de su mujer, y se acostó, y de nuevo volvió a dormir plácidamente.

A partir de ese día, Pepe decidió volver a montar guardia no solo los sábados, todos los días de la semana. Funcionó. La aparición del coche rojo no seguía un patrón lógico, siempre volvía en un lapso de entre 3 y 10 días. El frío fue dejando paso al calor, el vaho desaparecía de las ventanillas y la visión del interior del vehículo se fue aclarando. Pudo identificar que los ocupantes del asiento del copiloto eran siempre varones, y en sendos dos episodios en los que dicho ocupante salió del coche para mear, vio que no eran tipos diferentes. Compró unos prismáticos, y desde su privilegiada ventana, pudo ver la cara de la chica con detalle. Tendría unos 23 años, era rubia, media melena, con un lado de la cabeza rapado (esto último, inexplicablemente, le produjo aún más morbo). Llevaba varios pendientes, y parecía vestir estrambóticamente, para los estándares a los que Pepe estaba acostumbrado. Gracias a los prismáticos pudo distinguir las posturas que la rubia y sus ocupantes practicaban, a menudo ella montaba encima del afortunado en el asiento del copiloto, que solían reclinar. Siempre, excepto en tres ocasiones la cosa acababa igual: ella escupiendo el semen desde la ventanilla. En dos de las excepciones, pudo ver como la cosa no acababa en mamada, y en la tercera si hubo mamada pero no el posterior esputo. “¿Se lo habrá tragado?” pensó Julián, y  la sola idea de que así fuera le hizo estallar.

Con cada visita, Julián repetía el procedimiento de depositar su semen sobre el pelo de su mujer, que empezó a considerar cambiar su laca de toda la vida por otra que no dejase grumos.  La obsesión con la rubia provocaba, por otro lado, un efecto desestresante. Los ataques de ira iban dejando paso a una mayor asertividad. Poco a poco cambiaba los rebotes, los puños cerrados y los labios crispados por la evasión. Cada vez que alguien le ninguneaba, sencillamente su mente volaba hacia aquella rubia.

En una de esas visitas furtivas de la rubia, ya a finales de Mayo, con el consiguiente espionaje de Pepe, este tenía la ventana abierta, para poder ver mejor aquello. En el último momento, cuando sentía que se avecinaba el final tan deseado por Pepe, la rubia sacó la cabeza, escupió sobre la calzada el jugo sexual, y al levantar la cabeza, sus ojos pararon en la ventana de Pepe. Éste casi se muere del susto. Se echó velozmente hacia detrás temiendo que si le veía, y se cercioraba de que sus visitas al callejón tenían público, no volvería. Pasados unos segundos, volvió a asomar la cabeza, y ella seguía allí. Mirando a la ventana de Pepe. Los ojos de ambos se encontraron. Los de él, abiertos como platos, pero incapaz de reaccionar. Los de ella, escudriñantes, y tras unos segundos que parecieron una eternidad, un guiño, y una sonrisa de medio lado. La rubia metió la cabeza de nuevo en el coche, pero esta vez no subió la ventanilla de nuevo, como solía hacer. Pepe cogió los prismáticos y miró. La chica se estaba vistiendo, empezando por abajo, aún con el torso desnudo. Pudo comprobar, sin ventanas ni ventanillas deformado tan gloriosa visión, los pechos de la chica: ni muy grandes ni muy pequeños, pero redondos y perfectos. Un pequeño pirsin atravesaba el pezón derecho. También pudo ver un pequeño tatuaje en el hombro izquierdo. La chica siguió vistiéndose pausadamente, y volvió a mirar hacia la ventana de Pepe, que esta vez no se escondió, y contemplaba a través de los prismáticos y con la boca abierta el torso perfecto de la muchacha, su cara perfecta, su ojos perfectos. Tenía una erección dura como una piedra, pero ni siquiera pensaba en machacársela, solo contemplaba a la chica antes de que se vistiese del todo. La rubia siguió mirando fijamente hacia los prismáticos, sonreía, parecía divertida de que alguien la observase.  Pepe bajó los binoculares, y se miraron cara a cara. La chica terminó de vestirse aún mirando a su admirador, volvió a guiñar un ojo, hizo una mueca con los labios de lanzar un beso, y subió la ventanilla, para arrancar el motor e irse de allí. Para cuando el coche salía por el callejón, Pepe seguía helado, de rodillas ante la ventana con los pantalones bajados, la erección desapareciendo, y los binoculares en la mano. Esa noche no terminó de masturbarse. Guardó los prismáticos, y se fue a la cama.

Al día siguiente pensó en lo sucedido. Ella le había visto. Le había guiñado un ojo, sonreído, y hasta lanzado un beso. Le gustaba ser observada. Julián no cabía en sí. Pasaron 6 días en los que el ansia durante la guardia en la ventana era mayor incluso que antes. Y el domingo apareció de nuevo el utilitario rojo. Entró en el callejón con las ventanillas bajadas. El coche aparcó de nuevo, Pepe acercó su cara a la ventana pero sin traspasar el umbral. La rubia miró por la ventanilla, hacia la ventana del mirón. Allí, sus ojos chocaron de nuevo. Ella se cercioró de que él la mirase, y guiñó de nuevo el ojo para hacer saber a Pepe que sabía que estaba allí, que sabía que estaba siendo observada, y que aquello era premeditado. Esta vez el polvo dentro del coche fue diferente. Pepe se llevó los prismáticos a la faz y observó: la ocupante del asiento del copiloto era esta vez otra chica, una morena, con el pelo corto, vestía ropa de negro, de rejilla. Vulgar pero muy morbosa, al menos para Pepe. La rubia reclinó su asiento hacia detrás, y empezó a desnudarse. Primero, una camiseta negra, en la que se leía “Pink Floyd” dejó paso a un sujetador granate, que tras ser desabrochado, con ayuda de la morena, dejó libres esos maravillosos pechos. La rubia se quitó los pantalones, y dado el tamaño del coche y el ángulo, no pudo ver lo que ocultaban, pero Pepe tenía claro que estaba completamente desnuda. La morena desde su asiento se ladeó, y besó a la rubia en la boca. Esta vez sí, Pepe empezó a machacársela. Mirar por unos prismáticos mientras te la meneas es bastante difícil, por lo que fue alternando visiones a todo detalle con zambombeos compulsivos de su polla enhiesta. La morena siguió besando el cuerpo de la rubia, desde su boca, su cuello, el hombro derecho. Agarró con los labios el arito que colgaba del pezón derecho de la rubia y estiró suavemente, sacándole a ésta una expresión de dolor, seguida de un suspiro, que Pepe no oyó pero intuyó. Siguió besando, chupando y mordiendo las tetas de la chica, y su mano desapareció de la vista de Pepe en dirección a donde estaría la entrepierna de la rubia. Pese a sus sesiones de espionaje, nuestro Pepe aún no había visto con total detalle el coño de la rubia, y eso le mataba. No era capaz ni siquiera de imaginárselo.

La morena siguió besando y sobando a la rubia, al ritmo que esta se retorcía de placer. El brazo de la morena se movía deprisa, y la rubia cada vez abría la boca más. Pepe pensó que si la rubia gritaba, con la ventanilla abierta él, y el resto de vecinos, lo oirían. La morena debió de pensar lo mismo porque cogió las bragas que se había quitado la rubia (granates también) y se las metió en la boca a la chica, que parecía a punto de estallar. La masturbadora aumentó el ritmo, tapó con la mano la amordazada boca de la rubia y esta se quedó rígida de pronto, después convulsionó unas cuantas veces, mientras la morena reducía el ritmo de su mano poco a poco. Cuando por fin quitó la mano de la boca de la rubia, esta sonreía con la boca abierta dejando ver la prenda. Las dos chicas se miraron, la rubia se sacó las bragas de su cavidad bucal y se besaron de nuevo. Pepe vio como se decían algo al oído en una corta conversación, para acto seguido observar un revoltijo entre el cuerpo desnudo de la rubia, cambiándose de asiento, y el cuerpo en proceso de desnudarse de la morena, que para cuando consiguió maniobrar en el estrecho coche y sentarse en el asiento del conductor, en idéntica posición a como estaba instantes antes la rubia, ya estaba totalmente desvestida. La morena era apreciablemente más alta y fornida que la rubia, que era más bien de corta de estatura y delgada, y tenía unos pechos mucho más grandes. De hecho, la mujer morena era bastante más mayor que la rubia, según pudo ver Pepe. La mujer permaneció tumbada, mientras la chica, primero torció su cuerpo para besarla igual que la morena había hecho antes, para después, colocarse a horcajadas encima de ella. Pepe pudo ver desde su puesto de observación el culo de la rubia: redondo, no muy grande, firme. Estaban los tres en éxtasis.

La rubia comenzó a moverse sobre la morena. Pasó una mano por detrás de su propia espalda, en dirección a la entrepierna de su amante, mientras la otra mano se depositaba en uno de sus pechos, y comenzó a mover el brazo, frotando a la morena, aunque esto de nuevo escapaba a la visión de Pepe. De nuevo el ritmo fue aumentando poco a poco,  la morena se convulsionaba cada vez más. La rubia cogió una camiseta y se la colocó también de mordaza a la mujer, que miraba a su joven amante con ojos desorbitados. De nuevo el mismo proceso, el ritmo vertiginoso del brazo de la activa, y la pasiva, sufriendo un orgasmo, se quedó rígida, arqueando la espalda, para de golpe desplomarse contra el asiento. La rubia quitó la mordaza a la morena, que resoplaba, sacó su mano de la entrepierna, la restregó por la cara de la mujer, y la beso con fuerza, para luego adelantarse, pasó las piernas por encima del asiento, dejando entre medias el reposacabezas, y colocando su joven coño (que aún permanecía oculto a la vista de Pepe) sobre la cara de la mujer. La mujer no tardó en recuperarse de su orgasmo, agarró a la rubia dominante del culo y la atrajo hasta que el culo de ésta ocultó por completo la cara de la morena. Le estaba comiendo el coño, y a juzgar por como la rubia se agarraba a donde podía, estaba gozando. Pepe mientras tanto se machacaba con fuerza. Había dejado a un lado los prismáticos para observar con plena atención y masturbarse furiosamente. Pasaron los minutos, la rubia empezó a mover su cadera de atrás hacia delante y finalmente, un corto y seco “¡SI!” agudo, a un volumen audible desde la atalaya de Pepe, y se quedó quieta, temblando. Pepe se corrió al oír ese grito, y a punto estuvo de gritar él también. Era lo más excitante, morboso y extraño que había vivido nunca. Pasados unos segundos, la rubia retrocedió desde su posición, y se tumbó encima de la morena. Pepe no podía ver bien sus caras, pero presumió que se estaban besando, imaginó que intercambiando saliva y otros fluidos. Pepe nunca le había comido el coño a su esposa, ni ella le había hecho una mamada, y en ese momento se relamía solo pensando en cómo debería saber el sexo de esa rubia.

Al cabo de un par de minutos de arrumacos entre las amantes, volvió a producirse el revoltijo de brazos y piernas, y cada ocupante volvió a su puesto original. La rubia miró hacia Pepe y sus miradas volvieron a encontrarse. Le sonrió, con una sonrisa de plena satisfacción sexual. De nuevo se vistió despacio, sugerentemente, mirando hacia la ventana, y Pepe devolviéndole la mirada. La última prenda en ponerse, la camiseta, y luego, la chica pareció coger algo de la puerta, sacó el brazo por la ventanilla, miró a su mano, y de nuevo a Pepe y lo soltó, parecía un pañuelo.  Un último guiño, y un último beso a su amante lesbiana, y la rubia arrancó el motor y se marcharon. Pepe repitió el ritual de siempre: se limpió los restos de semen en el pelo de su mujer, pero esta vez se puso una camiseta limpia y unos pantalones, salió a la calle y se dirigió al lugar donde había tenido lugar el orgásmico evento. Lo que había tirado la rubia era una nota, sin firma. Decía: “EL VIERNES QUE VIENE TE DEJARÉ MIRAR MÁS DE CERCA”.

Continuará.

Esta es mi primera experiencia con la escritura, y por tanto con la escritura erótica. Si veo que esto gusta, continuaré. He intentado que el relato se haga ameno y fácil de leer, aun con el inconveniente de no tener diálogos. Agradecería que en los comentarios los lectores pongan que les ha parecido, si sobra o falta algo. Creo que en siguientes capítulos habrá más acción, más sonidos y más diálogo (diálogo erótico, por supuesto). Un saludo.