Un suspiro de tranquilidad

¿Un día común y corriente? ¿Una existencia indiferente? Existen cosas peores, como el poseer solamente un pequeño suspiro de tranquilidad ante la ingente sensación de simplemente sucumbir.

Un suspiro de tranquilidad

Aquél era un día como cualquier otro, a excepción de que el asfixiante calor parecía evaporar aún los más profundos pensamientos, diluidos en pequeños vaporcillos de serpentinos movimientos que se elevaban desde el pétreo piso hasta perderse de vista.

Afuera, el ajetreado movimiento de azarosas personas era incesante, distrayéndome mientras tornaba mi fastidiada vista hacia cualquier lugar en aquél sitio al que entre solamente por sus amplias ventanas, por las cuáles, se podía observar el ingente transitar de innumerables personas a cubierto de la furia de Apolo, aunque también era posible vislumbrar aquél terso azul que siempre me ha maravillado, aún sin importar las veces que discretamente lo admire. En realidad, aquel lugar no era malo, simplemente era como cualquier otro que pudieras encontrar en cualquier otro lugar, nada fuera de lo común; y vaya que yo podría opinar de esto. Afuera, un patético mundo que me era ajeno, presente solo como mero observador sin injerencia ni participación, una vida que me era tan distante como el frío que anhelaba que se posara con premura por sobre toda mi áspera piel. Nada nunca es diferente, no se siquiera por que me molesto en pensar en esto, pero, inevitablemente, toda mi existencia ha sido así desde que tengo memoria.

Repentina y subrepticiamente, cierta presencia me llamó la atención, más allá de la mera curiosidad. Era como si una fuerte atracción me llamase fuertemente, como si unas riendas invisibles tiraran de mi y me obligaran a desplazarme hasta aquel desafortunado. Sin siquiera pensarlo, me encontraba bajo aquél cielo abrasador, acercándome lenta e inexorablemente, paso a paso por aquélla plancha de cemento que hacía arder las plantas de mis pies como si ríos de lava corrieran debajo de ella. Bajo mi piel, la sangre fluía pesadamente, mis pupilas se dilataban y una extraña sensación familiar rodeaba mi estómago mientras mi cabeza aturdida divagaba en recuerdos lejanos, tanto que parecían irreales. Pronto ya me encontraba a un par de metros de él, tan cercano que podía sentir su corazón palpitar en aquél voluminoso pecho y sus respiraciones dificultosas y lentas. Su rostro hinchado y brilloso por el copioso sudor que escurría desde sus sienes, sus excesivas carnes que llenaban a tope su playera y bermuda, su bebida oscura y fría que pretendía mitigar su sed, sus ojos vacilantes que buscaban alguna sombra donde descansar su pesada humanidad mientras tardos los pies se dirigían vagamente. Aún ahora no entiendo el por que, pero una fuerza incognoscible y de ominosa e hipnótica fuerza obliga a mi mano derecha el intentar tocar siquiera la yema de sus dedos, el poder siquiera rozarlos leve y fugaz, pero el tercamente, en su desesperación, se niega ofuscado a mi contacto. Sus ojos parecen salirse de sus órbitas mientras sus manos se dirigen con indignada desesperación hacia su robusto pecho, intentando escarbar por entre las mullidas carnes el origen a aquel sordo dolor que asfixiaba su cuerpo y segaba su existencia.

Tan solo un segundo de tocar su rígida mano bastó para ceder ante lo inexorable. Al mismo tiempo, sentí como unas leves pulsaciones asolaban mis dedos enjutos y se propagaban en oleadas de heladas sensaciones e inundaban todo mi ser placenteramente, mitigando mi anegada existencia, aminorando un sordo sufrimiento que arrastraba lastimosamente junto conmigo; cada pequeña porción de mi marchita extensión corpórea parecía retomar viejos bríos y renacer al viejo olvido, el único propósito al que, extrañamente, podía atender sin equivocación. Aquél infortunado yacía ahora en aquél pétreo lecho, con una mueca de incrédulo dolor que tomaba control de su expresión facial, y tan pesado como era, inevitablemente se había doblegado e inmóvil había quedado tendido, tan ancho como en vida. Un pequeño charco de líquido oscuro y burbujeante se formó alrededor de su boca, resbalando por sus labios hasta mojar aquél infernal suelo, hirviendo al instante. Un pequeño grupo lo rodeó morbosamente y empezaron a musitar entre sí cosas que no alcancé a escuchar, y posteriormente, los gritos y frases comenzaron a soltarse entre toda la manada, por así decirlo. Era algo tan común para mí que no le presté atención, consagrando todo mi esmero en mi renacimiento sensorial de un placer insospechado.

Después de pasado un par de segundos, aún a pesar de que nadie puede advertir mi presencia, el seguir ahí me provoca el sentirme harto de suciedad e inmundicia humana. Siento fluir en mis venas los vagos recuerdos y arrepentimientos, los deseos y represiones, siento toda esa inmensa carga resbalar pegajosamente a cada palmo de mi cuerpo, como si de cebo derretido se tratase. Me aparto y huyo corriendo lo más rápido posible hasta no poder más. Después de agotarme, mi cansado cuerpo se resiste a dar siquiera un paso más y caigo de rodillas en un sucio charco de inmundicias, mientras mi cabeza es rodeada por mis brazos y se esconde entre mis rodillas. Quisiera gritar hasta desgañitar mi garganta, hasta diluirme en el ruido de la espesa noche y no volver a abrir los ojos nunca más. No puedo contener mi sensación de arrepentimiento, la culpa me invade y carcome mi alienada y débil mente, mermando el minúsculo momento de placer que se esfumó tan pronto como llegó a mi. Me recriminaba y lamentaba mi falta de voluntad, no era posible que cediera siempre a aquéllos apetitos, devorando todo lo que encontrase a mi paso, incólume al sufrimiento ajeno. No podía ser posible que aún, tras el paso de siglos y milenios de diaria monotonía aquéllos momentos siempre lastimaran de la misma manera, no es posible que aún los segundos se sintieran tan largos como la eternidad y tan vacuos como esta inmensa soledad atribulante, pero que siempre puntualmente, regresa esa familiar sensación de necesidad apremiante y embriagadora.

– Jamás lo volveré a hacer – mascullo entre dientes, convenciéndome efectivamente de que poseo la suficiente entereza como para sobreponerme sin necesidad de nada.

– Nunca más – grito sonoramente, mientras gruesas gotas se derraman de mis ojos y se precipitan por mis mejillas, hasta caer finalmente en aquél sucio suelo, testigo de mi final redención.

Lloro abundantemente, siento mis lágrimas brotar con singular abundancia, tanto que llega a conmover a un corazón que nunca ha latido en mi pecho pero que se retuerce penosamente. Soy algo nuevo y diferente, esta vez si lo siento.

Sin advertencia, una pequeña niña de cabellos oscuros me llama poderosamente la atención, tanto que no puedo evitar el dejar de verla. Su tez macilenta y sus raídos ropajes denotan su condición humilde. Sus lánguidos brazos cargan con esmero un cartón de leche, el cual porta con alegría, haciendo brillar singularmente ese par de ojos negros como las sombras en las que camina. Sin notarlo, ya estoy caminando a su lado y admirando en silencio aquél alegre e inocente andar, sintiendo ese joven y pequeño corazón latir apresuradamente mientras unas manos toscas abrazan su cuerpo y ahogan los gritos que intenta proferir, cubriendo totalmente aquella infantil boca y la nariz, sumiendo para siempre en la oscuridad aquéllos preciosos ojos, incrédulos ante la voluntad humana, incrédulos ante el infortunio de cruzarse en el camino de aquel acechador, de aquélla basura humana que encontraba el placer en algo que a la mayoría de la gente le causaría verdadera repulsión. Tal vez, no me diferenció mucho de el.

– Esta es la última vez, lo juro – pienso para mi mismo, mientras intento tocar siquiera el extremo de aquéllos frágiles y pequeños dedos de yemas rozadas. Extiendo trémulo mi índice y el contacto es inmediato, sin siquiera resistirse, permitiendo que su esencia renazca en mi interior e infunda un nuevo respirar a mi ajada existencia. Por sus mejillas fluyen abundantes y gruesas lágrimas, resbalando en aquél infante rostro por última ocasión, como si se tratase de un preámbulo hacia la infinita indiferencia.

– Esta es la última vez… esta es la última vez… esta es la última vez… – me repito incesantemente una y otra vez intentando que se convierta en realidad, tal y como lo he venido haciendo desde hace ya tanto que mi memoria no me es suficiente como para rememorar ingentes eones, siempre anhelando el final de esta aflicción eterna; sin quietud, sin anhelos, sin esperanzas, sin deseos… sin nada más que un leve y fugaz suspiro de tranquilidad. A fin de cuentas, ¿Cuánto más podría durar?...