Un ser invisible (2o Experimento)

Con la complicidad de Paquito y las ganas mutuas de seguir experimentando, decidimos que era un buen momento para pasearnos por el gimnasio de mi barrio.

Paquito estaba ya al final de la calle, detenido en un semáforo. Seguía con el teléfono en la oreja, preguntándole a la nada si le podía oír. No dije nada, pues había demasiada gente alrededor, pero sí le rocé el culo para hacerle notar que estaba a su lado.

-Te encuentro muy gracioso, amigo mío, pero no tengo ganas de tonterías. Te tengo que dejar, lo siento.

Mi amigo colgó el teléfono sin esperar respuesta (tampoco es que se la fueran a dar), y miró a una señora que había junto a él, dedicándole una sonrisa cortés. Acepté su pequeño enfado, y no dije nada durante buena parte del paseo. De vez en cuando le volvía a rozar el trasero, sólo para hacerle ver que seguía con él, y también con intención de disculparme por mi actitud infantiloide con el vigilante.

Sobretodo en las calles más transitadas, era difícil moverse entre la gente sin chocar con nadie. Pronto aprendí a esquivar a todo el mundo, y a leer en sus ojos la intención de cambiar de dirección o sentido su marcha. Sólo sucedió una vez que me di de bruces contra un tipo, y el hombre miró a su alrededor sin entender muy bien contra qué se había golpeado. Respecto a lo otro, empezaba a acostumbrarme a la extraña sensación de estar invisiblemente desnudo.

Cuarenta minutos caminando en esas circunstancias puede ser muy agotador, sobretodo si tu mejor amigo no quiere (ni puede, en este caso) dirigirte la palabra. Pero no tardamos mucho más en abandonar el bullicio del centro. Los barrios periféricos de la ciudad se presentaban ante nosotros al otro lado del parque.

-¿Sigues ahí? -me alegró que fuera él quien rompiera el silencio, aunque fuese con aquel susurro casi inquisidor.

-¿Dónde iba a estar, si no? -le respondí en voz baja, aunque no se veía a nadie por los alrededores.

-Ha sido una estupidez, y quiero que lo digas.

Intuí que había pasado buena parte del paseo dándole vueltas a la cabeza sobre el tema del vigilante. Supuse que no era una cuestión de celos, por supuesto, si no más bien de arriesgarme a ser descubiertos. Por eso cedí.

-Ha sido una estupidez, lo admito. Pero no me puedes negar que el chaval está muy bien. Sólo quería divertirme, ¿no es esa la intención de todo esto?

-Esto es ciencia, Fabián, y aunque pueda parecer un simple divertimento, nos jugamos mucho con esta experimentación.

-Soy tu conejillo de indias, lo sé. Y espero que por esto te den el Nobel de Física, pero no puedes negar que el chico merecía el riesgo.

Paquito se detuvo, miró hacia el lugar en el que creía que estaba yo (falló por pocos centímetros), y después sonrió. Caminó hasta uno de los bancos de madera algo desvencijados del parque, y se sentó un instante.

-¿Qué le has hecho? -su tono de voz se relajó 100%.

-Nada grave. Le he visto las manitas cogidas por detrás, y he pensado que a lo mejor quería agarrarme la minga un segundo.

-¡Menudo capullo! -mi amigo se reclinó en el asiento.

-Oye, macho, yo también estoy agotado, pero no puedo sentarme. ¿Por qué no seguimos? No quedan ni diez minutos para llegar a mi barrio, y me he pasado más de media hora esquivando gente.

-¿Estás sudando? -preguntó de pronto.

Los dos nos quedamos en silencio, mientras yo me pasaba una mano por la frente bañada en sudor. Me flipó comprobar cómo Paquito seguía el movimiento de mi mano. Le pregunté si me estaba viendo. La idea de hacerme visible de repente y aparecer como mi madre me trajo al mundo no me seducía demasiado, sobretodo estando tan cerca de un barrio lleno de macarras como el mío.

-Sólo ha sido un instante, tío. He visto como unos minúsculos puntitos transparentes se juntaban a la altura de tu cabeza, pero enseguida han caído al suelo en forma de gota.

-Joder, ¡qué fuerte! Eso significa...

-Sí, significa que la saliva y el semen no son los únicos fluidos que pueden verse abandonando tu cuerpo. Y también quiere decir que es preferible que hagas el menor esfuerzo físico posible.

-Pues no sé si un gimnasio lleno de testosterona será el sitio más recomendable para no sudar.

-Puedes ponerte caliente sin necesidad de sudar, tío, y aunque sudes un poco es preferible que no trates de enjugarte delante de otras personas -me dijo Paquito con una sonrisa-. Lo que no vas a poder hacer será entrar en la sauna. Allí eres carne de cañón, amigo mío.

-Pero ¿a qué tipo de gimnasio crees que vamos, macho? Ni siquiera creo que tengan duchas individuales, o sea que olvida la sauna...

Le volví a tocar el culo a mi amigo cuando se puso en pie, pero esta vez como parte del experimento. Él me dijo "tócame el brazo", pero a mí su brazo no me ponía, así que le planté la mano bien abierta en el trasero. El contacto con la tela suave del pantalón de chándal duró un par de segundos largos. Eso era lo que tratábamos de comprobar.

A los diez minutos estábamos ya en la calle del gimnasio, a unos tres minutos de mi apartamento. Paquito no llevaba mochila, ni nada, simplemente el carné de socio sin estrenar. Tampoco me pareció que su intención fuera aprovechar demasiado el dinero invertido. Un poco de bicicleta y listos, según me había dicho él mismo. Su única función era acompañar a su cobaya en aquella nueva experimentación, asegurarse de que todo iba bien.

El número de culos, pectorales, bíceps y abdominales macizos por metro cuadrado que había en aquella sala, hizo que mis ojos se achinaran por la expectación, incapaces de albergar tanta carne deliciosamente sudada y chupable. Paquito pasó el carné por una rendija, y el torno de entrada se abrió para él. Yo toqué el torno unos tres segundos, hasta que éste se volvió de mantequilla para mí y lo atravesé sin más. Mi polla estaba ya tan grande y dura que me la agarré para evitar que nadie se tropezase con ella.

Seguí a mi amigo hasta los vestuarios masculinos. Vuelo directo y sin escalas, sólo deleitándome con las vistas hasta encontrarme de frente a la puerta. La toqué hasta atravesarla, y me topé con un tipo que salía de allí demasiado vestido para mi gusto. Le esquivé como pude. Junto a los bancos de madera del vestuario colocados en semi círculo, había tres hombres más, uno de ellos completamente en pelotas. Pero Paquito no estaba allí.

Despegué la vista de aquella polla tan carnosa y visible, y deduje que mi amigo se había metido en uno de los lavabos, pero no podía saber cuál. Probé con el primero. Puse ambas manos sobre la puerta, y cuando ésta se hizo aire, la atravesé con demasiada fuerza. Tanta que acabé apoyando mis zarpas en la espalda de un maromo más alto que yo que estaba ocupando el interior de aquel servicio.

Aunque el empujón no fue demasiado fuerte, sí que le hizo echarse hacia adelante, aún con mis manos en su espalda. Aquellos tres segundos fueron los más eternos de mi vida, y aunque sucedió todo muy rápido, recuerdo multitud de sensaciones distintas y bien diferenciadas.

Primero mis manos sobre su espalda; una espalda ancha y robusta, vestida con una camiseta blanca de tirantes. Luego noté que él se echaba hacia adelante, sorprendido por el empujón inesperado que provenía de una puerta cerrada e inmóvil detrás suyo. Después fue mi polla, imposible que no se diera contra sus muslos cuando ambos nos volcamos hacia el frente. En la décima de segundo que pude mirar hacia abajo, vi la punta de mi nabo pegada a un slip verde que recubría un culo y unas nalgas tremendamente velludas.

Pero entonces el contacto llegó a su fin, y puesto que yo estaba algo volcado sobre aquel tipo, empecé a atravesarle hasta que mi mano se pudo apoyar en la pared de delante, en el mismo sitio en que él había apoyado la suya. Recuerdo que justo en ese momento pensé que el contacto con la pared también se esfumaría a los tres segundos, y que entonces yo caería vete a saber dónde, tal vez por el mismo agujero del váter por el que aquel maromo estaba meando. Quizá me acababa colando por las tuberías y terminaba mis días de experimentación en una alcantarilla...

Pero la pared siguió allí. También el tipo. Y también yo. Separé la mano casi de un modo autómata de las baldosas en que la apoyaba, y al mirarme esa misma mano la encontré excesivamente gruesa, con los dedos como morcillones. Busqué la otra para compararlas y me di cuenta de que me estaba cogiendo el rabo con ella. ¡Pero no era mi polla!

Tenía los huevos peludos, y llevaba puesto un slip verde bastante feo, aunque morboso. Me toqué el pecho y sentí con increíble claridad el contacto de una camiseta de tirantes. Blanca. Me empecé a sobar compulsivamente, incapaz de asumir aquel nuevo contratiempo: ¡me acababa de meter en el cuerpo de aquel tío!

Conté hasta cinco varias veces, creyendo que al llegar a ese número todo volvería a la normalidad, pero no sucedió. Luego conté mentalmente hasta diez, cerrando los ojos como si en eso radicara mi poder, como si aquella fuese la solución a aquel nuevo entuerto.

Miré hacia abajo y me vi ese rabo peludo y con pellejo entre las piernas; consideré oportuno meterlo bajo aquel cutre calzoncillo Delmer color verde, pues ya no tenía ganas de mear más. ¿Acaso las había tenido antes? Bajé la tapa de la taza y me senté en ella, tratando de asumir lo que estaba pasando.

No era la primera vez que entraba en contacto con otra persona siendo invisible. Al mismo Paquito le había atravesado en multitud de ocasiones, bien con la mano, bien con la polla, pero nunca me había introducido en su cuerpo (al menos, no de un modo tan literal como ahora).

Ni siquiera sabía cómo era mi "nueva cara". Sólo sabía que tenía unos bíceps enormes, espalda cuadrada, mucho pelo por todo el cuerpo, y mal gusto para la ropa interior. Las chanclas Delmer de piscina que tenía en mis venosos pies tampoco es que fueran el colmo de la elegancia. Supuse que aquel tipo lo compraba todo Delmer. Me toqué la cabeza, y descubrí que estaba rapado de un modo casi militar. Pero no calvo, pues notaba toda la parte frontal de la cabeza cubierta.

Me palpé las orejas, y la única conclusión que saqué de ello es que tenía dos, una de ellas con un pequeño aro colgando. Mi verdadero yo nunca se hubiese atrevido a llevar un pendiente, por lo que me pareció que al menos había algo en el dueño de aquel cuerpo que me parecía respetable. Los ojos estaban en su sitio, igual que la nariz, ni grande ni pequeña, y mis nuevos labios me parecieron excesivamente gruesos. Supuse que tarde o temprano tendría que salir de aquel váter y enfrentarme con un espejo.

Cuando me puse en pie (me costó un poco más de lo normal, como si me notara más pesado que nunca), tuve un instante para pensar en Paquito. El pobre debía estar esperándome en alguno de los otros lavabos, o tal vez hubiera salido ya a montar una de las bicicletas del gimnasio. Me aseguré de que no llevaba la minga fuera, ni que nada pareciera fuera de lo normal, tiré de la cadena y quité el cerrojo de la puerta.

Era complicado moverse con aquel cuerpo. Apenas podía juntar las piernas, pues mis muslos eran amplios y robustos como un tronco. Aquellas chanclas me parecían incomodísimas, y los calzoncillos se me metían un poco por el culo. Llegué hasta la zona del vestuario, mentalizándome de que ya no era invisible, si no todo lo contrario: más grande y visible de lo que nunca hubiera soñado. No podía andar mirando los vergajos y los culos de la peña como diez minutos antes.

De los tres tipos que había allí al entrar, aún quedaban dos. Uno de ellos era un chvaval joven que estaba acabando de meter su ropa en una mochila. Al que le había visto antes el cimbrel en toda su expresión, le tenía ahora vestido frente al espejo, peinándose. Me miró y me lanzó una sonrisa inesperada.

-Te habrás quedado a gusto, colega... -me dijo.

Correspondí a su sonrisa un poco atolondrado. ¿Me conocía, o simplemente estaba soltando una broma típica de los vestuarios del gimnasio? ¿Amistad, o simple confraternización heterosexual entre machos? No lo podía saber y aún así, decidí lanzarme a la piscina.

-¡Buah, estaba a punto de reventar! -casi me asusté de mi propio tono de voz, potente e imperativo.

Pero el tipo debió encontrarlo normal, pues simplemente siguió sonriendo mientras lanzaba el peine en la que debía ser su mochila. Yo me vi demasiado quieto, lo que podía llamar la atención. No quise mirarme en el espejo mientras no estuviera solo, para no levantar sospechas. Miré a mi alrededor, tratando de saber cuáles eran mis cosas. El otro chaval del vestuario se despidió con un seco e impersonal "hasta luego" y salió por la puerta.

-Entonces qué, ¿te esperamos el sábado? -dijo entonces el hombre, sacándome de mi abstracción.

-Sí, claro. El sábado estaré allí -traté de sonar convincente.

-¿Vendrás con Laura? Sofía está deseando conocerla.

-Veremos si puede...

-Tú verás, que al fin y al cabo eres quien empuja el cochecito -se rió de su propia ocurrencia, sin sospechar que estaba hablando con un completo desconocido.

-Me refiero a que se encuentre bien, y eso.

No supe si mi respuesta le acababa de convencer, pero decidí que era hora de escapar de aquello, antes de acabar metiendo la pata. Caminé hasta lo que creí que debían ser mis cosas: la única mochila abierta aparte de la de "mi amigo", un pantalón corto de chándal por el suelo, junto a unas zapatillas deportivas Delmer y unos calcetines blancos ennegrecidos por esas mismas zapatillas.

Me senté en esa parte del banco, esperando que en algún momento el hombre me mirara y se extrañara de verme sentado junto a ropas que no me pertenecían. Pero como no lo hizo, deduje que aquellas eran realmente "mis cosas". Entonces apareció Paquito, cuando yo casi me había olvidado de él. Salía de la zona de los lavabos, nos lanzó una mirada tan fugaz que apenas debió vernos, y desapareció como el chaval un minuto antes.

-Otro que se habrá quedado a gusto... -me sonrió el tipo-. Bueno, hermanito, entonces nos vemos el sábado. Y descansa -me dio una palmada en el hombro-, que te veo echo polvo, colega.

-Nos vemos -simplemente levanté la cabeza en un gesto desganado, y le vi salir y dejarme solo.

No quise perder más tiempo. Me levanté y me planté directamente frente al espejo. Tal como había supuesto, me había introducido en el cuerpo de un bichaco desproporcionado. No era un culturista, o al menos no de los que compiten, pues mi nuevo cuerpo era más o menos "humano". Gigantesco, pero humano. Tenía la cara angulosa y ancha, con las mandíbulas muy marcadas. Los ojos azul grisáceo y la cabeza rapada al uno. Efectivamente, el tamaño y la forma de mi nariz era bastante standard, y la verdad es que el aro en la oreja derecha le daba un aspecto juvenil a aquella cara de facciones curradas.

Calculé que tenía unos 40 años bien trabajados. Lo que se veía por debajo de la barbilla era increíble, casi grotesco. Me hubiera gustado estar en un sitio menos público para poder acariciar cada centímetro de aquella piel rugosa y velluda. Algunos pelos incluso atravesaban la tela de la camiseta a la altura de mi pecho. ¡Qué pedazo pectorales! Los pezones resaltaban como dos focos en la noche, duros y grandes.

Cuando miré más abajo y me encontré con aquel bultaco bajo el calzoncillo, creí que estaba soñando, aunque ni así habría imaginado albergar tanta carne entre las piernas. Y sólo la tenía morcillona... Deseé por un instante poder salirme de aquel cuerpo y que el dueño de aquella portentosa polla me permitiera comérsela hasta quedar hartos los dos. Me hubiera follado a mí mismo en ese mismo vestuario.

Pero como aquello no era posible, pensé de nuevo en Paquito: él sí podría hacer realidad aquella especie de fantasía inconcebible. Al menos, eso fue lo que pensé. Me puse rápidamente el pantalón corto de chándal, y salí de allí sin quitarme ni las chanclas. Acoté visualmente todo el espacio del gimnasio. Había desde chavalitos insulsos con la única pretensión de estar cachitas para ser admirados por sus pibas, hasta cuarentones aguerridos y con pinta de guardabosques que quizá en el fondo sólo suspiraban por follarse a esos mismos chavalitos.

Mi calentón me estaba volviendo loco, aunque por suerte ahora me podía permitir sudar. Divisé la zona de las bicicletas estáticas, rogando para que Paquito hubiese tenido paciencia y hubiera aguantado como un campeón. Suspiré al verle pedaleando con naturalidad mientras ojeaba a su alrededor. No dudé que también le gustaba encontrarse en aquel ambiente tan caldeado. Me acerqué a él.

-Perdona, ¿eres Paco? -le abordé directamente, notando su sobresalto.

-Sí, me llamo Paco -mi amigo dejó de pedalear casi al instante, y me miró con cierto temor.

-Vale, es que hay alguien en el lavabo que pregunta por ti. Me ha mandado a buscarte.

Su cara se transformó en un poema de miedo mal disimulado. Creí que si le entraba de esta manera, él podría pensar que no se trataba de una broma, ni de nada raro. Que simplemente su amigo Fabián había vuelto a hacer una de las suyas, cagándola como de costumbre. Le vi bajando de la bici, y empecé a caminar hacia el vestuario, confiando en que me seguiría. Empujé la puerta, avancé por el pequeño pasillo que llevaba al vestuario (por suerte, ahora estaba vacío), y le señalé las puertas de los lavabos.

Todo con la intención de conseguir que accediera sin miedo. Una vez estuvo dentro, y mientras le indicaba que el que había preguntado por él estaba al otro lado de la última puerta, observé que su cara trataba de disimular que no quería compañía en ese momento. Pensé en ser malo, en hacerle sufrir un poco más y esperar a ver cómo reaccionaba, pero me contuve.

-Soy yo, Paquito. Soy Fabián.

Claro, esa frase no suena igual si la pronuncia una voz grave y profunda como aquella, que si la digo yo con mi tonillo levemente aflautado. Por eso mi amigo se dio la vuelta de repente, con una especie de pánico irracional, y simplemente le preguntó a aquel hombre musculoso que parecía haberle tendido una especie de incomprensible emboscada:

-¿Qué?

-Que soy yo, tío. Sé que parece absurdo, pero me he metido en el cuerpo de esta especie de bestia -me miré a mí mismo como si no me reconociera-. No sé cómo ha sido, me he metido en un lavabo para buscarte, y de pronto me he topado con este maromo y sin darme cuenta me había introducido en su cuerpo. Pero soy yo, Fabián.

-¿Qué...?

-Que sí, coño, que soy yo, tu mejor amigo, el hombre invisible, el que te ha estado follando la última semana... -supongo que oír a alguien de mis actuales características físicas diciéndote eso, como mínimo debe impresionar, sea o no sea cierto; y eso le pasó al alucinado Paquito, que no salía de su asombro-. Hemos venido aquí para poner en práctica el experimento, y le he puesto la polla en la mano al segurata del laboratorio... ¿qué más te puedo decir para que te lo creas?

-¿De verdad eres tú?

-En carne y hueso, colega. O mejor dicho, con mucha más carne, y huesos más fuertes, pero el mismo Fabián cachondo de siempre. Estoy metido aquí dentro -me toqué el abdomen-, pero no sé hasta cuándo. Supongo que cuando hayan pasado las tres horas, algo pasará, pero no sabemos qué.

-¿Y qué coño vamos a hacer?

-Dímelo tú, joder, que para eso eres el doctor Doolittle...

-Muy gracioso -refunfuñó, sin poder apartar su vista de mi cuerpo-. ¡Joder, estás buenísimo!

-Lo sé, y había pensado... -miré hacia la puerta del vestuario, creyendo haber oído que se abría; bajé el tono de voz-. Había pensado que nos fuéramos a mi apartamento y nos echáramos el polvo de nuestras vidas.

-Tío, ¡tú siempre pensando con la polla! -me recriminó mi buen amigo, sin quitar ojo de mis brazos y mis piernas.

-Sí, pero ahora estoy pensando con ésta, y no con la mía -me bajé el pantaloncito y el calzoncillo verde de una sentada, mostrándole con naturalidad aquel morcillón tan envidiable como poco discreto-. Siendo humilde, tengo que decirte que nunca te voy a poder ofrecer semejante trabuco, pero ahora mismo es tuyo, si lo quieres.

-¡Ostias, qué pedazo rabo...! -exclamó mientras estiraba una mano para agarrarlo con un interés poco científico, y después lo dejaba apoyar en ella-. Con este cacho de carne se podría alimentar a toda la legión -bromeó para mi tranquilidad.

-Entonces qué, ¿te apetece ser follado por el macho más fuerte del planeta? Así podrás decir que ya te has tirado a Superman y al Hombre Invisible.

-Está bien -sonrió y acabó cediendo el bueno de Paquito, más viciosillo de lo que quisiera aparentar-. Pero con una condición.

-¿Cuál? -le pregunté.

-Que por una vez, y sin que sirva de precedente, me dejes darte bien por el culo.

Me quedé un momento en silencio, aunque casi instintivamente empecé a negar con la cabeza. Paquito sabía que algunos temas estaban ya zanjados de antemano. La negativa se fue haciendo más firme a medida que su cara se mostraba cada vez más disconforme.

-Joder, macho, ¿cómo eres tan cabrón? -Paquito se rebeló contra mi primera negativa.

-¡Que no pienso dejar que me la metas, capullo! -le dije yo, defendiendo mis "principios activos" y casi olvidando que estábamos en un gimnasio atiborrado de testosterona heterosexual y violencia reprimida.

-¡Pero piénsalo, Fabi! Cuando salgas del cuerpo de este semental con el culo partido, tu virginidad anal seguirá intacta. Es a él a quien le dolerá el ojete sin saber por qué. Y además, qué sé yo, a lo mejor hasta te gusta...

-¡Vete a la mierda! -le solté un cachetazo en el hombro mientras los dos nos reíamos-. Eso es precisamente lo que no quiero: cogerle gusto a eso de que me aparquen la moto ahí detrás.

-Estás cargado de manías, tío, pero está bien, tú ganas. Volveré a ser yo el único que ponga el culo, como siempre.

-¡Pero si es lo que te gusta! -le piqué.

-Pero que conste que cedo sólo porque es la única manera de llevarme a la cama a Superman, ¿vale?

Le sonreí, y él hizo lo mismo, pero nuestra alegría duró muy poco. En ese preciso instante, del modo más inesperado, se oyó el ruido de una puerta y resultó no ser la que llevaba al resto del gimnasio, si no la de uno de los lavabos, precisamente el último, aquél que le había señalado a Paquito como el lugar donde le esperaba su amigo. Nos quedamos en un silencio tan sepulcral que incluso pudimos oír un coche que pasaba por la calle.

De los dos tipos de socios del local que os he descrito antes (chavalitos y cuarentones), el ejemplar que vimos aparecer ante nosotros pertenecía a la primera especie: no más de veinte años (es difícil calcularlo cuando el sujeto en cuestión lleva tan poca ropa), un aro en el labio como el que colgaba de mi oreja, una de sus cejas con una línea vertical afeitada, un torso pequeño y definido, lo mismo que su abdomen, unos boxer negros apuntando maneras, unas piernas robustas y arqueadas por el fútbol... Descalzo, ojos claros, pelo negrísimo, corto, y con un flequillo perfectamente despeinado sobre su frente.

Si tuve ocasión de hacerle aquella especie de radiografía improvisada fue por un único motivo: el chaval se había quedado apoyado en una esquina de la pared, mirándonos con una expresión de lo más inusual. De pronto, cuando ya parecía que el fin del mundo estaba al caer, el menda abrió la boca:

-Hola, Óscar -dijo.

Supuse que Óscar debía ser yo. La expresión en la cara del chaval no varió ni un poco a pesar del silencio que había provocado su inesperada presencia y su sorprendente saludo.

-Creí que habías dejado de... experimentar -me siguió diciendo, sumiéndome en la misma incertidumbre que debía sentir Paquito frente a mí.

-Pues ya ves que no -tener aquel cuerpo tan impactante debía servirme al menos para pronunciar frases tan chulescas como aquella sin que el resto del mundo se riera en mis narices.

-Debí suponerlo -miró entonces a mi amigo mientras avanzaba un paso hacia nosotros-. No pierdas el tiempo, tío. A mí tampoco me dejó nunca entrarle por detrás.

-Creo que te confundes, chaval -le cogí de un brazo sin importarme que no le conociera de nada; supuse que Óscar reaccionaría así en una situación como aquella-. Te confundes de persona.

-Puede que sea eso. Puede que fuera otro "oso" el que me trincó en los baños del Hot. Afortunado tu amigo, que se va a tirar a Superman. Yo me tuve que conformar con Winnie the Pooh, por lo visto...

Trató de zafarse de mi zarpa, pero se lo puse difícil. Ni siquiera su dura mirada sobre mi mano hizo que cediera en mi actitud. Yo no era muy consciente de lo que hacía. He de decir que seguía siendo yo mentalmente, pero mi cuerpo actuaba un poco a su aire. La mirada de Paquito le confería un aire de muchacho temeroso, pero aún así no dijo nada. Me dejó actuar.

-¿Acaso no te jodí como querías? -le pregunté al chaval mientras le atraía hacia mí con la simple presión sobre su brazo; ¡joder, aquel "yo" era realmente fuerte!

-Cualquier niñato del instituto me lo hubiera hecho mejor que tú...

Aquello superó todas mis expectativas. Aún no había acabado de procesar su última frase, cuando ya le tenía cogido del cuello, empotrado contra la pared. Paquito me dijo que le soltara mientras agarraba mi enorme brazo sin éxito. Le miré con cierta dureza, y le ordené que se asomara al pasillito que daba a la puerta del vestuario, que me avisara con un silbido si entraba alguien. Estuvo a punto de replicar, pero tal vez en ese momento empezó a darse cuenta de que no estaba realmente ante su amigo Fabián. Fue la primera vez que me sentí un poco ajeno a aquel cuerpo, pese a que yo le pertenecía por completo.

-Pero ¿cuántos años tienes? -logré preguntarle al chico, con un tono de voz demasiado pacífico y conciliador como para pertenecer al mismo tipo que le estaba agarrando del cuello sin miramientos.

-Los mismos que hace dos meses, cuando no te importó metérmela hasta el fondo en aquel lavabo asqueroso mientras me llamabas puta una y otra vez -él tampoco es que se mostrara asustado, si no más bien guerrero y vacilón

Parecía sentirse seguro pese a su evidente inferioridad física. O eso, o estaba tan cachondo que había perdido la razón. No sé qué le debió dar el dueño de mi cuerpo a aquel chaval, pero está claro que debió ser muy fuerte para venir ahora buscándole con aquellos aires de rebelde masoquista.

Mis manos ya le habían bajado los boxer negros hasta las rodillas. ¿Cómo coño era capaz de moverme sin ser apenas consciente? ¿Acaso se estaba produciendo una especie de dicotomía cuerpo-mente? Le cogí una polla delgada y no muy larga, pero dura como el cemento. Volteé con una sola mano el cuerpo del chaval, al que no podía dejar de ver cada vez más joven, y le susurré al oído:

-¡Voy a destrozarte este culo de puta que tienes!

FIN del Segundo Experimento.