Un sabueso y un felino
En un futuro postapocalíptico, la humanidad vive clandestinamente en la Tierra. En uno de los asentamientos vive Zaijov, un Justicia, que vuelve a su casa tras un duro trabajo. Allí le espera su compañera, pero no precisamente con los brazos abiertos.
Las tres cabezas chocaban entre sí al bambolearse con el paso del caballo, bocas abiertas y ojos vacíos, a la grupa del animal, produciendo un sonido sordo, casi gracioso si uno no pensaba qué lo causaba, como de entrechocar de cocos. Zaijov estaba tan acostumbrado a él que ni siquiera le prestaba atención; muy atrás quedaban los tiempos en que aquéllas cabezas que colgaban del caballo del Justicia le fascinaban y horrorizaban por igual, y escondía la cara tras el grueso cuerpo de su madre, hasta que un día su padre le tomó del cogote y le obligó a mirar, y le dijo que mirara no sólo las cabezas, sino también al hombre que iba a caballo. A Zaijov entonces le pareció un hombre grandísimo, muy impresionante y temible, pero aquél hombre le dedicó una mirada llena de simpatía y le sonrió. Y en ese momento, el pequeño Zai, que todavía no ponía dos cifras en su edad, decidió que sería Justicia.
Aquéllas cabezas, que hasta pocos días atrás habían coronado los hombros de criminales, no eran ni remotamente las primeras que cargaba Zaijov. Hacía muchos años, de hecho, que había dejado de llevar la cuenta. Hacía menos años, pero los hacía de todos modos, que había dejado también de pensar que cada cabeza colgada de su caballo acercaba a la humanidad a un mundo mejor, o a un futuro más esperanzador. Él sabía que ser Justicia era su trabajo y lo hacía, y consideraba que lo mejor para seguir cuerdo, era no confiar más que en el presente. Esos tres, ya no harían ningún daño a nadie. Eso, y conseguir calor y reposo, era lo único que le importaba en aquél momento.
El frío aumentaba y parecía morder la carne. Iba bien abrigado con el tabardo de piel y el gorro calado hasta casi la nariz, pero aún así notaba la nieve queriendo silbarle en el cuello. La ascensión era lenta y penosa, pero los caballos la aguantaban bien y al menos no era preciso ir caminando. El pequeño asentamiento en el que vivía apenas albergaba a doscientas almas, y pese a ello no era de los menos poblados. En tiempos antiguos había sido un monasterio, o eso decían los escritos. Estaba excavado en la roca viva y en medio de fuentes termales asombrosamente cálidas, lo que lo hacía muy cómodo en aquéllos duros inviernos. Zaijov, por su posición social, tenía derecho a una celda muy amplia cuya parte trasera daba a una de las termas que podía usar en privado. El resto de habitantes podía gozar de las termas comunes y de habitaciones, si bien no tan amplias, igualmente cómodas, y cada quien tenía derecho a ciertos privilegios en función de su posición; las familias con niños disponían de más espacio y tenían preferencia en el reparto de comida y de dulces cuando podían conseguirse; los solteros tenían derecho a mayor cantidad de bebida y horas privadas en las termas; los cazadores obtenían las mejores prendas de abrigo y preferencia en la atención médica... El viejo monasterio ofrecía un refugio cálido y seguro para sus habitantes lo que, en los tiempos que corrían, era mucho decir.
La humanidad de Tierra Antigua pasaba apuros. De hecho, según las fuentes oficiales, ni siquiera existía. Después del gran Cataclismo que asoló la Tierra y la dejó envuelta en una nube radioactiva, los humanos supervivientes que aún conservaban algún dinero o medida de cambio, se vieron obligados a abandonar en masa el planeta y repartirse por las colonias y por otros mundos más o menos amistosos donde pudieran ser aceptados. La versión oficial decía que la vida humana en la Tierra sería imposible durante al menos un milenio, y que toda vida en el planeta se había extinguido. Apenas diez años después del Cataclismo, con la humanidad repartida por el Universo, la Tierra Antigua había caído en el olvido, y sus viejos propietarios acabaron convencidos de que no recuperarían sus inversiones jamás. Tierra Antigua empezó a ser utilizada entonces como medio de ejecución, y tanto los humanos como muchos otros habitantes de la Galaxia empezaron a enviar allí a los reclusos de los que querían deshacerse, seguros de que la radioactividad acabaría con ellos en poco tiempo. Fue una suerte para todos que a nadie se le ocurriese supervisar a fondo y simplemente tomasen los datos obtenidos como absolutos.
Aquéllos reclusos se encontraron en su mayoría con un planeta muerto, yermo y árido en el que no crecía nada, en el que sólo escorpiones, escolopendras y cucarachas se disputaban la supervivencia, donde el agua sabía a ácido y quemaba la garganta y el aire venía cargado de arena y contaminación, y cada bocanada era veneno. La mayoría no sobrevivieron más allá de un día. Pero algunos, cayeron en otras regiones, situadas mucho más al norte, en zonas que ya se habían enfrentado a la radioactividad siglos atrás, cuando el hombre apenas empezó a jugar con ella, y el medio ambiente había desarrollado armas para adaptarse. Aquellos que cayeron en mitad del invierno, no lograron sobrevivir y murieron ateridos, pero los que llegaron en verano, se encontraron no sólo con una vegetación exuberante, sino también con animales de todo tipo, incluido el hombre.
Tuvo que ser un buen susto para ambos cuando el hombre se encontró quizá con un extraterrestre, o simplemente con un humano al que no había visto jamás en un tiempo en que la palabra “desconocido” perdió su significado, y también para el extraño, cuando vio a un hombre salir de debajo de la tierra. Durante buena parte de la historia, a fin de protegerse de lo peor de la radiación, el hombre había construido búnkeres y refugios antiatómicos que se revelaron útiles al fin. Desde luego que lo más sensato hubiera sido no tener jamás que utilizarlos, pero esos refugios habían salvado la vida en Tierra Antigua de todos aquéllos humanos que eran demasiado pobres para pagar un pasaje que les sacara de ella, y preservado su intimidad. De no haber sido por ellos, hubiera sido mucho más fácil percibir la vida humana, y quién sabe qué hubiera podido suceder entonces; no parecía probable que los dueños de la Tierra hubieran permitido a nadie vivir en ella gratis… Sea como fuere, la humanidad empezó a prosperar de nuevo, muy lentamente y restringida a aquéllos lugares en los que era posible, que no eran demasiados y en los que las condiciones de vida eran rigurosas. Zaijov había leído todo aquello de niño, y ahora él mismo también escribía parte de la crónica del monasterio, como el anterior Justicia lo había hecho antes que él. Miró hacia arriba y suspiró aliviado al comprobar lo cerca que estaba ya de su hogar. Sabía que antes, las ciudades habían tenido nombres, pero ahora los asentamientos carecían de ellos. El hombre había aprendido por las malas que no era saludable encariñarse en exceso con un lugar ni sentirse envanecido de haber nacido en un sitio determinado.
Por fin, poco rato después, llegaron al monasterio. Zaijov y los mercaderes que le acompañaban entraron en el patio y descabalgaron, dejando huellas sobre la costra de nieve que no cesaba de caer. Los cuidadores se afanaron con los animales, para llevarlos enseguida a los establos; los vehículos a energía solar o eléctricos eran escasísimos y el teletransporte podía dejar huella que fuese percibida desde el exterior, de modo que sólo quedaban caballos y animales de tiro como medio eficaz de transporte, lo que convertía a estos animales en algo muy valioso. Los mercaderes, rodeados por un sinnúmero de curiosos, entraron directamente al gran salón, donde podrían empezar su negocio. En el viaje de ida habían llevado grano, pieles y carne tanto fresca como salada, y ahora al regresar traían sal, té, frutas y hasta melaza. Había sido un buen viaje y estaban ansiosos de empezar los trueques. Otra de las cosas que Tierra Antigua había desterrado, era el dinero digital del sistema de créditos que había conducido a la terrible burbuja que había llevado a hipotecar el planeta entero, de modo que ahora sólo se cambiaba en trueque en lugar de pelearse por un medio de cambio que en realidad, carecía de valor.
Algunos idealistas habían creído que la supresión del dinero, traería aparejada la supresión de la avaricia, pero no había sido así. Los robos se seguían produciendo y había quien intentaba aprovecharse de su vecino o colarle cosas defectuosas o de menor valor en los cambios, pero para eso también estaba Zaijov, para resolver las disputas que se originaban por ello. No obstante, este tipo de estafas era difícil hacerlas, despreciadas, y castigadas con dureza, de modo que no eran tampoco un delito que se diera a niveles alarmantes, al punto que ni siquiera era preciso que Zaijov supervisase los mercados ni las subastas, cosa que agradecía enormemente esa mañana. Habían salido en plena madrugada a fin de llegar temprano y que no les cogiera el anochecer en el camino, de modo que llevaban muchas horas cabalgando entre la nieve; estaba agotado. Se echó al hombro las alforjas, tomó las cabezas y se dirigió a su celda. De camino, entregó el siniestro recuerdo a su ayudante.
-¿Todo bien por aquí? – preguntó Zaijov.
-Sí, todo bien. – contestó el joven Aetos tomando las cabezas, que metería en tarros con agua y dejaría a la intemperie para que se congelaran por completo y después colgaría de los muros hasta que llegase el deshielo, momento en que las enterrarían. – Hanna se quejó de que alguien le roba bebida.
-Se la bebe él mismo y luego no se acuerda. Suprímele su parte de alcohol, que beba solo en el salón, y verás como nadie le roba una gota. – El muchacho sonrió, y Zaijov ya iba a marcharse cuando Aetos le llamó - ¿Si?
-Eeeh… - el chico no concretó más, pero señaló hacia arriba, hacia donde el Justicia tenía su vivienda, y resopló de forma muy significativa. Zaijov sabía a qué se refería, y le vino la idea de supervisar el mercado a pesar de todo, pero pensó que retrasarlo más aún sería peor.
-Deséame suerte. Lo mismo la siguiente cabeza que cuelgas, es la mía.
Zaijov empezó a subir escaleras hasta su vivienda. No es que le tuviera miedo, claro que no. Bueno, no mucho. Su chica era un terrón de azúcar; era dulce, mimosa, graciosa… siempre estaba alegre y su sonrisa podía iluminarle después de las jornadas más sombrías. Cuando hablaba, sus palabras estaban siempre llenas de ánimo y cariño. Cuando callaba, su silencio estaba siempre lleno de comprensión y atención. Era fácil vivir con ella, era grato vivir con ella. …Salvo cuando se enfadaba. Entonces, hacía verdadero honor a su nombre. Zaijov se encontró frente a la puerta de su celda, y empujó. Estaba cerrada. Llamó, y nadie vino a abrirle, de modo que él mismo sacó su llave y abrió, intentando no pensar que no era buena señal que ella se hubiera encerrado, pero era peor aún que no hubiera abierto cuando llamó.
-¿Leona? – sonrió - ¡Leo! – le llegó un sonido de golpeteo rítmico y miró hacia donde procedía el sonido.
La gran celda tenía una chimenea, pero además, en un rincón algo alejado, tenía un pequeño hornillo. Allí, montada sobre piedras y una plancha de mármol, se había habilitado un espacio para cocinar, y ahí estaba Leona, de espaldas a él, picando verduras a toda velocidad. La mujer no se volvió, y Zaijov pensó, divertido, que era muy curioso que un hombre robusto y tan alto que por algunas puertas tenía que pasar agachado, y capaz de enfrentarse sin pestañear a hombres aún más forzudos y grandes que él, se sintiera intimidado por el modo en que lo ignoraba una mujercita cuya cabeza, apenas le llegaba al pecho.
-Leo, sé que estás irritada. – dijo, quitándose el grueso tabardo y apoyándose en lo que, a falta de un nombre mejor, podría llamarse encimera – Pero simplemente callarte, no hará que yo sepa el motivo. – La mujer no se dignó mirarle, tomó otro pimiento y empezó a picarlo. O a despedazarlo. Zaijov acercó dos dedos al corto cabello rojo de ella – He vuelto. ¿No me vas a dar un beso?
El enorme cuchillo incrustó toda la punta en la tabla de madera cuando ella lo clavó de golpe como si fuera un puñal.
-¿Cuánto dijiste que estarías fuera? – Bien, ya tenía el móvil. Una parte de sí pensó en contestar una vaguedad, algo como “no lo recuerdo con exactitud”… Otra parte le pegó una buena colleja a esa primera parte y le preguntó si tenía ganas de morir hoy, y contestó la verdad.
-Lo sé, sé que han sido más días. Sé qué te dije. Pero las cosas se complicaron, y tenía que resolverlas, no puedo dejar una investigación a medias.
-Dijiste “como mucho tres o cuatro días”- a Leona le temblaba la voz de enfado, y sus ojos, de colores dispares, verde y violeta, despedían chispas – Han pasado tres semanas. Tres semanas sin una palabra, ¿y pretendes hacerte el extrañado, porque yo no te dé un beso? ¿Tienes el cinismo de pedirme un beso, cuando no has sido capaz de encontrar, en tres semanas, un cochino minuto para sólo decirme que tardarías más? ¿¡Eso es todo lo que te importo!? ¿¡Todo lo que piensas en mí!?
Zaijov se frotó la sien con una mano y alzó la otra. Le parecía que las tres semanas de asco, agotamiento y presión, se le echaban encima con cada palabra de Leona.
-Por favor, una cosa, déjame decir sólo una cosa. – pidió, - Voy a decir esto: Tienes razón. No he pensado en ti. Y me alegro de no haberlo hecho, porque durante tres semanas, he tenido que descubrir a los autores de la muerte de nueve personas, y de la violación de tres mujeres, una de ellas que tenía el período desde hacía solamente un mes, y que se quedó en estado y que prefirió matarse antes que tener al niño. Mirando a aquéllas personas descuartizadas, a aquéllas chicas rotas, y a una niña que… - tomó aire – Lo último que quería, era pensar en ti. Y ahora, tengo que dormir, lo necesito. Si cuando me despierte, quieres seguir discutiendo, te prometo que contarás con toda mi atención, pero ahora mismo estoy tan cansado, que si te digo algo más, sería algo de lo que sé que me arrepentiría después.
La expresión de Leona había cambiado, pero Zaijov no lo notó. Frotándose los ojos, se metió en el dormitorio, cerró la puerta automática y echó la cortina. La celda de piedra quedaba totalmente a oscuras y empezó a desnudarse para meterse en la cama. Al desabrocharse el cierre cruzado del traje térmico, notó algo en su cuello, y sonrió con cierta amargura. Era el colgante que había traído para Leona, había olvidado dárselo. En su imaginación, él había pensado que ella le daría un largo beso, y cuando le abrazase por el cuello, lo notaría y así podría ofrecérselo como sorpresa. Ahora le daban ganas de salir y decirle “Ah, por cierto, te traje un regalo, esto es para ti”, pero eso sería ruin y ella no se merecía un golpe bajo sólo por echarle de menos, aunque tuviese una forma tan chillona de comunicarlo. Ya se lo daría más tarde, pensó mientras lo escondía en un cajón; se acostó y las gruesas mantas de piel lo abrazaron. La cama olía mucho a Leona. Y entonces, empezó a oír los golpes del hacha, y sonrió, ya sin amargura alguna.
Enfundada en su tabardo y partiendo leña a golpes secos, Leona sudaba. Se sentía rabiosa, y el ejercicio físico le ayudaba a calmarse. Sabía que ella tenía razón, no era normal que el hombre de una, por quien se hacían tantas cosas, a quien se esperaba, ¡por quien era infiel a su marido legal!, simplemente se fuera por ahí días y semanas y ni siquiera dijera “por ahí te pudras”. Zaijov abusaba. Eso es, abusaba. La tenía para cuidarle, cocinarle, ¡para calentarle la cama!, y ni siquiera era capaz de mandar una mísera palabra, y ahora encima la hacía quedar como la bruja Yagá, “no he pensado en ti para no manchar tu precioso recuerdo en medio de asesinatos…” ¡JA! Seguro que durante las noches fuera, ¡otra le había calentado la cama! Pegó un hachazo con tal fuerza, que el instrumento se incrustó en el tocón tan hondo, que no podía sacarlo. Se apoyó con ambos pies en el tocón y emitiendo un rugido, tiró con todas sus fuerzas. Sacó el hacha y salió despedida hacia atrás, chocó con la pared del fondo y al hacerse daño, lloró al fin.
Le había echado de menos. Se había sentido sola, abandonada, llena de celos, pensando que si él no enviaba mensajes por ningún medio, era porque no la echaba de menos, porque estaba con otra, porque le había ocurrido algo… había creído volverse loca de preocupación y temor. Eso era todo. Quería estar con él, y ahora que había vuelto, se iba a dormir. ¡Y lo peor, es que no hacía ningún maldito reproche! Colocó un pequeño tronco en el tocón y descargó el hacha de nuevo, ¡frío! ¡Razonable! ¡Comprensivo! ¡Pragmático! ¿¡Por qué tenía que ser así?! ¿No podía gritarle, decir algo que ella pudiera devolverle? No, claro que no, le bastaba con explicar tranquilamente la situación, y quedarse tan ancho, haciéndola sentir a ella la mala… Seguro que ahora está riéndose, oyendo cómo lo pago con los troncos…
Leona soltó el hacha y recuperó el aliento. Estaba colorada y sudaba por todos los poros, notaba las axilas empapadas bajo la ropa. Cansada y jadeante, sintió ganas de llorar de nuevo, pero sobre todo, tenía ganas de llorar porque sabía que Zai no lo soportaba, y que cuando la veía triste, tenía que correr a consolarla. Quería estar con él, no continuar enfadada. Junto al tocón de la leña, separado por un biombo, estaba la terma privada. Cerca de la pila excavada en piedra y llena de agua caliente hacía mucho calor, rápidamente se desnudó y se metió en el agua, tan caliente que dolía un poco. Se lavó la cabeza y el cuerpo con el jabón que ella misma hacía y que perfumaba con flores, hierbas aromáticas o especias. Salió de la terma y se envolvió en una de las toallas que siempre dejaba allí. Se peinó el cabello, enredado pese a llevarlo sólo por los hombros, y pensó en la suerte que en ese aspecto tenía Zaijov: era completamente calvo. Por lo demás, Leona seguía sin explicarse qué había visto en él; era atractivo sí, pero no era ninguna beldad como para perder la cabeza, tenía la nariz aguileña, los ojos marrones y era robusto y peludo. Pero cuando le miraba, le pasaba algo extraño, porque a pesar de mirar su nariz aguileña, ella veía una nariz con personalidad; a pesar de mirar sus anodinos ojos marrones, ella veía dos cálidas gotas de melaza, y así con todo. No podía entender por qué le pasaba eso, pero le venía sucediendo desde que se conocieron, desde aquélla primera vez que le vio, cuando él salió tan rápido a defender a los niños, que le pescó medio desnudo… Ya seca y con el cabello lo más escurrido que pudo, entró en la alcoba, cuya segunda puerta comunicaba con la estancia termal.
Zaijov sintió la puerta y su brazo, fuera de las mantas, se tensó. Pero enseguida el aroma de jabón delató a Leona y se relajó, fingiéndose dormido. La mujer permaneció silenciosa, sin duda queriendo averiguar si él estaba despierto o no. Al cabo, la sintió más cercana a él, junto a la cama, sin notar los pasos intermedios que ella forzosamente había dado. Leona abrió su lado de la cama, se despojó de la toalla y se acostó a la espalda de Zaijov. Muy despacio, éste comenzó a notar la mano de la mujer acercándose a su cuerpo bajo las mantas, tocándole el costado lentamente y al fin abrazándole. Y sólo entonces, la tomó de la mano. Leona respingó, pero en el acto se apretó contra él, y Zai le besó la mano y los dedos. Se volvió hacia ella. Leo no era chica que fuese a decir de viva voz “¿me perdonas?”, y en eso estaban empatados, pero Zaijov sabía que no era preciso hablar para decir algo, y que si uno de los dos claudicaba antes que el otro, siempre sería él.
-No lo sabía. – dijo ella – Sobre lo duro del trabajo, y eso… no lo sabía.
-No lo podías saber. – contestó Zai. – Yo no te lo conté, no te mandé una sola palabra. – Leona se acurrucó contra él y le abrazó por la cintura, mientras él la apretaba contra sí y le acariciaba los brazos y el cabello. Olía muy bien, y tenía la piel caliente por el baño. Sus pechos sobre el suyo le daban una sensación muy agradable, tan cálidos y blandos. Por primera vez, le pareció de verdad que estaba en casa.
-Zai… - musitó – Mientras estabas fuera, ¿tú…? En fin, ¿hubo alguien que…?
-No – sonrió él. Leo era una celosa irredenta. Quizá porque había visto a su padre tener tres mujeres, porque su marido legítimo no le había guardado un día de fidelidad… estaba acostumbrada a que los hombres a su alrededor no fueran en absoluto constantes, y ella había asumido que todos eran igual, que para ellos el sexo era algo tan preciso como respirar y que no podían controlarse. Zaijov lo sabía y no lo tomaba en cuenta, como ella no le tomaba en cuenta otras cosas. – Te admito que cuando llegué, me las ofrecieron. Cuando vas a investigar a un sitio, siempre sucede lo mismo: al principio todo son atenciones y agasajos porque quieren serte simpáticos, que pienses que ellos no son culpables ni te ocultan nada, o cuando menos que te sientas obligado. En cuanto se dan cuenta de que no te dejas embaucar, enseguida todo son malas caras, comidas frías y la misma gente que te pidió ayuda, ahora te reprocha que hagas tu trabajo. – Leona suspiró, aliviada, y le abrazó con la pierna. Estaba tan desnuda como él, y su cuerpo desprendía un calor delicioso. – Te he echado de menos. – admitió.
La joven empezó a frotarse, despacio, contra él, y a acariciarle la espalda y los brazos. Zaijov se dejó seducir, gozó del cosquilleo hormigueante que le recorría el bajo vientre cada vez que ella se rozaba. Era muy dulce, y llevaba casi un mes sin sentirlo; acarició la cara de Leo, y ella la alzó para besarle. Sus labios se juntaron, deslizaron, y casi enseguida, la mujer notó la lengua de su amante pidiendo paso entre ellos. La dejó entrar y la recibió con infinitas caricias, mientras Zai sentía cómo su virilidad se alzaba decidida, en busca de la humedad que le deseaba. Su mano derecha recorrió la columna de Leona, en sentido descendente, y se recreó en el gemido que ella emitió al sentir la caricia. Llegó al fin a las nalgas, y las empujó contra sí.
Un gemido ronco de él, un grito agudo de ella, y fueron uno. Leona le contempló con los ojos muy abiertos y le apretó más contra ella, con brazos y piernas, como si pretendiera atravesarle. Zaijov se colocó sobre ella y la miró unos segundos sin moverse, disfrutando sólo de la sensación de estar unidos y del ansia, rabiosa y tan dulce, de querer moverse y empujar. Leona le sonreía y sus ojos parecían brillar, era como si le dijese cuánto le amaba y deseaba con cada célula de su cuerpo. La besó con fuerza y empezó a embestir. La mujer gimió en su boca, se le agarró a los hombros y se puso tensa debajo de él. Zaijov se frotaba contra su sensibilidad y le saciaba tres semanas de deseo, de preocupación, de celos… en un placer delicioso, un placer que sabía pícaro, ácido, insoportable, y que quería estallar enseguida, ahora… ahora… ¡ahora!
Leona gritó el nombre de su amante mientras el gozo se cebaba en el interior de su cuerpo y estallaba con furia, haciéndola temblar bajo el cuerpo de Zaijov, haciendo que sus muslos se acalambrasen en torno a la cintura de su hombre y sus dedos, crispados en el éxtasis orgiástico, se clavasen en los hombros de él, y su coño se contrajese, abrazando el miembro que le daba placer y la dejaba satisfecha. Los gemidos de Zaijov se hacían más roncos y desgarrados, y en medio de un empujón final dejó escapar un pequeño grito de gusto, temblando también él, notando cómo la vida le era absorbida por el cuerpo de su mujer en medio de oleadas de un placer indescriptible. No se quitó de encima, al contrario. Se tumbó sobre ella, dejando sólo el sitio imprescindible para que Leona pudiera respirar, y se dejó acariciar y mimar. La mujer, con los ojos más cerrados que entornados, le acariciaba el cuerpo con toda suavidad, le besaba el brazo, la mano… E intentaba subir las pesadas mantas para que no cogieran frío.
A Zai le parecía que su cuerpo pesaba mil toneladas, pero se sentía en la más absoluta gloria. Por primera vez en semanas, le parecía que todo marchaba bien y que era feliz. Fue vagamente consciente de que su miembro se encogía y acababa saliéndose de Leona, en medio de una ligera sensación de escozor, pero grata a fin de cuentas. Su compañera le mantenía agarrado del brazo y él tenía más cuerpo sobre ella que sobre el colchón. Y no podía imaginar nada más cómodo. Se durmió y soñó que vivía en un agujero excavado en una tarta de melaza, pegajoso, caliente y jugoso.
Antes de oír los toques en la puerta, ya había sentido a alguien en la casa, pero el mero modo de moverse y llamar le hacía saber que ese alguien no tenía malas intenciones. Al oír los golpecitos, se despertó por completo, y por la timidez de los mismos, supo que era Aetos quien llamaba. Zaijov se levantó, despegándose los cabellos de Leona de la cara y empapado en sudor. La mujer protestó en sueños y se hizo un ovillo. El Justicia se ató a la cintura la toalla que Leo había llevado y entreabrió la puerta, y al ver la expresión del chico, no le hizo falta preguntar qué sucedía.
-¿Tenían que esperar justamente al día que volvía, verdad? ¿Quién?
-Uno de los mercaderes que vinieron contigo. Dicen que salió a guardar parte de lo suyo, y tardaba en volver, así que salieron a buscarle, y… - Aetos palideció – Bueno, le falta bastante cabeza.
-Deja que me vista y voy.
(Continuará)