Un rudo despertar a la realidad (1)

Una bella pero ingenua joven que de niña fue acogida y criada en un convento es lanzada a conocer el mundo por su parte más desagradable.

UN RUDO DESPERTAR A LA REALIDAD

Yorleny es el nombre de la protagonista de este relato de narradora omnisciente. Se trata ella de una muchacha centroamericana de escasos 22 años de existencia, cuya travesía por la vida no ha sido precisamente emocionante ni riesgosa sino, digamos, llana. Claro, tampoco se crea que ha gozado de la estabilidad propia de quien ha sido criada en un hogar promedio, con una niñez y adolescencia relativamente normales. No. Esta joven desde tierna edad fue dejada a su propia suerte, literalmente lanzada a la calle por su soltera madre inmigrante de una alejada provincia del país, tal que su única dicha hasta el momento habría sido, quizá, la de que una monja la hallase en la misma cesta en que su progenitora la abandonó a poco de nacer. Así fue como Yorleny logró, primero sobrevivir biológicamente, y luego, crecer en medio de un ambiente poco convencional: el de un hermético convento.

No obstante, no se piense que esta crónica se enfocará en la descripción de los trillados abusos que suelen narrarse sobre ese tipo de institución. La verdad es que allí todo fue relativamente normal para Yorleny: recibió una instrucción académica básica, tuvo a una tutora legal para los trámites de rigor, y disfrutó de la alimentación y el techo necesarios para su subsistencia. Sin embargo, es propio señalar que, como se espera, ella nunca logró abrir los ojos frente a muchos temas y, entre ellos, el de la sexualidad. Y es que, en realidad, lejos de pervertírsele, allí se le ocultó todo. De hecho, durante muchos años jamás comprendió siquiera por qué cada mes su ropa se manchaba de rojo "allí". Con todo, desarrolló buenos hábitos hacia el trabajo y las labores domésticas y, claro, el sinnúmero de ritos litúrgicos de un claustro como ése.

Ahora bien, una cosa era la ignorancia de Yorleny frente al mundo real, su ingenuidad adquirida, y otra muy distinta, su desarrollo físico. Sí, porque sin que jamás se lograse determinar de quién heredó tales rasgos, nuestra muchacha se convirtió, como por gracia de Natura, en una atractiva trigueña de esbeltos 1,68 metros, bien distribuidos 52 kilos, unos ojazos azabache, un lacio cabello negro carbón que dejó crecer hasta su contorneada cintura pero que siempre andaba recogido en un moño, y unas medidas que más de una reina de belleza envidiaría: 98, 62, 92... sí, todo un bombón.

Pero así como todo lo bueno llega a su fin, sucedió que Yorleny arribó a la mayoridad, a raíz de lo cual, o debía asumir los votos religiosos y continuar en el convento, o debía dejar ese sitio y enfrentarse al desconocido exterior. Pues bien, como lo primero no fue avalado por la Madre Superiora, dado que ésta misma había empezado a sentir "algo" por la moza pero bajo fuertes sospechas de las demás internas, aquélla prefirió evitar delatarse y, en su lugar, contactarla con Alfredo y Marcela, una pareja de laicos recién casados y adinerados que vivían en el mismo barrio en que se hallaba el convento, quienes la contratarían como servidora doméstica en su residencia. Yorleny "aceptó".

Una vez instalada en el hogar de sus incipientes patronos, el decurso de los días también fue obstinadamente ordinario allí... la muchacha se esmeraba en realizar la limpieza en general de la casa, de la ropa, de lucirse con la preparación de las comidas y de complacer a sus acomodados jefes hasta en pequeños detalles. Con todo, la convivencia con ellos le deparó a Yorleny experiencias nunca antes siquiera imaginadas por ella: ver la televisión, escuchar música popular, salir a caminar al centro de la ciudad y así por el estilo. Sin embargo, tras unos meses de semejante rutina, una inesperada visita a la casa empezaría a cambiar el rumbo de la vida de Yorleny.

Sucedió una cálida tarde de principios de año. Quien llegó fue Teresa, una cincuentona y soltera diplomática tía de la joven esposa de la casa, a quien ésta última no veía desde hace largo tiempo. Y se dice que su arribo fue sorpresivo porque lo hizo desde su domicilio en una ciudad estadounidense y sin ningún aviso previo, además de que se supone que ella ignoraba la dirección de su sobrina. Pero en fin, la familia es la familia. Así que Teresa y Yorleny inevitablemente se conocieron, de nuevo, de manera normal.

La estadía de Teresa ya llevaba dos semanas, y no daba visos de pretender mudarse a otro lugar. Pese a ello, ni a Alfredo ni a Marcela parecía disgustarles esa circunstancia, pues entre encuentro y encuentro todos aprovechaban para intercambiar relatos de sus ajetreadas vidas. Pero quizá Yorleny no pensaba lo mismo. El punto es que a pocos días de estar entre ellos, Teresa había empezado a manifestar una conducta singular hacia ella... su manera de mirarla, de hablarle, y los frecuentes regalos que le hacía la inquietaban. Entre éstos, le obsequió primero un par de sandalias de charol negro, de tacón de aguja de por lo menos 15 centímetros de altura, sin talón, y apenas con una delgada tira de cuero para el soporte delantero; luego, un sugerente baby doll del mismo color, con sus respectivos top y tanga de hilo dental; y después, un disco compacto "quemado" con piezas de una cantante española muy gustada en ciertos círculos liberales y música techno . Todos esos presentes se los entregó con la excusa de que eran para que Yorleny consiguiera atrapar al hombre que quisiera, aunque la joven protagonista en realidad ni siquiera pensaba en eso y, más bien, se espantaba cuando la otra le mencionaba esos temas tan ajenos a ella.

Mas el día decisivo fue la víspera del regreso a su casa de Teresa. Esa noche le planteó a Alfredo y a Ana lo merecido que tendría Yorleny un viaje al extranjero durante una semana, y que para ello podría hospedarse en su apartamento, tiempo durante el cual ellos bien podrían arreglárselas solos. Por supuesto, la propuesta tomó desprevenida a Yorleny. De hecho, la idea también sorprendió a sus patronos. Pero ante la insistencia de Teresa y su ofrecimiento de cubrir todos los gastos del periplo, Yorleny cayó presa de su propia ilusión, y este hecho no hizo más que terminar de persuadir a sus jefes. En síntesis: moción aprobada.

Los trámites migratorios fueron sencillos para quien iba recomendada por Teresa, dado que ésta última se presentó al consulado local como su futura patrona. Así que lo demás vendría por añadidura. Yorleny cargó "todo" cuanto poseía: sus pocas mudas de ropa, sus esmaltes para uñas, sus demás artículos y productos de tocador, alguna que otra chuchería más bien infantil y, ¡ah!, por supuesto, los presentes que la tía de su expatrona le había ido entregando periódicamente y cuya portación, por cierto, Teresa corroboró personalmente.

Había, eso sí, un aspecto que a nuestra protagonista, pese a su ingenuidad, le llamaba la atención, y era el de que ella tendría que volar primero a México y hacerlo sola, o sea, sin Teresa, pues ésta última le mencionó que viajaría aparte, y que se encontrarían en una dirección que al efecto le detalló. No se trata, desde luego, de que Yorleny tuviere sospechas de nada, sino tan sólo de que esa circunstancia le generaba miedo a lo desconocido a quien jamás en su vida había abordado un avión. Sin embargo, esos temores pronto se disiparon cuando volvió a pensar en el gratuito privilegio que se le había presentado de manera tan súbita y que, por ende, nada tenía que perder. Con todo, aparte de la dirección mencionada, Teresa dejó instruida a Yorleny en cuanto a que sería recogida y atendida en el aeropuerto de destino por una tal "Marta", de quien además le brindó su descripción: mujer alta, de rasgos caucásicos refinados y contextura delgada, de cabello teñido de rojo, y con una rosa tatuada en su hombro izquierdo. En fin, concluyó Yorleny que sería muy dichosa porque hasta tendría una anfitriona sólo para ella.

El transbordo aéreo no estuvo exento de preocupaciones para la muchacha de este relato. Ese día hubo tanta rayería que el despegue se pospuso dos horas. Y apenas 30 minutos luego de partir, las turbulencias se hacían sentir en la cabina como terremotos. Por eso, al aterrizar en México Yorleny sintió que volvía a nacer. Así que ahora debía buscar la "manga número 5", pues allí estaría "la señora Marta". Nuestra chica al menos se sintió reconfortada de percibir que en ese pequeño gran pedacito de ciudad todo el mundo hablaba su idioma, lo cual le facilitó bastante llegar hasta su punto de contacto con aquella desconocida.

El encuentro con "doña Marta", empero, supuso un shock para Yorleny en varios aspectos. Para empezar, esa espigada y bronceada australiana de fisonomía atlética pero ruda no era tal, sino "Lady Martha"; por otro lado, casi no hablaba castellano, sino que estiló entenderse con Yorleny a base de monosílabos y ademanes cortantes; y aún más, su edad no correspondía a lo que la novel turista se imaginó, ya que en vez de unos 25 años supuestos, la antipática angloparlante frisaría los 45, y quien, dicho sea de paso, sí se mostró muy atenta al cerciorarse de si la muchacha centroamericana aún llevaba aquellos famosos obsequios de Teresa. "Martha", como le continuaremos llamando, le señaló a Yorleny el vehículo en que se irían, un antiguo y pequeño "baúl" de fabricación yugoslava. Mas, de cualquier modo, para Yorleny esto estaba siendo de fantasía.

Durante el trayecto que recién iniciaba, "Martha" le pidió a Yorleny su pasaporte, dizque para tenerlo listo al llegar al límite con Estados Unidos. Yorleny, por supuesto, rauda se lo entregó. Y ese fue el único "diálogo" que hubo entre ambas, a pesar de que el recorrido ya llevaba cerca de seis horas, tiempo durante el cual nuestra chica durmió, comió y... se preocupó. Sí, porque el sitio en el que finalmente "Martha" se detuvo, ya caída la noche, no se asemejaba en nada a una frontera, sino que se trataba de una especie de gran bodega en medio de un desierto, con algunas pocas luces en su exterior y gran cantidad de autos estacionados afuera. Pese a ello, el rostro de Yorleny se iluminó cuando vio a alguna distancia a Teresa, aunque se desencajó con un gesto de confusión cuando también creyó haber divisado junto a ella a la antigua Madre Superiora del convento en que se crió, máxime que le pareció haber visto a la religiosa con prendas seculares y, en especial, en una actividad que indicaba se trataba de una negociación, a juzgar por el frenético intercambio de papeles y billetes de una para con la otra. Aun así, Yorleny permaneció en el auto, aguardando novedades.

Tras unos 15 minutos de espera, por fin hubo algo distinto: llegó al vehículo la amable Teresa, quien saludó con afecto a Yorleny, tras lo cual le lanzó la jovial excitativa de: " ¡Date prisa! ", al tiempo que asió con prontitud la bolsa negra en que iban sus previos regalos a Yorleny; la tomó por su antebrazo izquierdo y, casi a ritmo de caminata, la hizo andar unos 50 metros, hasta donde estaba una puerta de acceso resguardada por dos malencaradas tipas con aspecto varonil. Yorleny y Teresa entraron sin más, como si la segunda ya fuese familiar en el lugar. Lo que primero saltaba a la vista era un lúgubre y húmedo pasadizo apenas iluminado con algunas bombillas. Continuaron en marcha; Yorleny, casi jadeante, pero igualmente expectante. Se imaginaba una especie de sorpresa. Y la tuvo.

El aposento al que la había introducido Teresa era un nada improvisado escenario circular rodeado por casi todo su circunferencia de butacas colocadas en un plano superior, cuya continuidad sólo era interrumpida por el estrecho pasillo en que ahora Teresa había pedido a Yorleny permanecer, a la manera de un pequeño anfiteatro. " Te dije que nos toparíamos". ¿No es cierto? Bueno, ya te cumplí ", fue su sentencia de despedida. Yorleny no terminaba de salir de su estupefacción, porque no entendía nada. Y su mera e incipiente curiosidad se convirtió allí en mil preguntas atoradas en su garganta cuando, casi al instante, apareció de nuevo "Martha", aunque esta vez, fumando un oloroso habano y con algo más en su mano derecha, que la acentuada penumbra del lugar no permitía distinguir a Yorleny de qué se trataba. Pero a medida que la parca anglosajona se acercaba a paso firme a nuestra protagonista, ésta última logró discernir qué era ese "algo": las audaces sandalias que Teresa le obsequió tiempo atrás y que, por cierto, Yorleny jamás se había calzado. Al quedar frente a frente, "Martha", que superaba a Yorleny en una cabeza de estatura, ensayó una mueca de sorna y le lanzó al rostro una prolongada bocanada del humo de su puro y, a sus pies, aquel par de zapatos, junto con la lacónica y mal pronunciada orden de: " ¡Úsalos! ", al tiempo que se retiraba por la misma suerte de pasarela por la que había venido, tras cuyo paso sólo se escuchó un portazo metálico que produjo un mayor oscurecimiento en aquel antro.

Yorleny por un instante recordó uno de esos programas de televisión en que una cámara escondida filmaba a una persona en una situación embarazosa mientras sus allegados y los encargados del espacio esperaban por conocer su comportamiento ante lo insólito, lo que le provocó una sonrisa casi que por instinto. Pero la prolongada soledad, el vacío de ese lugar, pronto la llevaron a tragar grueso y a clamar un reiterado: " ¡Doña Marta! ", " ¡Señora Teresa! " Además, el encierro en ese sitio ya producía calor; tanto, que Yorleny aceleró sin querer su transpiración.

La moza todavía no se descorazonaba y creía que simplemente era una muy particular bienvenida. O, al menos, hasta que de repente se encendieron unas luces en el techo del sitio y unos poderosos reflectores directo al centro del piso, donde estaba Yorleny, pues entonces además escuchó que se habría el mismo portón por el que hacía un rato había transitado "Martha", quien de nuevo hacía acto de presencia y, otra vez, envuelta en una penetrante nube de tabaco quemado y portando "algo" en su manos. Sin embargo, en esta ocasión, también le seguían dos, tres, seis, no, ocho personas más, que sin pronunciar palabra simplemente se sentaron en la segunda fila de aquel confortable, justo donde la luz no alcanzaba a develar sus faces. "Martha", por su parte, permaneció de pie y quedó a un par de metros de la estática Yorleny, a quien ésa sólo atinó a decir: " ¿Qué sucede con los zapatos? " La agresiva interrogante fue harto confusa para nuestra protagonista, no porque no comprendiera su significado primario, sino debido a que todo aquello le era extraño, extrañísimo. Se preguntaba dónde estaría Teresa, qué iba a hacer en adelante, y para qué deseaba "Martha" que se pusiera esos estilizados tacones. Cero respuestas. "Martha" tampoco obtuvo la suya, así que avanzó un metro más hacia Yorleny y esta vez, además, permitió que la muchacha se diese cuenta de lo que ella tenía en su mano, pues al desenrollarlo y emplearlo contra el suelo despidió un sonido característico del cuero estrellado contra una superficie sólida... era un vigoroso látigo.

Si Yorleny se sentía confundida, ahora se hallaba perpleja, ya que "Martha" le volvió a vociferar: " ¡Ponte los zapatos ahora mismo! ", lo que volvió a complementar con otro azote contra el suelo. La jovencita respiró profundo sin saber qué hacer ni decir. De hecho, nunca había siquiera pensado en calzarse semejantes prendas. Además, consideraba en sus adentros que esas estrambóticas agujas serían bastante menos confortables que sus cómodas y planas alpargatas de yute, y que tampoco armonizarían con la ropa que vestía, es decir, una larga y holgada falda blanca de algodón con cintura elástica que casi llegaba a sus tobillos, y una delicada blusa rosa de manta india con botones por el frente y de mangas largas. Pero la imperatividad de aquella ogra pudo más que las intenciones de armonía en el vestir de Yorleny. Así que, con una actitud de, diríamos, temerosa obediencia, nuestra chica empezó a cumplir la orden: permaneciendo de pie y con nerviosas miradas intermitentes hacia aquella mandona mujer, se reclinó despacio hacia su delicado pie derecho y removió de él la no menos liviana zapatilla, lo que permitió apreciar un bello conjunto de falanges bien cuidadas y de uñas acicaladas de rojo, lo mismo que un tobillo digno de princesa; el primer huarache fue colocado al lado. Luego, Yorleny repitió el procedimiento con el izquierdo. Así, ella quedó descalza y, aunque sabía con qué debía seguir, por un instante titubeó y suspiró, lo cual fue percibido por "Martha" y la motivó a soltar otro sonoro latigazo contra el frío mosaico, aunque esta vez, más cerca de Yorleny. Esto, a su vez, devolvió a la joven de su trance, y la llevó a mirar fijamente aquellas sandalias que hasta el momento había despreciado, como si se trataran de sus instrumentos de ejecución. Entonces, volvió a respirar profundo y, sin flexionarse, hizo que sus propios pies buscaran cómo encaramarse en aquellas elevadísimas plataformas, hasta que al final logró culminar tan inédita faena.

Una vez en sus dos plantas inferiores, aquellos zapatos hicieron sentir vértigo a Yorleny, al tiempo que le transmitían una extraña sensación de, si se quiere, desnudez, ya que su finalidad inevitablemente exhibicionista era más que evidente, porque su única y delgada tirilla en la parte inferior de su anverso era como una vitrina para los indefensos dedos, mientras que su pronunciadísima curvatura en declive no hacía más que forzar a su usuaria a apretar y aferrar al máximo sus pies a la escasa superficie de sus plantillas. Pero, además, por vez primera Yorleny tuvo noticia empíricamente de lo que es el morbo; sí, porque en medio de las circunstancias descritas, sobre esas sandalias temió lucir como, como una... bueno, lo que resulta obvio. Pero el relato de tan desdicha moza en realidad apenas comienza. Por lo pronto, continúa con otro no menos extraño sorpresivo elemento para ella: comenzó a sonar por los poderosos parlantes de ese lugar, a todo volumen, la música que Teresa le había grabado en aquel disco compacto; primero, fue la pieza " Desátame ", de Mónica Naranjo. ¿Qué vendrá de aquí en adelante?