Un rato en Santiago
Una noche, dos personas, la catedral...
Pensé que nunca llegaría ese momento en el que tienes que tomar decisiones de adulto. Cuando tienes un trabajo estable y piensas que nunca va a dejar de serlo. Pero, de repente, ves claramente que eso se acaba, que tiene un fin, y que no sabes hacia donde tienes que tirar.
No quiere decir que no estés cualificada para desempeñar otro trabajo similar, o que no tengas la preparación suficiente para hacer otros, pero cuando algo te gusta, cuesta aceptar que lo vas a perder, tanto a nivel laboral como a nivel personal.
Durante ese año mi vida cambió mucho, y, la noticia del posible cierre de la empresa en la que trabajaba, me afectó sobremanera. Tenía que tomar decisiones y no sabía si la fuerza me acompañaría. Si iba a ser cierto lo que dicen, las cosas malas nunca vienen solas.
Estaba en una de esas ocasiones en las que piensas que es mejor meterse en un agujero y no salir hasta que todo se vuelva regular, pero no podía. Imaginaba la cantidad de papeleo que habría que hacer si se decía cerrar o vender, y también que lugar ocuparíamos los trabajadores en tal operación. Algunos de mis compañeros me decían que no debía preocuparme porque era joven y bien preparada, pero no es fácil hacer según que cosas en según que momentos.
En ese momento me di cuenta de que era demasiado pequeña para tener tanta responsabilidad como tenía. Pensaba en como habría sido todo si, en lugar de haberme apurado tanto en salir al mundo laboral, hubiese hecho como la mayoría de mis compañeros, cuyo lema era: "Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos".
Cuando acababa mi jornada laboral, en lugar de buscar una salida, me dedicaba a deambular por las calles pensando en mil y una tonterías para poner fin. No buscaba soluciones, solo pensaba cosas extrañas. Era como una pesadilla pero sin estar dormida.
Algunas tardes me iba a pasear al río, siempre me gustó mucho el agua, soy más de montaña que de playa. Y en uno de esos paseos recibí una llamada agradable. Una buena amiga me invitaba a tomar un café en Santiago.
Como no puede ser de otra forma, y como no se decir que no a una chica guapa, agarré el coche y conduje hasta llegar a mi inesperada, pero agradable, válvula de escape improvisada.
Todas las cosas buenas saben mejor cuando se hacen esperar, y fue el caso, como siempre la puntualidad no es uno de sus fuertes. Pero mereció la pena verla acercarse con esa sonrisa agradable en su cara y más aún el abrazo que recibí cuando se puso ante mí, pidiendo disculpas por el retraso. Ojalá todos los retrasos fueran así
Empezamos a recorrer la zona vieja de Santiago, mezclándonos con los peregrinos que llegan exhaustos a la catedral después de hacer el camino. Se que ella me hablaba sobre algo, pero estaba tan triste y ensimismada con mis cosas que a penas le presté atención. Se dio cuenta enseguida y, tomándome de la mano, me arrastró por una de esas tortuosas calles hasta llegar a una heladería. Entramos, subimos, tomamos asiento y pedimos café con helado de nata (mi perdición).
Me miraba fijamente esperando que le dijera cual era el motivo de que mi cara no reflejase la felicidad a la que la tenía acostumbrada, pero decidí que era mejor tratar de olvidar el tema y centrarme en lo que tenía delante. Sinceramente, era mucho más agradable, y no voy a negar que la atracción estuviera ahí.
Hay momentos de silencio que valen mas de mil palabras, y ese era uno de ellos. Ella no quería preguntar y yo no quería responder. Necesitaba estar cerca de ella y ella quería dármelo, pero como todo en nuestra relación, tenía que ser lento y con retraso.
Ambas éramos conscientes de que entre nosotras no podría haber más que una amistad (en un principio), pero hay cosas que, por mucho que lo intentemos, no podemos evitar.
Subimos al coche para ir paseando y ver lo que se cocinaba por ahí. Seguíamos sin hablar con la boca, aunque la conversación de nuestras miradas era muy interesante y más atrevida que nosotras, hasta que su mano agarró la mía mientras cambiaba la marcha del coche. Miré la mano y la miré a ella y ella miraba al infinito por la ventanilla. "¿Estás bien? ¿Voy demasiado rápido?" pregunté sin obtener respuesta alguna.
En ese momento estábamos en alguna parte perdida del polígono industrial, de noche y amparadas por la luz de alguna farola destartalada. "Para el coche". Obedecí inmediatamente y ella retiró la llave del contacto poniéndola en la guantera. Recostó su asiento, seguía sin mirarme. "No se si voy a poder hacerlo, si te aparto, no te enfades".
Cerró los ojos y yo no sabía que hacer. Lo cierto es que me entraron ganas de abrir la puerta y salir corriendo, pero lo que hice fue empezar a acariciarla despacio. Acaricié primero su pelo, negro. Luego su cara. Eran caricias lentas, suaves, con mucha ternura. No me gustaba que tuviera los ojos cerrados, pero si así lo quería, no iba a fastidiarle el momento. Recliné mi asiento y me incliné sobre ella, sin tocarla. Solo con mi mano. Bajé por su cuello y noté como su respiración se hacía mas profunda. Llevaba una corbata y una camisa, pero desabrochar una corbata con una mano desabotoné la camisa por su parte inferior y cerró los ojos con mas fuerza. Mis dedos se colaron por ese hueco y toqué la piel de su abdomen, rocé cada milímetro de piel que separaba sus pechos de la cintura del pantalón.
Abrió los ojos, me miró y la besé. No se apartó y respondió tomándome por el cuello y enredando sus dedos en mi pelo. Ese momento en que todo se detiene y no se puede hacer nada más que una cosa. Solo nos besábamos. Mi mano se había detenido y no quería hacer otra cosa que estar quieta sobre su estómago.
Uno de esos besos intensos en donde entras en una especie de estado de shock, donde no sabes donde empiezan sus labios y acaba tu lengua, donde no sabes si la que besa eres tú o te están besando a ti. Cuando nos separamos para mirarnos a los ojos un fino hilo de saliva nos mantenía unidas. Mi mano volvió a la vida y mientras me volvía a acercar a sus labios, esta subió a sus pechos. Me moría por notar sus erectos pezones entre mis dedos, sentir el movimiento de su respiración, sentir que no era la única en ese coche que estaba excitada. Traté de separar mis labios de los suyos para que mi boca se apoderara de sus senos, pero no me dejó, con sus ojos me dijo que me quedara quieta, que no me fuera a ningún lado.
Durante esa mirada mi mano se trasladó del norte al sur de su cuerpo, y mi zurda hizo que los ojales se separaran de los botones de su pantalón, colándose inmediatamente entre la tela y su piel. Respiró profundamente cuando sitió mi mano acariciando el lugar donde las caricias saben mejor que el pan en los días de hambre, y cerrando los ojos me atrajo hacia ella para volver a hacer las delicias de su boca sedienta de mi.
Los cristales del coche estaban totalmente empañados, nuestras respiraciones cada vez eran mas agitadas, mi mano cada vez iba mas deprisa y mi lengua en su boca cada vez mas profunda. Todo se precipitó de repente. Separó sus labios de los míos, aprisionó mi cabeza contra su pecho y con un gemido de alivio dijo sin palabras que el clímax había pasado por allí.
La dejé en su casa unas horas mas tarde, y tomé camino hacia la mía, mientras pensaba en que, tener buenos momentos con buenas personas hace que, hasta los problemas grandes se olviden. Y también me hizo pensar en como acabará una historia que no sabemos bien donde empieza
- Relato dedicado a Aran: a veces las fantasías se cumplen y todos nos podemos enamorar y podemos olvidar durante un par de horas. Bicos.