Un puente lejano
Han pasado muchos años desde aquel mes de Diciembre de 1979. Puente de la Constitución.
Cristina y yo éramos amigos desde bastante antes de la historia que relato, pero nunca habíamos tenido nada serio en el terreno sexual, nada más allá de unos besos y magreos en la discoteca o en el cine. Nunca habíamos compartido cama ni asiento trasero de ningún coche.
Cristina se casó con 23 años, allá por el año 76 del siglo pasado, con un conocido mío, un tío prepotente, muy engreído y pagado de sí mismo, o sea, un perfecto gilipollas, con el que yo me relacionaba ocasionalmente como consecuencia de nuestros respectivos trabajos. Pero como en el amor no se manda y ella estaba muy enamorada de el, acabamos distanciándonos bastante.
Un par de años después, en 1979, en el primer día del puente de la Constitución (eso es seguro), es decir, el día 6, yo había salido de mañana para hacer mi caminata habitual de los días libres y, siguiendo mi costumbre, me paraba en el regreso en alguna terraza para tomar un aperitivo. En eso estaba cuando vi que Cristina se acercaba en mi dirección, aunque sin verme todavía. Pude darme cuenta de que algo no funcionaba demasiado bien a juzgar por la cara de enfado que llevaba; las cosas que pasaban por su cabeza no debían de ser de lo más agradable.
- Debe ser muy gordo, - le dije, llamando su atención – y por nada del mundo quisiera estar en la piel de quien provoca tu mala leche.
Se detuvo sorprendida y, al reconocerme, sonrió y vino hacia mí, me dio dos besos y un suave abrazo y me dijo que se alegraba mucho de verme después de tanto tiempo. La invité a sentarse y a compartir conmigo unos minutos. Aceptó y después de unos minutos de charla intrascendente pasamos a interesarnos por la vida de cada uno. Así me enteré de que su cara de querer matar a alguien era debida a que su marido, el capullo prepotente, la había dejado colgada todo el puente porque, al parecer tenía unos asuntos de trabajo muy urgentes que resolver; ella sospechaba que era una burda escusa
que encubría otros asuntos no precisamente laborales. Yo no lo sospechaba, lo sabía porque, como he dicho, nuestra relación laboral hacía que nos viéramos con relativa frecuencia, y el capullo prepotente era incapaz de dejar de alardear de sus presuntas conquistas, así que yo sabía que en realidad estaba en Barcelona pasando el puente con una ejecutiva de una empresa cliente. Por supuesto, me guardé muy mucho de hacer ningún comentario.
Un par de cañas y unos pinchos consiguieron relajarla hasta el punto que me propuso que fuéramos a su casa a comer. Por mi parte le propuse que, de camino, compráramos algo y así nos evitábamos tener que cocinar y limpiar. Nos pusimos de acuerdo en eso y lo hicimos. Comimos y bebimos. Nos reímos mucho recordando amigos y hechos pasados y, luego, me hizo pasar al salón, para tomar el café y una copa de coñac, que recordaba que me gustaba. Nos sentamos en un gran sofá, enfrente de una bonita chimenea, la cual ya estaba encendida cuando llegamos; de eso “se encargaba la chica”.
No pregunté que chica, obviando la respuesta.
La intimidad de la comida, las cañas anteriores, el vino y el calor de hogar proveniente de la chimenea habían ido creando una atmosfera especial; nuestras voces habían bajado el volumen y el tono se había hecho como más insinuante, más próximo. Llegó un momento en que dejamos de hablar, como sumidos en una agradable languidez. El letargo que sucede a las comidas. Y nos dejamos llevar.
Terminó su café y se estiró en el sofá, le pregunté si quería que me fuese a la butaca para dejarle más sitio y me contestó que no, que prefería que me quedara allí y así podría poner las piernas sobre mí, ya que las tenía cansadas, por lo que me situé en el centro con ese fin. Cristina levantó las piernas para facilitarme el desplazamiento, quizás un poco más de lo meramente necesario, lo cual me permitió ver toda la longitud de sus muslos y una maravillosa panorámica de su espléndido culo, así como también pude apercibirme del pequeñísimo tanga que cubría su pubis, del cual no pude distinguir el color, blanco o amarillo pálido, a pesar de que la luz de ventanal había iluminado directa y perfectamente su entrepierna, tan escasa era la superficie que cubría. Mi entrepierna, sin embargo, comenzó a ocupar más superficie, bastante más.
Yo tenía mi mano izquierda ocupada con la copa que me había ofrecido y descansando en el sofá; mi mano derecha no tenía más remedio que apoyarse en alguna parte de su anatomía, y la mas cercana era su muslo desnudo. A ella no le importó, así que nos dispusimos a ver las noticias de la tele.
Mi mano no se movió, pero mis dedos acariciaban su piel, la de su muslo, muy despacio y muy suave, igual que se acaricia el pelo cuando una mujer apoya su cabeza en tu hombro. La respiración de Cristina iba cambiando, pero no supe si por excitación o por somnolencia. Decidí averiguarlo, así que ahora era mi mano al completo la que, haciendo un corto recorrido, acariciaba el muslo de Cristina, lo que provocó que ella, “entre sueños”, los separara un poco. Mi exploración amplió el periplo a pesar de lo incómodo que me hacía sentir el pensar que a lo mejor se había dormido de verdad, pero la tentación era tan grande como el culo que tenía a escasos centímetros de mi polla, la cual, hay que decirlo, se estaba portando muy dignamente si tenemos en cuenta el dato que acabo de resaltar y el hecho de estar bajo el peso y calorcillo de una de las piernas de Cristina.
Mi mano iba ya de camino hacia la parte superior del muslo con el ánimo decidido, y alevoso, de llegar hasta el culo, meta que se había marcado y que yo aprobaba, cuando Cristina se incorporó y me dijo que iba un momento al baño. Se levantó y se fue dejándome allí con la mano en el aire y la polla hecha unos zorros. Dadas las circunstancias, me coloqué el nabo bien, para su comodidad (la del nabo, digo) y la mía y seguí con la copa, momentáneamente olvidada.
Unos diez minutos después volvió Cristina con aspecto de haber pasado por la ducha y, sin ningún comentario volvió a colocarse en la misma posición de antes; hizo el mismo movimiento con las piernas para ponerlas encima de mi y otra vez pude ver un atisbo de ese culo que me estaba poniendo malo y un atisbo de su coño, porque parecía que se había olvidado del tanga en el baño. Mi polla recibió la nueva con alborozo, si bien tuvo un conato de deserción cuando la pierna de Cristina, literalmente, la aplastó contra mi vientre, la otra pierna de Cristina quedó ahora a una distancia algo mayor que antes. Lo tomé como una invitación y mi mano, otra vez en el aire, volvió a posarse sobre la pierna de Cristina, exactamente sobre la que me estaba martirizando la polla.
Ahora se trataba de ganar posiciones y averiguar la capacidad defensiva del enemigo. Y otra vez la duda: ¿duerme o está a la expectativa? Pensé que, como diría Miguel Gila, era demasiado sueño para un adulto. Mi mano debió de pensar igual ya que cuando quise darme cuenta estaba a punto de llegar a la zona de no retorno. Las diversas molestias de mi polla y zonas adyacentes me hicieron pensar que podía hacerme de rogar y, de paso, hacer sufrir un poco a esta hembra que ya me tenía fuera de sí. Mi mano retomó el camino de vuelta y oí como Cristina soltaba lentamente el aire de sus pulmones, como si hubiese estado aguantando la respiración en espera de algo que no llega.
Mi manó volvió de nuevo sobre sus pasos y se detuvo a escasos milímetros de los labios vaginales de Cristina, la cual movió su pelvis, casi imperceptiblemente, en un intento, fallido, de un encuentro en la tercera fase, es decir, un contacto con mi mano, la cual, esquiva, volvía a tomar el camino de vuelta muy, muy despacio y casi sin tocar la piel, lo cual produjo en Cristina un estremecimiento que le puso la piel de gallina. Pero mi mano estaba otra vez de vuelta y, muy cerca del final del camino, levantó el dedo índice enviándolo como explorador o avanzadilla a ese mundo que se prometía maravilloso. Mi mano se detuvo en la frontera de aquel mundo mientras mi dedo recorría aquella rajita, abierta a otro universo, una y otra vez y de arriba abajo. Realmente Cristina, a juzgar por la humedad de su coñito, estaba muy excitada.
El paseo de mi dedo era sumamente agradable y se deslizaba con suma facilidad. En un momento determinado, mientras el índice exploraba, mi dedo medio se coló dentro de aquella tibia y lubricada rendija. En respuesta, Cristina arqueó su cuerpo, abrazó un cojín contra su pecho, y soltó un gemido que acabó en un largo suspiro al tiempo que su cuerpo recuperaba su posición anterior, si bien no tan relajada.
Mi dedo medio parecía haber encontrado un entretenimiento que la rajita agradecía mojándolo más y más; el índice, algo despistado ya que su compañero lo había dejado en una posición algo incómoda, optó por retirarse dejando sitio al pulgar que afanosamente se dedicó al acoso de una especie de botoncito con el que se encontró, casualmente, y que se ponía muy contento y juguetón a medida que mi pulgar lo acosaba. Cristina reaccionó ante este nuevo ataque separando sus piernas y poniendo la izquierda sobre el respaldo del sofá y la derecha apoyada en el suelo, con lo que ampliaba significativamente el campo de operaciones al mismo tiempo que me hacía sospechar que, a lo mejor, le estaba gustando toda esta maniobra manual y digital.
Sus manos, sin embargo, no estaban ociosas: una subió su falda hasta más arriba de la cintura (otro dato) y la otra acariciaba sus pechos por encima de la tela. Ahora la visión del coñito de Cristina era total; parcialmente depilado, mostraba un triangulo de bello ensortijado sobre su pubis.
Mi dedo medio entraba y salía repetidamente del coñito de Cristina, lo hacía tan alegremente que, envidioso, el índice quiso acompañarle en tan húmeda escaramuza. El pulgar a los suyo, ya no acosaba el botoncito duro que había encontrado, sino que, como enamorados, parecían danzar un sensual baile que Cristina acompañaba con movimientos de sus caderas y gemidos cada vez más entrecortados. Todavía no había dicho una palabra y, aunque sospechaba que no dormía, yo tampoco hablaba, para no molestar, mayormente.
El dedo meñique, travieso el puñetero, golpeaba suave pero insistente la puerta trasera de Cristina; y tan insistente fue que consiguió que le abriera y allí se quedó, imitando a sus hermanos más grandes, entrando y saliendo muy fácilmente, pues las humedades vaginales también le llegaban, ¡y como le llegaban!. Me pareció que a Cristina le gustaba esta nueva visita, ya que cuando aflojaba la presión de los dedos alojados en su coño, aumentaba la del culo en el meñique, y jadeaba con más fuerza. Mi polla, mientra tanto, lo pasaba muy mal, pobrecita; exigía cuidados pero de momento no había quien pudiera socorrerle. Yo, para tranquilizarla, la acariciaba de vez en cuando y le decía, telepáticamente que ya tendría su oportunidad.
Aprovechando que Cristina, con la nueva postura de sus piernas, me había dejado sitio suficiente, decidí aproximarme y ver mas de cerca el trabajo que estaban haciendo mis dedos, así que acerqué mi cara hasta aquella maravilla, me embriagó el aroma de hembra caliente y mi lengua se unió a la fiesta. Pidió permiso al pulgar, que gustoso le cedió su sitio, y me hizo deleitarme con el tacto del clítoris, rojo e hinchado, y con el sabor a mujer que allí se destilaba. Me dediqué con ahínco a paladear lo que aquel inagotable manantial me ofrecía poniendo toda la intención en cada lengüetazo y en cada caricia. De cuando en cuando le dedicaba unos momentos de atención al agujero de su culo y eso parecía gustarle mucho. Nunca había disfrutado tanto de “comerme un marrón”.
Movía sus caderas buscando prolongar el contacto de mi lengua con su ano. No tardó Cristina en hacerme ver los efectos de mi dedicación; sus manos apretaban mi cara contra su coño y su pubis subía con grandes espasmos colaborando con las manos. Fue un orgasmo muy, muy largo y muy intenso. A cada espasmo, levantaba su pelvis y con sus manos apretaba más fuerte mi cabeza contra su coño. Yo me veía siendo atendido por asfixia y con la cara llena de la corrida de Cristina. Si el que me hiciera la respiración boca a boca era un tío, se lo iba a pasar de coña. Pero no.
Se fue calmando y, lentamente, aflojó la presión de sus manos, relajó su pelvis y yo pude seguir saboreando el producto de esa tremenda corrida. Toda mi cara estaba mojada, mis labios y mi nariz totalmente empapados.
Cuando su respiración se tranquilizó, apartó mi cara de su coño y me hizo subir hasta la suya, comenzó a besarme apasionadamente, casi con desesperación, ansia viva, diría yo.
No cabía ya ninguna duda: estaba despierta. Yo aproveché para quitarle el resto de la ropa, que era poca, y para mandarle un mensaje mental a mi polla, que en esos momentos estaba al borde de la desesperación: Tranquila, que ahora te toca a ti.
Cristina hizo una pausa en sus besos y me desnudó. De rodillas delante de mí, me quitó el slip y se aplicó en una mamada como no me habían hecho nunca, o al menos yo no la recordaba, que tampoco estaba yo para recordar.
Su lengua recorría mi glande en un par de vueltas, daba varios toques en la zona del frenillo, bajaba hasta mis huevos y volvía a subir, de vez en cuando se tragaba mi polla entera y contraía su garganta procurándome un gran placer. Yo aguantaba a duras penas y le hice saber, como buenamente pude, que estaba punto de correrme, si no era molestia. Pareció que no. Se levantó, tomó mi polla con su mano, se sentó a horcajadas sobre mí y se la clavó de un solo golpe hasta los huevos, que aguantaron divinamente.
Me cabalgó muy lento al principio, combinando el sube y baja con un movimiento circular tan amplio que si mi polla hubiese sido una prótesis atornillada la hubiera arrancado de cuajo. Fue subiendo el ritmo, cada vez más rápido y, ya muy cerca del paroxismo y de que el sofá o nuestras pelvis sufrieran una fractura, volvió a correrse más intensa y violentamente que antes. Apenas había comenzado ella con su orgasmo cuando yo alcancé la gloria en forma de corrida monumental. Una descarga eléctrica de enorme intensidad recorrió mi columna vertebral y, llegando hasta mis huevos, provocó otra descarga, esta vez de semen, que en sucesivas andanadas fueron inundando su vientre de modo que al no dar abasto, salía por los bordes de su coño poniendo mis huevos perdidos. Cuando Cristina sintió dentro de su cuerpo aquella lava candente y los espasmos de mi polla endurecida hasta lo increíble ensanchando las paredes de su coño, reavivó o enlazo un nuevo orgasmo, se dejó caer, su vulva tocaba mis huevos y así quedamos, ambos exhaustos y desmadejados, semiinconscientes y satisfechos, incapaces de movernos, con la respiración agitada y al borde de hiperventilación.
Nos recuperamos en un santiamén ¡bendita juventud!, sin embargo, permanecimos abrazados, acariciándonos, besándonos, chupándonos, lamiéndonos. Ella sobre mí, todavía ensartada por mi polla que no había perdido un ápice de su dureza y de sus ganas de seguir la fiesta.
El coño de Cristina era una fuente inagotable de fluidos, mezcla de ambos ahora. Ella seguía dando a su cuerpo un suave balanceo que hacía restregar su clítoris en mi vientre. Tampoco ella había perdido ímpetu y ganas.
Nos besábamos. Cristina me abrazaba fuertemente y, mientras, yo acariciaba su culo. Mis manos se paseaban y amasaban sus glúteos mientras mis labios buscaron sus pezones, que sabían a gloria bendita. Y otra vez mis dedos buscaron territorios nuevos y se adentraron en su ano, primero uno, después dos. Ella seguía con su vaivén, muy suave, disfrutándolo y transportándome más allá de las estrellas. Su cara era un poema a la pasión. Estaba a punto de correrse de nuevo.
Fóllame -le dije.
Me miró entre sorprendida y alarmada. Es lo que estoy intentando hacer – me contestó con voz entrecortada.
Fóllame con el culo.
No se si voy a saber.
Se levantó, muy reticente, de mi polla y agarrándola fielmente con su mano la llevó a las proximidades de su ano y comenzó a acariciárselo con la punta de mi nabo. Apuntó el glande a la entrada de su culo y, muy lentamente, se fue dejando caer. Su excitación mantenía sus esfínteres sumamente relajados, por lo que, según me dijo después, el dolor fue mínimo y rápidamente superado por el placer. Estaba más o menos a mitad de recorrido cuando se detuvo, me miraba fijamente, jadeante. Se la sacó unos dos centímetros y, sin previo aviso, se ensartó de un solo. Grité, más de placer que de cualquier otra cosa. Gritó ella también; si sintió daño, quedó rápidamente diluido en una ola de placer.
Casi sin detenerse comenzó una cabalgada con la que, a cada embestida, parecía subir un peldaño hacia el paraíso. No se cuanto duró, mi polla se sentía dentro de aquel culo como pez en el agua. Parecían hechos uno para el otro, tan bien se adaptaban.
Después de unos pocos minutos de embestidas, explotó
¡Dame! ¡Dame! ¡Aaaaaahh! ¡Dame más! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma culo! ¡Aaaahh!
¡Aaaaahhh! ¡Aaaaaaaahhhh!
Y dio una última embestida, derrumbándose y abrazándose fuertemente a mí.
Yo también la abracé con fuerza y me tumbé en el sofá, manteniéndola sobre mí. En esa posición continué bombeando buscando alcanzar yo también el orgasmo que ya presentía cercano. No se hizo esperar mucho y, mientras la besaba y la abrazaba, descargué toda la tensión acumulada en mis huevos en forma de ráfagas de esperma que inundaron sus intestinos y provocaron en Cristina replicas del orgasmo del que aún no se había recuperado.
Permanecimos abrazados, nos seguimos besando y yo seguí dando marcha a su culo mientras mi polla aguantó, después salí de ella y no dejamos llevar por un ensueño placentero y agradable apenas iluminado por las llamas de la chimenea.
Aquella tarde, inolvidable, dormimos y follamos, nos duchamos y follamos, volvimos al lado del fuego y, sobre la alfombra, volvimos a follar.
Decidimos, o decidió más bien, que pasaríamos el puente juntos. Cuando objeté que tendría que ir a casa a por ropa, al menos unos calzoncillos, ella objetó a su vez que ¿para qué? Total, para el tiempo que íbamos a estar vestidos…
¡Como añoro ahora aquellos ventipocos años!
Ya de noche, estábamos tumbados en la alfombra, Cristina acariciaba lánguidamente mis testículos y yo su coño mientras contemplábamos el fuego y le pregunté que por qué no se lo depilaba, me respondió un poco mosca que por qué no me depilaba yo los huevos
¿Te gustaría? – le pregunte a mi vez
Se incorporó un poco, miró mis huevos mientras continuaba acariciando y sopesando
Si, creo que si me gustaría
Pues, mañana, si quieres, salimos un momento y compramos lo necesario. Tu debes saber que es.
Vale. Tú me depilas a mí y yo te depilo a ti…
Puede parecer una tontería, y de hecho lo es, pero nos excitó mucho la sola idea de depilarnos mutuamente. Así que no nos quedó más remedio que echar otro polvo.
Eso si, muy relajadito y largo; el cuerpo ya no daba para mucho más. De momento.