Un piano en la plaza Libertad de la Habana
Una melodía de piano despierta en Yoani el deseo de fundir placer y música. Un relato en el marco de la ciudad de la Habana.
La plaza Libertad de la Habana languidecía en aquella calurosa tarde de verano. El sol diseminaba calor y confusión a partes iguales, relegando a los turistas que osaban pasear con aquella cruel temperatura a meros artefactos de carne que sudaban y se cansaban, sudaban y gemían, sudaban y maldecían. Los habanenses, más prevenidos, echaban la tarde sentados en terrazas resguardadas por toldos, tomando una limonada para ellas o una cerveza para ellos, mientras charlaban y jugaban al dominó.
Yoani acaba de despertarse de una ligera siesta y caminó desnuda hasta el balcón de la casa que daba a la plaza Libertad. Atravesó la cortina gris que ondeaba bajo una implacable brisa ardiente y se asomó al exterior.
Sin más ocupación en la capital más que disfrutar de varias semanas de descanso antes de volver a las clases de la universidad, Yoani no perdió tiempo en salir de la vieja casa que le legó su abuela para sumergirse en la noche de la Habana. En busca de amor, placer, risas y alcohol. Ron y aguardiente eran sus compañeros habituales, además de una lista de amantes que aumentaba cada noche y que solo hablaban maravillas de su risa, de su cuerpo, de su sensualidad.
Como tantas otras y otros de su generación, Yoani soñaba con emigrar al capitalismo (cualquier país era bueno, aunque prefería Europa) en cuanto consiguiese su título de medicina. No ignoraba el precio del fracaso en caso de una huida frustrada, o de los peligros traicioneros que esperaban en la mar en caso de que naufragase su embarcación. Pero era su destino, lo sabía; ningún futuro le aguardaba en aquella bendita isla mientras todo siguiese igual. Se sabía balsera el mismo día que decidió estudiar medicina y, como balsera viva o como balsera muerta, algún día pisaría la playa de otro país.
Yoani pensaba en todo esto con mirada apesadumbrada hacia los turistas, bajo el inclemente sol cubano. Abajo, en la plaza, solo los atribulados turistas de piel blanca y enrojecida, eran los únicos que pisaban sobre el empedrado alrededor de la fuente central, intentando refrescarse con un agua que brotaba solo para ellos y que, mañana, volvería a dejar de manar. Recogió un mechón de pelo que le caía sobre la frente y jugueteó con él enrollándolo entre sus dedos, escuchando con una sonrisa los lamentos en alemán, francés y español que le llegaban lejanos desde la fuente.
—¿Qué miras, Yoani?
La joven iba a responder cuando sintió dos grandes manos rodeándola sus hombros desnudos. Un amplio pecho la presionó la espalda y una poderosa erección se abrió paso entre sus nalgas. El cuerpo masculino se abrió paso en su carne y su alma. La hizo suspirar y se encontró inmersa en una tempestad de sensaciones agradables.
Ahora fue ella, y no los turistas, la que gimió angustiada, incapaz de reprimir un escalofrío de excitación que la hizo temblar entera.
El joven, dándose cuenta del efecto que había causado en el menudo pero imponente cuerpo de Yoani, deslizó sus labios alrededor del cuello de piel tostada de la joven, recorriendo la piel suave hasta el inicio del lóbulo de una oreja.
—Estaba viendo a los turistas —murmuró la joven, agradeciendo la firme sujeción en sus hombros: las piernas dejaron de sostenerla cuando la boca del joven atrapó el pedazo de carne inflamada de su oreja.
El joven, alguien anónimo (Yoani solo sabía que se hacía llamar Taro y que poseía un inagotable aguante en lides amatorias), deslizó uno de sus muslos entre las piernas femeninas. El contacto del músculo tenso con el sexo femenino provocó un nuevo retumbar de latidos en el corazón de Yoani. A su alrededor, la plaza Libertad se desvanecía mientras entornaba los ojos y se dejaba llevar por las placenteras sensaciones que su cuerpo le transmitía. Cuando las manos de Taro resbalaron hasta sus pechos y las palmas rozaron los abultados botones, dejó escapar un gemido angustioso, una llamada a la pasión.
Quiso volverse hacia el joven y rodear su cuello para internarse en su boca pero Taro, con una experiencia en este juego impropia de su juventud, se separó de ella y caminó al interior del dormitorio.
Yoani se agarró a una cortina, retorciendo la tela y admirando el lento deambular de aquellas nalgas sonrosadas que se perdían en al penumbra interior. Se mordió el labio inferior y lo maldijo a la vez que sonreía complacida.
Todos sus amantes tenían algo que los hacía únicos o, al menos, un rasgo que a ella le parecía singular. En el caso de Taro era un fingida indiferencia hacia su placer. Era un experto en arrastrarla hasta la cima de la excitación para luego abandonarla en el momento álgido. Y, entonces, era ella la que buscaba, como animal hambriento y sediento, la continuación del placer.
De modo que Yoani entró en el dormitorio, sintiendo una quemazón insoportable en su pecho y su sexo, buscando aplacar la urgencia que su cuerpo demandaba.
Se encontró el dormitorio vacío. Los muebles eran pocos y antiguos. La cama deshecha, una mesilla donde había colocado un candelabro, un armario de estilo colonial y una alfombra pequeña y gris eran los únicos enseres de una habitación forrada con papel antiguo y amarillento donde el suelo de madera se levantaba en las esquinas.
Se preguntaba donde se habría metido aquel mulato de miembro revoltoso cuando escuchó las primeras notas procedentes del piano.
La música la paralizó de repente. El deseo pareció desvanecerse. Yoani se sentó en el borde de la cama y escuchó el maravilloso sonido.
El piano era el bien más preciado de la casa. Vino de Europa, de una ciudad austríaca que Yoani ya no recuerda, hace más de cincuenta años, cuando el embargo era algo impensable y se podía viajar al extranjero con total libertad. La bisabuela de Yoani, una acaudalada terrateniente procedente de un pueblo en tierras españolas, hizo fortuna con el azúcar en la isla y legó a su hija, además de una plantación inmensa de caña, el regalo de un piano de cola cuando percibió en ella un grandioso potencial para la música. Pero, en los años sesenta, cuando la abuela de Yoani era famosa en la isla por sus interpretaciones y se planteaba varias giras por Europa, llegaron las expropiaciones. La fortuna familiar se volatilizó de un día para otro. Y luego llegó el comunismo, Batista, la Revolución, Fidel y el embargo. Nada volvió a ser como antes. La muerte llegaba de improviso, las ejecuciones eran indiscriminadas, las vejaciones se convirtieron en diarias. Hasta no hace mucho, Yoani no supo que su abuela fue violada por un mercenario. La joven no quería pensar demasiado en ello pero las notas de aquel piano habían desatado aquellos recuerdos.
Ni su madre ni ella sintieron el más mínimo interés por aprovechar aquel piano más que el de servir como único recuerdo de épocas pasadas. Taro parecía saber tocarlo o, al menos, sabía interpretar con maestría una pieza de música clásica.
Se levantó y caminó hasta la sala de estar donde, apoyada en el marco de la puerta, contempló al joven tocar el instrumento. Algunas cuerdas estaban desafinadas pero, incluso así, el joven lograba imprimir una agradable y bella melodía sonora en aquella tarde.
Taro detuvo la música en cuanto vio a Yoani.
—Lo siento —dijo al ver una expresión triste en los ojos de la joven.
Yoani negó con la cabeza y sonrió. De poco valía que explicara al joven la historia de aquel instrumento. La desdicha de su familia quizá fuese menos trágica de lo que Taro podría contar sobre la suya propia. Todos en la isla habían perdido algo. Pero en Cuba no se hablaba de lo perdido porque, lo perdido, perdido está. Se habla del presente y, más aún, del futuro.
Un idea perversa se le ocurrió a la joven cuando deslizó su mirada hacia el miembro hinchado de Taro.
—¿Serías capaz de amarme mientras me tocas algo alegre?
El joven acarició las teclas blancas y negras mientras deambulaba la mirada sobre los atributos de Yoani.
—Se puede intentar —respondió Taro. Pero Yoani parecía conocer de antemano la respuesta, puesto que ya se acomodaba sobre él, sentándose sobre su regazo, apoyando sus caderas en el borde del instrumento.
—Si te sientas sobre mí, no voy a poder tocar los pedales.
—¿Para qué sirven? —murmuró ella mientras arremetía con su sexo sobre el grueso pilón masculino.
Taro carraspeó.
—Para mucho. Alargan la nota o dulcifican el sonido.
Yoani atacó la barbilla de Taro con la lengua, ensalivando el mentón y atrapando el labio inferior entre sus dientes.
—No los necesitas. Alárgame el placer, endúlzame el cuerpo. Toca.
Taro no necesitó de más acicates. Yoani amoldó su vientre al torso del joven para que pudiera acceder a casi todas las notas.
El sonido brotó a espaldas de la joven. Agarraba las sienes de Taro mientras hundía su boca en la del joven, restregando su feminidad con un ímpetu alimentado por el sonido vibrante.
Los primeros compases de una salsa se unieron a los gemidos de ambos jóvenes. Las notas a veces sonaban discordantes (en parte debido al frenesí amatorio y en parte a la nula utilización de los pedales) pero aquello era lo menos importante para Yoani y Taro.
Del sexo femenino brotaron manantiales de placer licuado y la dureza rocosa de la erección masculina provocaron aún más quejidos y gemidos apagados.
Cuando el pene atravesó el interior de Yoani, ambos exclamaron dichosos. Taro intentaba, con algún éxito, mantener un ritmo en la melodía mientras Yoani, encargada de amoldar las penetraciones al flujo sonoro, se deshacía entre placeres y armonías.
Era un baile lujurioso donde Yoani trataba de atrapar un pedazo de felicidad mientras Taro pugnaba por impedir que sus manos se despegasen del instrumento y abrazaran la espalda femenina.
Los pechos de Yoani botaban y se estremecían mientras las caderas se bamboleaban en espiral, alrededor del eje de un miembro que la arrancaba destellos de éxtasis.
El ritmo aceleró. Las caderas se contonearon con rapidez, los sollozos y lamentos aumentaron. Cuerpos que se humedecían, sudor que empapaba cabellos y axilas. El forro de piel de la butaca comenzó a chasquear cuando los fluidos se desparramaron.
Ninguno de los dos olvidaría aquella tarde de estío en la que se amaron en una vieja casa, hogar de recuerdos pasados y mejores. La música ayudó a fundir sus cuerpos y causó un recuerdo imborrable en sus mentes jóvenes.
Ninguno de los dos volvería a verse. Taro conocería a otras mujeres, Yoani volvería a sus clases y luego emigraría.
Pero, durante unas horas, el piano y sus cuerpos se convirtieron en un solo ente. Calor, música, amor y Cuba.
Así es la vida.