Un paseo por el pueblo 5

Arrepentimiento y contrición, pero los caminos del deseo son inexcrutables

Al salir a la calle nevada, me volvió la ansiedad aumentada y una sensación de náusea me invadió. En la boca persistía aún el sabor acre del semen. No sé si fue esta sensación o la pura resaca lo que hizo que vomitara. Cuando llegué mi casa, encendí un cigarro para quitarme aquel sabor, y ahuyentar, a la vez, el recuerdo de lo sucedido. Sin embargo, el humo del cigarro me hizo vomitar de nuevo. Decidí achacar todo a la borrachera y ese pensamiento calmó levemente mi tormento.

Imágenes fugaces y fotográficas de lo sucedido me mantuvieron en un estado de sobrexcitación nerviosa toda la mañana y me impedían concentrarme en el trabajo. Pero después de comer, con el estómago ya apaciguado, la sensación fue cambiando poco a poco. Las imágenes me seguían viniendo a la mente, pero la calma me hacía verlas de otra manera, como más lejanas y ajenas a mí. Ahora lo que más preocupaba era volver a encontrarme con el viejo, no sabía cómo debía reaccionar. Pensé incluso en adelantar mi vuelta a la ciudad para evitar ese momento tan incómodo. Decidí aplazar la decisión para el día siguiente: “hoy no saldría de casa”.

Pero la tarde trajo consigo una gran sorpresa: mientras intentaba concentrarme en un documental de la televisión, me sobresaltó el chirrido de la cancela delantera. Miré por la ventana y me quedé estupefacto cuando vi que el viejo se dirigía a la puerta de la casa. Pensé en fingir mi ausencia, pero no resultaba creíble y abrí, finalmente, la puerta.

-          Ho… ho… hola…

Ni su gesto ni su voz reflejaban nerviosismo alguno:

-          ¡Nada, hombre! ¡Que le he traído un queso y un chorizo para agradecerle la ayuda con el fuego de ayer!

Le fascinó la sencillez con la que había eludido el “tema escabroso”, a lo que contribuía la sutileza de haber vuelto al “usted”; como si todo el tiempo del “tú” se hubiera esfumado de sus vidas.

-          No… no hacía falta, de verdad…

-          Y siento haberle pinchao a beber tanto vino. Seguro que hoy ha tenido una buena resaca… Es un vino muy malo, muy cabezón…, que se sube mucho… Yo estoy acostumbrado…, pero a usted seguro que le sentó fatal…

“¡Qué forma más elegante…”, pensó, “…de exculparme de todo y de querer librarme del remordimiento y de la vergüenza!”

-          No fue su culpa para nada…

Me percaté de que se apoyaba sobre una cacha que se hundía en la nieve.

-          ¡Como se le ha ocurrido venir con esta nevada! Podía haberse caído otra vez… Pase a descansar… Iba a hacer un café…

Negó vehementemente con la cabeza.

-          No, no. Ya le he molestado bastante. Tendrá sus cosas que hacer…

-          No, estaba descansando… Pase, se lo ruego…

-          No, hoy me encuentro mejor. La mano casi no me duele y puedo sujetar la cacha bien. Prefiero dar un paseo…

Volvió sobre sus pasos, mientras movía la mano escayolada en señal de despedida. Esperé a que se alejara y entré en la casa. ¡Qué fácil había sido! Me senté en el sillón tremendamente aliviado. Pasé el resto de la tarde leyendo y viendo la tele. Decidí ducharme antes de cenar. La esponja enjabonada me devolvió el recuerdo de la pasada noche y, para mi sorpresa, ese recuerdo me devolvió también el deseo y la excitación. Ya en la cama, en mi mente se libró una batalla entre el creciente e insidioso deseo de gozar otra vez del cuerpo de aquel hombre y el rechazo que me producían estos sentimientos. El sueño me iba y me venía, entre las imágenes redivivas de la noche anterior, apasionadas y grotescas a un mismo tiempo.

Cuando me desperté por la mañana ya solo me quedaba la añoranza de aquella pasión desenfrenada, tan diferente a todo lo que había sentido antes. Durante la noche había tenido una revelación: en el sueño nuestras pollas se confundían y sentía la del viejo en mi boca como si fuera la mía propia; acariciaba su cuerpo como si fuera una proyección del mío; era un sueño y en los sueños pasan esas cosas, pero me quedó la sensación de que follar con aquel hombre había sido como follar conmigo mismo y, al fin y al cabo, ese es el deseo más profundo de casi todos los hombres.

Desde ese momento, me hice el propósito de repetir aquella experiencia que ahora sentía casi como irreal. Tenía que comprobar que aquel placer había sido genuino, libre de cualquier convencionalismo y atadura. Pero, después de aquella puntilla que tan elegantemente había puesto el hombre, no veía la forma de poder abordarlo. El deseo no me abandonó en toda la mañana, distrayéndome de mi trabajo y concluí que la única opción era expresar abiertamente mis intenciones al viejo.

Me dirigí a su casa, sorteando torpemente el barro en que la lluvia de la mañana había convertido la nieve. Cuando llegué y él me vio desde el cobertizo donde estaba, toda mi determinación se vino abajo.