Un paseo por el pueblo 3

Una borrachera, un baño compartido...

Tenía los ojos cerrados: estaba prácticamente dormido. Le pasé la esponja enjabonada por el torso y por el brazo. Después de pasarla por las piernas, me dirigí a su entrepierna. La ligereza del cuerpo en el agua, me permitió pasarla por debajo e introducirla entre sus nalgas. Sus testículos reposaban sobre mi antebrazo. Busqué su ano con la esponja y la introduje lo más adentro que pude. Su boca se torció en un pequeño rictus de incomodidad, pero parecía seguir dormido. Saqué mi mano: vi que la esponja estaba sucia, me incorporé como pude y la aclaré en el lavabo que estaba lo suficientemente cerca para no tener que salir de la bañera. Al sacar el cuerpo del agua, sentí un frío tremendo que me hizo volver a sentarme apresuradamente. Volví a meter la esponja enjabonada en su ano para terminar el trabajo. Entonces, un impulso inaudito me hizo soltar la esponja y explorar la apertura con mis dedos, que se sentían acariciados por lo que parecía una buena mata de pelo. Me di cuenta de repente de que mi polla había doblado su tamaño sin llegar a estar dura. Mi mente estaba confusa, todavía víctima de los excesos del vino; instintivamente, metí mi dedo en su recto y acaricié su interior. Le miré: seguía con los ojos cerrados, pero sus gestos acusaban mis manipulaciones. Miré hacia su entrepierna: con mi otra mano, comencé a acariciar sus huevos, cuyo tamaño me fascinaba. Su polla había crecido y ahora tenía un tamaño normal; era gruesa y el prepucio que antes colgaba levemente se había reducido hasta cubrir con justeza el glande. Saqué mi mano de su culo y agarré su polla con mi mano mientras con la otra, seguía agarrando, ahora con cierta firmeza, sus testículos. Mi polla estaba ya completamente dura y el glande rozaba, enhiesto, la superficie del agua. Entonces noté como su pene se hinchaba levemente en mi mano y un chorro amarillo empezó a disolverse en el agua. No aparté la mano, sintiendo un extraño placer al percibir la hinchazón que producía el líquido expelido. Sentía el agradable calor de la meada en mis piernas y en mi vientre en contraste con el agua que ya empezaba a estar tibia. Fue una meada tan abundante que el agua casi se tiñó de amarillo. Volví a mirarle: sus ojos seguían cerrados, pero su cara expresaba el placer de una descarga tan deseada. Empecé a deslizar mi mano derecha por su polla con firmeza, mientras con la izquierda acariciaba la mía, dura como el pedernal. Bajo mis movimientos su polla empezó a crecer y, aunque no se ponía dura del todo, había crecido considerablemente. Aunque no parecía larga, ahora estaba muy gruesa, bastante más gruesa que la mayoría. Intenté bajarle el prepucio, pero no parecía posible. Lo intenté con algo mas de fuerza y entonces dio un respingo de dolor, que le despertó abruptamente. me miró con los ojos extraviados de quien sale de un sueño profundo. Aparté mi mano con rapidez.

“Creo que me he quedado dormido”, dijo con voz pastosa.

-          Sí y el agua ya está fría. Vamos a salir.

Me puse de pie y, aunque mi erección estaba bajando, todavía era claramente visible. Pero, como tenía que ayudarle a salir, no podía hacer nada para disimularla. Quité el tapón y, ya de pie, sujetándose él de mi brazo, abrí la ducha para aclararnos y coger algo de calor. Le sequé vigorosamente. Su polla estaba otra vez retraída, pero no tanto como antes. Vi cómo miraba la mía, todavía medio empalmada, por el rabillo del ojo. Una vez pasado lo peor de la borrachera, se mantenía de pie perfectamente, por lo que aproveché para secarme yo.

-          ¡Qué raro! Ya no tengo ganas de mear.

-          Measte en la bañera.

Se puso colorado: “Lo siento”. “No hay problema, nos hemos aclarado bien”. Sonreí para quitar hierro a su vergüenza. Fuimos a la habitación, él ya sin necesidad de apoyarse en mí.

-          Emmm… No tengo nada para dormir, mi ropa está empapada…

-          Yo tampoco… Tengo solo otra muda y está sucia también. No he podido lavarla… Pues dormimos en pelotas… La cama tiene tres mantas.

Nos acostamos rápidamente, tapándonos hasta el cuello. Las sábanas estaban tan frías que me hacían temblar, aunque el peso de las mantas empezaba a transmitir su calor. Apagué la luz, aunque el resplandor de una farola cercana, se colaba por la ventana, dejando la habitación en semipenumbra.

-          ¡Estás temblando! Arrímate, no hay nada como el calor humano.

Nos reímos y arrimé mi cuerpo al suyo. Así, boca arriba, pegados por los brazos y las piernas, me espetó de repente:

-          El baño te puso cachondo ¿eh?

Me quedé petrificado, sin saber reaccionar.

-          ¡No pasa nada, hombre! A tu edad…

-          Emmm… A ti también…

-          ¿Cómo?

Me miró incrédulo. Nuestras caras estaban muy juntas.

-          ¡Imposible!

-          Sí, se te puso dura mientras dormías.

-          ¿Cuándo?

-          Cuando te estaba pasando la esponja… por ahí…

-          Pues debió ser la ayuda, porque mira que yo lo he intentado…

Nos reímos otra vez. Entonces, hablé sin pensar, quizás por la desinhibición que daba el contacto de nuestros cuerpos.

-          Emmm… ¿Quieres intentarlo ahora?

Noté cómo, sin decir nada, se agarraba la polla con la mano del brazo pegado al mío (el escayolado estaba al otro lado) y empezaba a estimularse. Mientras lo intentaba, el movimiento que transmitía a mi cuerpo con el roce rítmico y continuo hizo que me empezara a empalmar de nuevo. Al cabo de un par de minutos se detuvo.

-          ¡Nada! Además me duele la puta mano.

Impulsivamente, busqué su entrepierna con mi mano y comencé a acariciarle los huevos y la polla.

-          Déjame ayudarte.

Cerró los ojos y musitó “no tienes por qué hacer esto”. Sin contestar, continué acariciándole, primero con suavidad, después agarrando la polla con firmeza. Me incorporé ligeramente y con mi otra mano le acariciaba el pecho, excitadísimo al sentir su abundante vello deslizándose entre mis dedos. Acerqué mi polla a su cuerpo, posándola sobre su vientre y dejando que se deslizara arriba y abajo contra su piel. Él bajó la mano para cogérmela, y la rozó con sus dedos.

-          ¡Ostia! ¡Menudo pedernal! Y yo, mira, como una morcilla recocida.

Efectivamente, su polla estaba crecida y gorda, pero sin dureza ninguna. Sin embargo, a mí el tacto mullido y suave me excitaba sobremanera. Él intentaba agarrarme con fuerza para devolverme el favor que le hacía, pero sus dedos, torpes por el dolor, apenas podían imprimir fuerza.

-          No te preocupes por mí.

-          ¡Déjalo ya! Ya ves que no pasa de ahí.

Y una idea loca me pasó por la cabeza.

-          Yo sé cómo conseguirlo…