Un paseo por el pueblo 2

Ni el vino ni la noche son los mejores consejeros

El viejo estaba medio adormilado y apenas se sujetaba en la silla. Pensé que no podía dejarlo así.

-          Si quiere acostarse, yo le ayudo.

Me miró con ojos vidriosos y mirada algo perdida.

-          ¡Ya has hecho bastante!

Se levantó, pero apenas podía mantener el equilibrio.

-          Si me pudieras ayudar a subir las escaleras. ¡Me da miedo caerme otra vez! Después, puedes marchar ya.

Le ayudé a levantarse y subimos las escaleras con dificultad. La parte de arriba estaba más arreglada: el dormitorio estaba bien pintado y había pocos muebles: un armario y una cómoda antigua con un espejo algo picado; la cama, también antigua, parecía tener un buen colchón. Le ayudé a sentarse en ella.

-          Te voy a ayudar a cambiarte. ¿Dónde tienes el pijama?

-          No uso. Duermo en calzones.

Le quité la ropa. Me miraba agradecido, algo humillado, con los ojos velados por el vino. Apenas se sostenía sentado. Como ropa interior usaba una camiseta gruesa de franela y unos calzones largos: estaban bastante sucios: una gran mancha amarilla destacaba en la entrepierna. Yo me sentía bastante mareado, pero pensé que no podía dejarle solo en ese estado.

-          Emmm… Creo que, si no te importa, no sé… Está nevando mucho… ¿Puedo quedarme aquí esta noche?

Me miraba con los ojos entrecerrados, como si no me prestara mucha atención. No dijo nada en un rato, pero, después, pareció reaccionar:

-          ¡Claro! Yo dormiré abajo en la mecedora. No hay más cama que esta, ¡no la necesitábamos!...

-          No, no… Yo dormiré en la mecedora…

-          ¡Ni hablar! Es muy incómoda para dormir. Dormiré en el suelo, estoy acostumbrao…

-          No, no… creo que… podemos dormir los dos en la cama. Es grande…

Yo sabía que no iba a aceptar otra cosa. Se sonrojó…

-          No sé… huelo mal. No he podido ducharme en varios días. ¡Qué asco! ¿Verdad?¡Un inútil estoy hecho!

No pude evitar una risa tonta. Me miró sorprendido y, después, se rio también.

-          Yo hice la mili. ¡Allí sí que olía mal! ¡100 tíos en el mismo barracón!

Nos reímos los dos. Yo tenía unas ganas enormes de mear, pero no encontraba el momento de dejarlo solo. Me contó que él había hecho la mili en Santander. “Mi único viaje fuera del pueblo”. Entonces intentó levantarse, pero no conseguía mantener el equilibrio bien. Adiviné sus intenciones.

-          Yo le acompaño.

-          ¡No te digo! ¡Un inútil total!

Se apoyó en mi brazo. Me agarraba con tanta fuerza que me hacía daño. En el distribuidor había otras dos puertas. Abrió la del baño.

-          Esa otra habitación la tengo de trastero.

El pequeño baño era más moderno que el resto de la casa: un pequeño lavabo con un espejo y una estantería, la taza del retrete y una bañera, bastante grande, separada con una cortina que no llegaba a cubrirla del todo. Nos acercamos a la taza y levanté la tapa. Al soltarme, volvió a perder el equilibrio. Se sujetó como pudo a mí con la mano escayolada y se buscaba el pene con la otra por la raja del calzón, sin acertar a sacarlo. Y yo a duras penas me aguantaba las ganas de mear también. Con un gesto de rabia, se bajó el calzón. Su pene estaba muy retraído: apenas un botón que contrastaba con unos grandes testículos que colgaban como dos pelotas de tenis. Con sus dedos doloridos se lo estiró levemente y, aunque seguía muy corto, se podía apreciar un grosor considerable. Apenas unas gotas se desprendían de su prepucio, que parecía más largo que el propio pene.

-          ¡Maldita próstata! Cuando me aguanto mucho rato la meada, no hay manera… ¡Ni para mear sirve ya esta puta polla!

Yo ya no aguantaba más.

-          Emmm… Voy a mear yo también… No aguanto más.

Me saqué deprisa la polla del pantalón con la mano que tenía libre y, pegado a él, descargué con un tremendo alivio.

-          ¡Qué envidia! ¡Menudo chorro! ¡Y qué envidia de polla! Todavía funcionando.

Le miré y sonreí, mientras descargaba una de las meadas más largas de mi vida.

-          ¡No te rías! ¡No sabes los años que hace que no se me pone dura! Los últimos años con mi mujer ya no follábamos nunca. Me hacía una pajilla de vez en cuando hasta que perdí el interés y dejó de ponerse dura. ¡Muchos años ya!

-          Bueno… es que aquí solo…

La sacudí y la devolví a su sitio. Un leve chorro entrecortado salió de la suya.

-          ¡Nada! ¡Que no hay manera! ¡Y tengo la vejiga estallando!

-          ¿Has consultado con un médico?

-          Me querían operar, pero no quise. Solo me pasa cuando me aguanto mucho rato…

Se subió el calzón.

-          ¡Vamos! ¡No vamos a estar aquí toda la noche!

Se me ocurrió una cosa.

-          ¿Quieres bañarte? Yo te ayudo…

-          ¡Joder! ¡Como un inválido!... Bueno…, por ti, para que duermas con alguien limpio…  No sé.

-          ¡Venga! ¡Vamos allá! ¿Tienes agua caliente?

-          Sí. Hay gas butano y el calentador lo dejo encendido.

Le ayudé a sentarse en la taza y, mientras, abrí el grifo de la bañera. El agua tardó un rato en salir caliente. Puse el tapón y me volví a quitarle la camiseta. Hacía bastante frío, pero él no parecía notarlo. Su torso y sus brazos, aunque acusaban los años, conservaban todavía las huellas de la potente musculatura que un día debieron tener y la piel aún mostraba, a pesar de las manchas de la vejez, un color y una firmeza envidiable para su edad. Le ayudé a despojarse del calzón y a entrar y sentarse en la bañera, dejando fuera el brazo escayolado.

Sentado en el borde, cogí un champú que estaba en una pequeña repisa de azulejos y le lavé la cabeza, que todavía conservaba una gran pelambrera blanca con el flexo de la ducha.

-          ¡Mira! ¡Ahora el envidioso soy yo! Llevo la cabeza rapada, porque no me queda casi pelo.

-          Gracias. ¡Qué gusto! ¡Qué ganas de bañarme! ¡Si ni siquiera me podía limpiar bien después de cagar!

Nos reímos los dos. El agua me salpicaba mucho y mi ropa empezaba a empaparse. Decidí quitármela, pero un estúpido pudor, e incomprensible después de la anterior escena ante la taza del retrete, me empujó a dejar el bóxer puesto.

El frío me hacía temblar mientras pasaba la esponja por su espalda.

-          Si no te importa, me voy a meter yo también… Estoy helado de frío.

Asintió con una mirada algo perdida: se estaba quedando dormido. Me quité el bóxer y entré en la bañera que era los suficientemente larga para acogernos a los dos, aunque tuve que poner las piernas casi por encima de las suyas, sintiendo un duce placer con el contacto de la piel caliente. Tenía los ojos cerrados: estaba prácticamente dormido. Le pasé la esponja enjabonada por el torso y por el brazo.