Un paseo por el pueblo 1

Alejándome de la pandemia, decido teletrabajar unos días desde el pueblo. Allí tengo un encuentro muy particular

Aunque faltaba más de un mes para la primavera, la luz del sol ya anunciaba su llegada. Con varios días por delante sin tener que ir a la oficina, decidí ir a dame una vuelta por el pueblo en donde, dos años atrás, había comprado una pequeña casa para disfrutar de la montaña.

Después de trabajar on line hasta las 4 de la tarde, decidí dar un paseo por el pueblo y disfrutar del sol, a pesar de que la temperatura era fría y todavía había grandes cantidades de nieve por las orillas de los caminos.

Al final del pueblo, de camino al monte, las casas se van haciendo más dispersas y decidí encaminarme por allí para poder disfrutar del paseo, sin la mascarilla obligada por la pandemia.

Cuando alcancé la última casa, vi cómo un hombre mayor, al que conocía poco más que de vista, y con el que apenas había intercambiado un par de saludos, luchaba con un hato de leña que intentaba introducir en la casa, pero que se desmoronaba y caía de sus brazos a cada intento.

-          ¡Hola! ¿Necesita ayuda?

Me miró con cara de pocos amigos, con la actitud del que se siente cuestionado en sus capacidades, y ni siquiera me respondió.

Seguí mi ruta, pero, a los pocos metros, puesto que el camino empezaba a ascender a la montaña y el sol comenzaba a ocultarse entre nubes negras, que anunciaban una posible nevada, regresé sobre mis pasos.

Al llegar a la altura de la casa, el viejo se acercó al cercado con paso renqueante:

-          Entonces, ¿me puede ayudar un momento?

En su tono, se apreciaba la disculpa que no estaba dando de forma explícita.

-          ¡Claro, hombre!

Miró al cielo:

-          Esta noche va a nevar otra vez.

Sin decir nada, abrió la puerta de entrada y me dio la espalda, dirigiéndose hacia la casa; fui detrás de él y observé que cojeaba de forma ostensible; me di cuenta de repente de que tenía el brazo derecho enyesado por debajo de la manga de la zamarra.

-          ¿Qué le ha pasado en el brazo?

Me respondió sin darse la vuelta:

-          Me hice una avería. ¡La puta escalera del sótano! Me rompí unos huesos de la mano.

-          ¡No debería haber cogido peso!

-          Vivo solo. ¡Cómo quiere que haga si tengo que encender la chimenea!

Vi que se dirigía hacia la casa, en lugar de al cobertizo donde tenía la leña. Notó que yo miraba hacia allí:

-          Ya metí algunos troncos uno por uno. Lo que necesito es que me ayude a encender. Con esta mano, me cuesta mucho.

Entramos en la casa, directamente a una sala que parecía no haber sido reformada nunca: el suelo era irregular, las paredes oscurecidas por el humo. Los muebles, viejos y desvencijados: tan solo unas estanterías, colgadas de la pared con una pequeña televisión y una radio antigua, una gran alacena, cargada de cacharros, una mesa de comedor con cuatro sillas, y una vieja mecedora frente a la televisión. Un pequeño pasillo daba a una escalera que bajaba y, a su derecha, una puerta de madera y cristales esmerilados dejaba entrever una pequeña cocina. Sin embargo la estufa era relativamente nueva, de metal, con una puerta de cristal. Se quitó la boina e intentó quitarse la zamarra, pero no era capaz. Le ayudé a hacerlo.

-          Al caerme apoyé las manos en el suelo: la derecha me la rompí y la izquierda la tengo medio dislocada. Me duele más que la otra, y después de traer la leña…, no puedo ni abrir la puerta de la estufa.

El fuego estaba apagándose. Lo alimenté y enseguida las llamas se levantaron.

-          ¡Gracias, hombre! Lo he visto por aquí algunas veces, pero no es del pueblo ¿verdad?

-          No, hace dos años compré una casa aquí.

-          ¿Qué casa?

-          Una que está en la calle de la presa, la que tiene un arco en la entrada.

-          Esa era la de Alonso, el pastor. Hace mucho que murió…

-          Sí, se la compré a sus hijos.

-          ¿Quiere tomar un vino?

No quise hacerle un desprecio y asentí con la cabeza. Me di cuenta, además, de que agradecía la compañía.

-          Sírvase usted mismo. Está en la alacena. No sé si siquiera podré sostener la botella. Debajo hay chorizo, jamón y queso. Y pan…

-          No hace falta. Con el vino, vale.

-          ¡Venga, hombre! Así ya va cenao pa casa.

Cogí la frasca de vino y dos vasos. Saqué las viandas, corté unas rodajas de chorizo y unos trozos de queso y extendí unas lonchas de jamón envueltas en un papel grasiento. Él miró mi mascarilla:

-          Puede quitarse el chisme ese. Yo no le voy a contagiar: no he salido de aquí. La comida me la trae un chaval de la tienda. Y no tenga miedo de contagiarme a mí: si me muero, acabo ya de una puta vez con esta mierda de dolores.

-          ¡No diga eso!

Nos pusimos a comer y el vino le animó a hablar. Me preguntó por mi vida: le conté que era divorciado con dos hijos adolescentes. Él me dijo que su mujer había muerto hacía seis años y que no habían tenido hijos. Vivía solo desde entonces y no había echado de menos la compañía, pero la caída le “había jodido” del todo. Aparte de los brazos, tenía contusiones por todo el cuerpo y la cadera le dolía a rabiar: por eso cojeaba tanto. Iba a cumplir 80 años, le dije que nos los aparentaba (era verdad). Me contestó que todavía estaba fuerte hasta “la puta mala suerte de caerse”.

Cada vez estaba más charlatán y yo más achispado por el vino. Habíamos dado cuenta ya de una frasca entera y me pidió que cogiera otra. Me contó casi toda su vida: había sido el herrero del pueblo y, cuando este oficio dejó de necesitarse, se dedicó a la chatarra: un oficio duro, pero que daba sus buenas pesetas. Me dijo orgulloso que no se había retirado hasta que su mujer murió cuando él tenía 73 años, “¡y levantaba más peso que cualquier joven del pueblo!”

El tiempo fue pasando entre risas e historias y ni siquiera nos habíamos percatado de que la nieve estaba cayendo con fuerza. Estábamos bastante borrachos, pero yo todavía podía controlar más o menos. El viejo estaba medio adormilado y apenas se sujetaba en la silla. Pensé que no podía dejarlo así.