Un nueve de diciembre...

Un hermano de cierta hermandad de Caridad, encuentra algo inesperado: Miguel.

Un nueve de diciembre

Paseaba yo por el Barrio de Santa Cruz muy de mañana dirigiéndome al Mesón del Laurel, donde tomaba mi desayuno cada día, bajando por la calle Vida con paso lento y embozado con mi capa, cuando vi en un portal un cuerpo yaciente. Me acerqué a él y, sin tocarlo, le dije: «¡Hermano! ¿Estás bien?».

Volvió su rostro quitando la manta que le cubría. Era un joven de belleza como la de los ángeles y quise ayudarle.

Miré a mi alrededor, pero a aquellas horas y en aquellas calles, no había montura donde llevarlo. Recordé entonces las palabras del Venerable Mañara, que, siendo muy rico, decidió entregar su vida a los pobres:

«Reunido estaba el cabildo y tratados algunos asuntos, cuando el secretario anunció que daría lectura a un documento entregado por el Hermano Mayor de la Hermandad de la Santísima Caridad. Todos callaron ¿Qué se diría en aquél papel?»

Este hombre, que no es ya santo porque la Iglesia es como una tortuga que, a veces, vuela como conejo, me inspiró. Me acerqué al menesteroso y lo acaricié. Me miró sonriente y levantó un poco su cabeza. «¿Cómo te llevo?».

Recordé que Mañara consideraba a estos pobres menesterosos como sus «dueños y señores» y así leyó el secretario:

- Cuide el hermano de saber su achaque y con entrañas de padre lo socorra en su aflicción, y luego busque en qué traerlo a nuestra Casa y, si no lo hallare, acuérdese que debajo de aquellos trapos está Cristo pobre, su Dios y Señor y cogiéndolo a cuestas, tráigalo a esta Santa Casa. Y bienaventurado él si tal le sucediese .

Busqué a alguien que me ayudase, pero era muy temprano y todos dormían. De esta forma, pensé en no ir a desayunar, sino en cogerlo en mis brazos y llevarlo a mi propia casa, que lejos no estaba.

Aquel joven hombre me miró casi sin fuerzas y como moribundo. Me pareció que no tenía otra cosa que el resultado de haber bebido mucho y de haber pasado toda una noche echado sobre un frío escalón de mármol.

Lo cargué en mis brazos, lo llevé a casa y lo puse sentado cómodamente en un sillón hasta que su cuerpo reaccionase. Le di café caliente y comenzó a mirarme con asombro.

  • Amigo – le dije - ¿Qué hacías allí tirado toda la noche?

Me respondió con dificultad, pero sonriendo:

  • Mi amado me ha abandonado, hermano – contestó -; retiraos de mí, pues no soy más que un pecador.

  • Tu pecado no me importa – le dije -, sino tu vida.

  • Un rato necesitaría yo pasar en una buena cama caliente – dijo – y luego se vería mi suerte.

Lo llevé a mi cama, lo desnudé con cuidado y lo metí en ella. Pero me acosté a su lado para darle calor. Casi me dormía cuando sentí su mano sobre mi pecho. Esperé a ver lo que hacía hasta que comenzó a acariciarme. Me volví hacia él y lo abracé. Poco después nos besábamos y acariciábamos como si nos conociésemos de mucho tiempo. Y el destino nos llevó a encajar nuestros cuerpos como amantes.

  • Descansaremos un buen rato – le dije -, pero necesitas un baño caliente.

  • ¿Me lo darás tú, hermano? – preguntó mirándome fijamente -.

  • Yo he de dártelo – contesté – y no volverás a la calle hasta que te repongas.

  • Quizá – me dijo -, a tu lado me repondría en un día; pero no quisiera que me abandonases.

  • Nadie te va a abandonar, amado – le acaricié los cabellos -; olvida ahora lo pasado y vive el presente.

Miré bajo las sábanas su cuerpo y era tan perfecto, que no pude comprender cómo alguien le podía haber abandonado.

Sería ya el medio día cuando lo levanté y lo sumergí en un baño de agua caliente. Lo enjaboné y acaricié su pelo mientras lo besaba. Le ayudé a salir del baño más tarde y lo envolví en una suave toalla. No decía nada. Me miraba asombrado.

  • Ahora ya es hora de tomar un buen desayuno – le dije y lo llevé a una mesa preparada para ello -; alimenta tu cuerpo, que lo necesita.

Y al oír estas palabras, se levantó despacio, se acercó a mí y me acarició el rostro con dulzura. Luego, se puso de rodillas como postrado, abrió mi albornoz y comenzó a besarme y a acariciarme hasta que noté que metía mi miembro en su boca.

  • Come primero algo de alimento – le dije -, luego te dejaré hacer lo que tú quieras.

  • ¿Antes de echarme a la calle? – dijo con tristeza -; prefiero hacerlo ahora.

  • Te equivocas, amigo amado – le dije -; ni tu nombre sé y te doy mi casa. No voy a abandonarte. Eres de rostro angelical y cuerpo perfecto ¿De dónde has salido?

  • ¿Eso importa? – me contestó sonriendo desde abajo -. Me llamo Miguel y te debo la vida. ¡Tómala para ti, si la quieres!

  • Come ahora un poco – le dije -, lo necesitas, pero te prometo que Marcos y Miguel seguirán juntos cuanto tiempo quieran. No te voy a dejar. Pienso que Dios me ha enviado a un ángel que va a sacarme de mi soledad.

Me miró asombrado y volvió a sentarse sin dejar de mirarme.

  • Dios hace milagros hasta con nosotros, los pecadores.