Un momento (VI)

Sexta entrega

UN MOMENTO (6)

Diez años probablemente desde la última vez que subí al tren. Eso calculo mientras profundizo en el vagón, después de dejar mi coche en el taller y mientras memorizo las cinco estaciones que durará el trayecto. De pie, apoyado en una barra horizontal instalada casi caprichosamente, observo cómo los trenes se transformaron con el tiempo en réplicas de los vagones del metro de la capital. Sin rastro de la calefacción a ras de suelo disfrazada de rodapié, de los ventanales que podían abrirse, de los asientos rojos rellenos con espuma, de aquél pasillo central a través del cual percibías los olores y perfumes de la gente que transitaba necesariamente por él.

Intuyo perfectamente a los viajeros habituales. Posturas asimiladas, miradas vacías a través de las ventanas, semblantes concentrados en un libro, una revista de pasatiempos o simplemente el móvil. Pocas conversaciones, quizá los integrantes de una misma oficina que comentan brevemente cualquier tontería hiriente o inocua sin mirarse siquiera a la cara.

En cambio, tú eres como yo, nueva en este medio. Cuando subiste, en la estación siguiente, ví cómo apoyabas tu hombro al lado de la puerta de entrada y escrutabas con mirada vergonzosa a tus aleatorios compañeros de viaje. Usas botas por encima del tobillo, negras pero sin tacón, desprovistas de artificio. De manera discreta, cruzas tu pierna derecha por delante de la izquierda de manera que los empeines se acaricien. Tus vaqueros, ceñidos con un cinturón ancho de hebilla redonda, revelan que no saliste sin mirarte en el espejo. Sabes lo que te sienta bien.

Llevas una bolsa de cuero marrón colgada a través del cuello y que aprisionas con la mano contra el hueso de tu cadera, ese hueso que se adivina suavemente saliente, pues la camiseta granate no llega a ocultarte toda la piel. Otro aspecto sin duda estudiado. En dos dedos de una de tus manos resaltan dos anillos plateados, anchos y planos, quizá sin más valor que el abalorio. La tira de la bolsa cruza el valle de tus pechos, que se auguran generosos. Pienso en la más que improbable posibilidad de poderlos ver. Si frecuentas las playas de la zona, los habrás exhibido mil veces, y sólo quizá yo estuviera presente en alguna. Pero no es lo mismo.

El tren se para, te sorprende el último e impensado frenazo en seco. Dominas la vertical pero sin que tu rostro refleje siquiera perplejidad. Una rápida mirada alrededor basta para restablecer tu seguridad.

Tu cabello se ondula sin urgencias y desordenado sobre tus hombros, mientras una ancha onda negra se desparrama sobre una de tus cejas, que observo que se arquean para dar a tus ojos un falso aire dulce de desamparo. Diría que cuando lloras, si lo haces, con esos ojos oscuros suavemente alargados, tus lágrimas se vierten por la parte exterior de tus mejillas. Tus labios se mantienen en un casi impreceptible rictus, como si odiaras dos mitades iguales. La mandíbula es afilada pero firme y la rectitud de tu nariz evoca prudencia. Estarás cerca, aunque seguramente no llegas a los treinta, pero no parece que vivas en ningún estado de pánico por eso, estás dejando que el tiempo pase sin hacerte caso. Tampoco pareces a disgusto con tu escaso metro sesenta. Miras a la gente sin alzar los ojos y no te importa perder más altura apoyándote en esa entrada. Siento una estúpida urgencia cuando llega la tercera estación de mi lista. Y mis ojos se disfrazan de súplica velada deseando que aún no te bajes. Esta vez te incorporas para evitar el frenazo pero no bajas.

El capazo de una mujer que se suma al vagón precipitadamente te golpea la mano que sostiene tu bolsa de cuero y frunces el ceño, más lamentando tu suerte que indignada. Cuando el tren reinicia su marcha, recuperas tu apoyo de hombro, bajas ligeramente la cabeza y dedicas unos segundos a masajear con tus labios el dorso de tu mano. Tu mirada se levanta de improviso mientras dura el gesto y se topa con mi discriminada atención. Un pozo oscuro nadando en un mar blanco que es capaz de clavar aguijones dulces a mucha distancia me apunta. El otro permanece oculto detrás del cabello, pero al acecho sin duda. Desciendes tu mano hasta la bolsa, levantas de nuevo el cuello y un pequeño gesto de tu ceja acompaña una sonrisa estrecha y cómplice. Sonrío tímidamente pero sin vergüenza, y después giras el cuello sin esfuerzo para ver cómo el bosque circula frenético a través de la ventanilla. Cuando fijas la vista en un punto indeterminado delante tuyo, dejas que el suave vaivén de la marcha haga mecer tu tronco lánguidamente, y que tu cabeza se balancee lenta y perezosa.

El tren inicia un descenso progresivo en la velocidad y esta vez sí. Te aferras al pasamano del lado de la puerta y te sitúas en posición para bajarte. Miras misteriosamente al suelo, como si un cansancio incomprensible te hubiera vencido de golpe. La cinta de tu bolsa atraviesa una espalda firme que se afina perceptiblemente conforme se aproxima a la cintura. Aún manteniendo los dos pies en el suelo, apoyas todo tu peso en una de tus piernas y tu culo se dibuja como esculpido en tus finos vaqueros, orgulloso y altivo, acostumbrado a entrar en el juego.

El tren deriva lentamente en la estación y se detiene finalmente con un chirrido aparentemente innecesario. Se abre un paisaje con viejos árboles nudosos, desnudos por el acoso invernal, y un aparcamiento sin asfaltar detrás de la estación. Las casas, sencillos bloques de dos pisos, se alinean en un tranquilo y soleado tercer plano. El sonido de las puertas al abrirse me acelera involuntariamente el pulso. Antes de bajar, giras lentamente la cabeza, haces el justo esfuerzo para que nuestros ojos coincidan un instante y para que vea tu quieta sonrisa. Cuando tu mano se suelta del asidero, con tu mirada ya concentrada en metas desconocidas, los dedos ensayan una pequeña despedida en el aire, como una pequeña onda en el cielo dibujada por cuatro pájaros. Atañes el andén con facilidad y desapareces en la misma dirección en que llegamos. Me concentro en la siguiente parada. Es la mía.