Un momento (IV)

Cuarto episodio de la serie

UN MOMENTO (4)

Tus pasos son decididos, pero la goma de las deportivas ahogan el deseo de revelarte de las brillantes baldosas del informe pasillo del aeropuerto. Hoy no te vestiste para gustar, sino para dejar descansar el cuerpo en la incómoda butaca de cualquier avión. Seguro que reservaste ese momento para cuando, en el destino, te puedas dar una ducha caliente mientras alguien te espera pacientemente muy cerca. Tus ojos azulados con un pequeño tinte verde y el rictus de tus labios me dicen que no vuelves, sino que vas.

Las pequeñas cortinillas de tu flequillo acarician tus discretas orejas mientras que has forzado el resto de tu lacio pelo negro a obedecer a una cola de caballo. Ni rastro de gafas de sol. Las finas rayas verticales de tu camiseta de tirantes se sumergen abruptamente sobre tus pechos. El gesto de cargar tu bolsa de viaje en la espalda me permite observar que la depilación de las axilas no es de hoy ni de ayer. Por encima de tus pechos descansa un amuleto del cual sólo tú, seguro, conoces el significado. Decides pararte en medio del pasillo para encararte a una pantalla anunciadora de vuelos. Aprovechas para frotar distraídamente el empeine de un pie en los gemelos de la otra pierna. Tus vaqueros son ajustados, llevas un bulto en cada uno de los bolsillos posteriores. El móvil y el tabaco.

Descansas el pulgar de tu mano libre entre la nariz recta y el labio tímido sin quitar la vista de la pantalla. Inocentemente, ese dedo recorre el pómulo para ir a ocultarse detrás de la oreja. Ahí se entretiene un largo momento. Tu cuello se arquea imperceptiblemente como si pudiera escaparse un beso de la nada. Un placer inconsciente.

En un segundo que has escogido tú y sólo tú, resuelves reanudar tus pasos, que te acercan a mí a una velocidad espantosa. Siento que dentro de nada todo habrá terminado. Permanezco sentado en una de esas filas de sillas encadenadas a lado y lado de ese pasillo, mi ordenador portátil en precario equilibrio sobre mis muslos.

Cuando vas llegando a mi altura, tuerces ligeramente el labio en un atisbo de sonrisa sardónica, y sin rubor alguno, diriges tu mirada directamente sobre mí mientras abres una sonrisa casi de reconocimiento, como si te supieras consciente de mi estudio. Mi columna vertebral se electrifica por un momento mientras tu cuello se divide entre dirigirme tu mirada y continuar tu camino. Tus labios mantienen esa sonrisa y tus ojos me indican que quizá tu destino es Londres, quizá Berlín, quizá Amsterdam.

Mis dedos se paralizan mientras tu andar se dirige al inexistente final de la galería. Cien testigos mudos de tu silencio. Del paso de la belleza.