Un momento (II)

Segunda entrega de esta seria

UN MOMENTO -II-

Rayo de sol. El primero. Filtrado por las ramas del almendro que un día planté a tres metros de mi cama. No sé porqué lo hice, sólo que no me he arrepentido. Luz suficiente para sacarme del sueño más profundo, luz incapaz de despertarme. Me muevo tímidamente para notar la temperatura bajo la sábana fresca. Me invita a no abrir los ojos.

Huelo tu cabello, Como siempre, descansas de lado, de espaldas a mí, invitándome a acoplarme por detrás en un abrazo relajado, ese que tantas veces nos ha abierto las puertas al sueño.

Yaces desnuda, como yo. Antes no lo hacías, me explicaste. Fue compartiendo mi cama que decidiste no renunciar al contacto piel con piel. Reconociste el significado de mi sonrisa cuando te lo conté. Silencio y un beso. Tu mejor respuesta.

Me maravilla el olor de tu cabello, nunca entendí cómo desafía a las horas, los días y las noches. Olor permanente a hierbas secas. Me acerco, recojo tu espesa melena negra entre tres dedos y hundo mi nariz en ella.

Mis pensamientos vagan por escenas de la noche anterior. Nunca te lo he contado, pero me gusta que coincidamos en el momento de acostarnos. Y nunca te conté porqué soy tan rápido en meterme en la cama.

Me gusta estar en la cama, aparentemente distraído, cuando empiezas a desnudarte, en el vestidor, desde donde te veo. Tu naturalidad, tu rutina, tu despreocupación chocan con la excepcionalidad de un momento esperado para mí. Soy testigo de esa maravilla diaria.

Tus deportivas salen con dos gestos rápidos de tus pies, poniendo uno delante del otro. Quedan aparcadas de manera poco simétrica en el suelo, pero siempre en el mismo ángulo, de manera sorprendente, tocando casi al zócalo. Nunca te inclinas para sacarte los calcetines. Doblas la rodilla y una suave inclinación de tu cuerpo hace que con un estirón de tu mano esa prenda vuele hacia el cesto. Uno detrás de otro. Después, sin pensarlo, mientras te sacas tu jersey o camiseta, mueves discretamente los dedos de los pies para liberarlos de todo el día. Parecen agradecer el contacto frío y seco del suelo de madera. Tu pelo negro, liso y brillante, se recoge ordenadamente y se desparrama en cascada cuando la camiseta sale definitivamente y libera tu torso. Sueles pasar tus manos por tu estómago, debajo del sostén, del centro hacia fuera, como asegurándote de su suavidad.

Un movimiento maestro, con las manos detrás, destensa ese sujetador para liberar tus más que generosos pechos. No sueles tocarlos. Aún cuando estás de espaldas, puedo ver claramente esa curva que se pierde en el horizonte de tu costado, a lado y lado, como dos puestas de sol simétricas, trémulas, sin fin, sin tiempo, que se repiten cada día, mágicamente.

Aún no te has inclinado. Pareces corresponder al orgullo que siento al ver cómo te desnudas. A veces, haces algún comentario, ese que ha quedado en el tintero mientras cenábamos. Me cuesta seguirlo, centrarme en su sentido. A veces debes creer que el contacto con las sábanas me ha atontado. Mi sonrisa es de disculpa.

Los vaqueros o tus pantalones de bolsillos son el siguiente objetivo. Ahí sí te inclinas un poco, no demasiado, justo para coger la pernera y estirar. Tu culo asoma desprovisto de protección, solo con tu tanga, tu inevitable tanga. Pienso en las noches que paso adosado a ese culo, abrazándote desde detrás, en los juegos en los que lo incluimos, en tu capacidad para gozar de él, en esa mirada tan especial, cómplice y generosa, con la cual me miras mientras te penetro esa joya.

Siempre desapareces en ese momento. Al baño. Ángulo ciego más allá de la puerta, que nunca cierras. Mis percepciones se vuelven sonoras. Pero las alimento con imágenes vividas. Oigo cómo orinas, te recuerdo inexpresiva mientras lo haces... cuando se me ocurre decirte algo en ese momento, sueles sonreír casi con sorpresa, como si te hubiera arrebatado de tu mundo. Evoco el gesto de limpiarte, ese desperdicio de papel higiénico que nunca me he atrevido a criticar en serio. Casi oigo el contacto de tus manos mientras te aplicas tus cosméticos, tu respiración es larga, casi llegas al suspiro. Es tu momento, en el que cada día te interrogas sin testigos.

Sólo con tu tanga, siempre ajustado, sin estridencias ni adornos, te acercas a la cama, donde te paras y procedes a sacarte el reloj de la muñeca, único abalorio que luces, mientras con la mirada me comunicas el resultado de tu interrogatorio. Nunca lo explicitamos, pero sabemos que es así. Suelo decirte sólo una palabra entonces (guapa, mi niña, preciosa,...) o sonrío sin despegar mi cara de la almohada. Te sirve. Me hace feliz.

Una inclinación, siempre de cara a mí, sirve para despojarte de tu tanga. Nunca te he preguntado porqué lo haces allí, porqué esa prenda queda separada siempre del resto de tu ropa. Si algún día sale el tema, te diré que no me importa la razón. Me gusta que sea así.

Cuando te incorporas, siempre una mano acaricia en vertical, de abajo a arriba, esa fina línea de pelo que salvaste del láser. Ese vago, fino y agudo triángulo que señala tus labios, visibles desde delante, compactos, carnosos, resguardados pero nada ausentes.

Siempre guardas otra sonrisa para ese momento, antes de adelantar una rodilla y entrar en la cama recostándote de lado, siempre de frente. Nunca te sientas en la cama. Nunca entras de espaldas. Tampoco te lo he dicho nunca, pero me gusta que te acuestes sin que perdamos contacto visual. Eres tú y soy yo. Compartimos eso. Nos lo decimos en cada ocasión, a los ojos.

Nunca ahorras entonces una caricia, un beso, un halago. Cualquier contacto electrifica, satisface, llena. Me comentas divertida en ocasiones que si no hubiéramos hecho el amor antes en la cocina, o en el sofá, o en el porche, quizá pensarías seriamente en hacerlo en ese momento.

Respirando tu cabello, cuando abro los ojos, me doy cuenta que sopla un poco de viento fuera. Las ramas de almendro se balancean encima de tu rostro, tu hombro y tu brazo, aun relajados. Mi mano se desliza por tu cadera, sin presión alguna.

Sé que mientras me arregle, en el vestidor, después de la ducha, no sólo me regalarás tu inconsciencia. A veces respondes al ruido que genero con leves movimientos que dibujan tu belleza, la armonía de tu cuerpo, que a veces tan tercamente niegas para que desparrame mi devoción por mi boca. A veces, un pájaro pasa de rama a rama en el almendro y te recorre el cuerpo, ya parcialmente descubierto.

Cuando salga de casa, depositaré un beso en tu frente, donde pueda, deseando que esa noche vuelvas a estar allí, vuelvas a desnudarte para mí, casi sin querer.