Un momento (5)

Otra pieza

UN MOMENTO (5)

Te veo por primera vez en cuclillas, con los talones pegados a tus nalgas, y tu cabello largo y rubio, cortado en diagonal, rozando levemente tus mejillas. Llevas una chaquetilla verde oscuro sobre una camiseta blanca y pantalones de tela negros, ajustados, por encima del cual se asoma una fina tira gris. No te gusta que te vean de cualquier manera. Zapatos discretos. Escoges un paquete de harina con cierta desgana y te levantas sin relajar la mueca que cierra tus labios. Empujas el carrito metálico del supermercado con la mirada en los estantes, pero pareces ver más allá. Tus pasos son lentos, pausados, casi arrastrados, serenos, y mueves de manera leve y lateral tu mandíbula, haces como si no te importara encontrar lo que buscas. Tus ojos oscuros te protegen, y tu nariz recta y orgullosa, tu cuello estrecho y tus manos hablan de no rendirse, de añorar algo remoto, quién sabe si en tiempo o en distancia. Mientras tanto, los productos caen ordenados en el carro y recuestas tus brazos en la barra de sujeción mientras no dejas de andar. Giras el cuello, fijas tu vista en cualquier producto como si lo odiaras, y lo recoges como si tú no fueras a probarlo.

Tu calma perezosa evoca que quizá no quieras regresar, no sé a dónde. Te mantienes obstinadamente ajena a lo que te rodea, y cuando tu carro está a punto de tropezar con una reponedora agachada, maniobras sin frenarte, sin demostrar molestia, y terminas el pasillo para recorrer el siguiente como si en ese momento fuera inevitable. ¿De dónde procede tu hastío?

Casi puedo oler tus cabellos cuando me sitúo detrás tuyo en la caja. Tus dedos tamborilean impacientes en tu muslo y repentinamente sacudes la cabeza para dejar tu cabello detrás. Asoma por medio segundo un pequeño

kanji

tatuado en tu nuca. Ilusión que casi nunca debes ver. De cerca, observo que tus uñas llevan un esmalte transparente y que los labios tampoco han visto resaltado su color natural. En la mano izquierda, un pequeño aro de oro se balancea en tu huesudo dedo. Está un poco suelto, como si te quemara.

Sacas tu tarjeta de crédito con movimientos discretos, de un gran monedero que examinaría enfermizamente, y miras durante medio segundo al techo sin atisbo de súplica, casi irritada. Tu voz trata de ser impersonal con la cajera, quizá en respuesta al tono mecánico y pretendidamente amable con el que te habla.

Me sitúo a tu lado para embolsar mi compra mientras te atareas con la tuya. Como siempre, me cuesta abrir la bolsa de plástico prensada. Un movimiento rápido de tu mano me la arrebata sin violencia, la abre sin crispación y una sonrisa me la devuelve abierta. Con un susurro tenue, me comentas que esas bolsas son muy difíciles de abrir. Tenía yo razón. Siempre quisiste más que lo que te quisieron.