Un mal día
Marina llevaba un día de perros. Aún quedaba lo mejor por llegar.
Todo había empezado mal.
Se había dormido, había tenido que correr para llegar al trabajo, y aún así lo hizo tarde. La jornada laboral trajo consigo una concatenación de problemas que la habían obligado a salir mucho más tarde de lo habitual de la oficina, perdiendo la oportunidad de regresar en el coche compartido.
El otoño había llegado por fin, y la brisa era fría. Su vestimenta era suficiente para la media tarde, pero tenía frío. No soportaba el frío, y decidió correr hasta la parada del autobús. El display indicaba que aún le quedaban unos veinte minutos de espera, y agradeció que la mujer que esperaba estuviera ocupada con su teléfono para no tener que forzar una conversación.
Repasó mentalmente el día, y se le dibujó una media sonrisa sarcástica. Todo era culpa suya. La noche anterior, debería haber parado en el segundo ron. Pero la interminable perorata de Alicia, con los detallados hasta el infinito problemas conyugales que a Marina poco o nada le importaban, la habían arrastrado a la espiral líquida del consuelo. Sonrió abiertamente concluyendo en que se lo había ganado: el karma se había cobrado su deuda. Ahora, en paz.
Llegó el autobús y subió rápidamente. Le quedaba un largo trayecto y quería sentarse. Estaba cansada. Pero era uno de esos autobuses pensados para viajeros, con pocas plazas, y caminó hacia el final, sorteando el pasillo hasta la plataforma de la parte de atrás. Los pasajeros, sin amontonarse, ocupaban todo el espacio, y no pudo apoyarse en ninguna ventana, como solía hacer. Se sujetó a una de las agarraderas que colgaban del techo, y miró por la ventana de atrás. El autobús arrancó, y notó la sacudida, que vino acompañada de la presión de otra persona también sacudida por el arranque.
Pasó la primera parada, y volvió la sacudida del arranque. Otra vez la sacudida, y otra vez la presión del otro viajero empujando. Esta vez, más tiempo del normal. Marina se giró extrañada, con la intención de reprobar con la mirada, y se encontró a un hombre maduro, de unos 55 a 60 años, sin ningún atractivo, una persona anodina y con algo de sobrepeso, que la miraba directamente a los ojos sin ninguna expresión. Marina estaba abriendo la boca para pedirle más control con los arranques, cuando el hombre se acercó a ella mucho más de lo socialmente permitido y, pegado a su cara, habló sin siquiera bajar la voz:
- Te gusta, zorra.
Marina se quedó petrificada. Se giró de inmediato dándole la espalda, y el hombre se pegó a ella. Sentía su cuerpo pegado al suyo, y la voz junto a su oído:
- Sé que te gusta. Te gusta calentar pollas. Te gusta sentirlas.
Marina no podía creer lo que estaba pasando. Miró a su alrededor, y casi todos los pasajeros estaban pendientes de sus teléfonos, algunos dormitaban sentados, otros miraban por las ventanillas... No cruzó su mirada con nadie. El hombre seguía pegado a ella, y seguía hablándole:
- Eres una cerda. Estás deseando que te toque. Y voy a hacerlo.
Marina dio un respingo, pero el hombre la empujó contra la ventana. La aprisionó con su cuerpo, y notó una mano en su cintura. No sabía porqué, pero no quería gritar. La mano subió por sus vaqueros, y cuando llegó a la cintura, entró por debajo del fino jersey. Estaba fría, pero Marina quería que siguiera. Con rapidez, recorrió su vientre, el torso, y se metió violentamente en su sujetador. Buscó un pezón, estiró con fuerza, y sacó el pecho por encima del sujetador con brusquedad. Rápidamente, repitió la operación con el otro pecho.
- Tienes los pezones duros, cerda. Lo estabas deseando.
Los pezones se marcaban escandalosamente bajo el jersey, incluso transparentaban ligeramente. El hombre la sujetaba por la cintura, y la balanceaba pegada a la ventana posterior del autobús. El vehículo se paró, debía ser un semáforo, y Marina podía ver perfectamente al conductor del coche que seguía detrás. El hombre empezó a magrear los pechos de Marina con las dos manos, apretando, girando, subiéndolos y bajándolos independientemente, hasta que se dio cuenta que el conductor les miraba anonadado.
- Vamos a darle su premio, zorra.
Levantó el jersey, y Marina vio la sonrisa del conductor, y la del conductor del coche que estaba a su lado.
- Ofréceles tus tetas, cerda.
Marina estaba hipnotizada. Excitada. Sacó los pechos todo lo que pudo del sujetador mientras el hombre aguantaba el jersey. Los pegó a la ventanilla, y se recostó algo sobre el hombre para que la tocara. Él atrapó los pezones y los pellizcó. Los estiró. Los retorció. Marina gimió echando la cabeza atrás, y pudo ver cómo el conductor de atrás se tocaba entre las piernas. El hombre magreaba duro, y ella estaba muy excitada. El autobús arrancó de nuevo, y el hombre tapó su torso con el jersey.
- Sigamos jugando, cerda.
Marina estaba muy caliente. Deseando sentir las manos. Pero el hombre se separó ligeramente y notó una presión entre sus nalgas. No era una polla. No daba calor. El hombre volvió a hablar:
- Tienes suerte, como no ha llovido, está seco.
Marina no entendió nada, pero de inmediato sintió algo rígido, con un tacto extraño, en su cintura, entrando en los vaqueros por detrás, bajando por encima de sus bragas.
- Vas muy estrecha, zorra, vamos a arreglar esto.
El hombre la rodeó con sus brazos, y desabrochó los vaqueros. Bajó la cremallera. El objeto la rodeó y llegó a su vientre. Era un paraguas plegable. Lo metió en sus bragas.
- Ahora vas a mojar mi paraguas, cerda.
El hombre empujó, y acabó teniendo el paraguas entre sus piernas. Lo movió con fuerza, rápidamente, y cuando la frotaba con el cierre rugoso, Marina quería gemir. El hombre rió en su oído y le destapó de nuevo los pechos. Quería correrse. Quería que siguiera hasta llegar al orgasmo, pero el hombre paró.
- Mira cómo te has puesto, puta. Lo sabía. Bajamos en la próxima.
Marina flotaba. No sabía ni entendía nada de lo que estaba pasando, pero siguió al hombre cuando salió del autobús. Estaban en el centro, a unas 5 paradas de casa de Marina, y ella iba a hablar cuando el le dijo:
- Esa calle.
Se adentraron en una calle estrecha, de un solo sentido de circulación, con dos bares a la vista. Caminaban por la acera, y llegaron junto a un grupo de contenedores de basura. Él se detuvo, y la hizo bajar de la acera, junto a los contenedores. Le cogió el bolso y lo giró hasta que quedó colgando por la espalda. Le levantó el jersey, y se lo pasó por detrás de la cabeza, dejando su torso y su vientre totalmente descubiertos.
- Así me gustas, puta, enseñando.
Volvió a magrearla y le abofeteó los pechos, los hizo bailar. Marina se apoyaba ligeramente con la espalda en uno de los contenedores, elevando su torso, ofreciéndose, disfrutando. En uno de los dos bares, los clientes fumaban en la calle, y Marina intuía la presencia de otras personas, pero no le importaba. Quería correrse. El resto le daba igual. El hombre paró de repente, y se le dibujó una sonrisa.
- Ahora vas a cenar.
La arrodilló estirándole del pelo con fuerza y la enfrentó a su ingle. Le aplastó la cabeza contra ella.
- Sácala y come, cerda.
Marina desabrochó a toda prisa el cinturón y los pantalones, sacó la polla, aún flácida, y empezó a mamar. De rodillas, con las tetas al aire, sujetaba la polla con una mano mientras se apoyaba en la pierna del hombre con la otra. Mamaba el glande, succionaba, y lamía de arriba a abajo mientras masturbaba con fuerza. En segundos, la dureza creció en su boca, y ella mamaba desesperada, cambiando el ritmo y dedicándose al glande. En un momento dado, el hombre la detuvo.
- Las manos a la espalda.
Marina obedeció, y el hombre se agarró a su pelo, a la parte posterior de su cabeza, y empezó a embestirla. La primera embestida le regaló la primera arcada. El hombre empujaba duro, muy duro, aunque con un ritmo relativamente razonable. Cuando pensaba que empezaba a acompasarse, él se detuvo llenando su boca, empujando hacia la garganta, sin dejarla respirar. Fueron unos largos segundos que la llenaron de lágrimas, y luego vuelta a empezar. Notaba la irritación en la garganta, pero el hombre no cejaba. Empujaba, bombeaba, estiraba de su pelo para llegar más lejos en su prospección, y no paraba.
Sintió palpitar la polla. Llegaba la corrida. El hombre aceleró el ritmo, y de repente salió de su boca, agarrándola del pelo, y esparciendo en su cara el resultado del esfuerzo. Marina respiraba agitada, igual que el hombre, que de inmediato se recompuso y arregló su ropa. Ella seguía de rodillas, semidesnuda, impávida, esperando.
- Cerda hambrienta. La próxima vez tal vez te deje beber.
Marina intentó incorporarse, pero el hombre la obligó a permanecer arrodillada.
- Bájate los pantalones.
Ella obedeció y bajó hasta medio muslo. Él se agachó y los bajó hasta las rodillas, e hizo lo mismo con las bragas. La dejó arrodillada y expuesta. Y entonces la hizo levantarse.
- Apóyate en el coche.
Marina se apoyó de espaldas en el coche que estaba junto al contenedor, y él se agachó para bajarle más los pantalones y las bragas. Cuando lo hubo hecho, la empujó, estirándola sobre el capó del coche de espaldas. La tocó entre las piernas, frotando su mano.
- Mira qué cerda estás... Empaparías cualquier cosa...
Riendo, se giró y cogío algo de entre la basura. Ella sintió el azote en sus labios con placer, luego un par más, tal vez era una varita o algo parecido... Abrió las piernas todo lo que pudo y se estiró sobre el capó. El empezó a azotarle los pezones, y entonces vio lo que era... ¡¡Una escobilla de váter!! Estaba horrorizada, pero muy excitada a la vez, y él seguía azotando sus pezones mientras la insultaba...
De repente paró y sonrió. Bajó la escobilla y le pasó por el coño húmedo el cepillo rasposo, sonriendo.
- Esto es lo único que vas a tener, cerda.
Le rascaba duro el coño, y ella abría las piernas. Le quemaba, pero le gustaba. Lo deseaba. Él paró y partió el mango de la escobilla. Seguía rascando su coño, y escupió en la otra mitad. Busco su ano y empujó. Marina no se lo esperaba, y gimió de dolor. Él empujó más fuerte.
- Ábrete, cerda, siéntelo.
Empezó a follarle el culo, raspando, y se lo dejó dentro. Se dedicó al coño con violencia, rascando su clítoris con presión. Marina estaba cerca del orgasmo cuando vio que dos hombres les miraban a unos metros y sintió el terror nacer en su interior con un latigazo de realidad. El hombre se giró tranquilamente y les hizo una señal para que se acercaran. De un tirón, arrancó los pantalones que se llevaron los zapatos en su camino, y Marina quedó prácticamente desnuda.
- Abre las piernas, cerda.
Marina estaba paralizada, no podía moverse, pero el bofetón del hombre la hizo reaccionar. Le cruzó la cara exigiendo que abriera las piernas, y ella obedeció. Los hombres estaban junto a ellos y él seguía frotándole el coño con el cepillo de la escobilla, mirando a los hombres y sonriendo. Ella recuperó la excitación, y volvió el placer, la espera del orgasmo. Él sacó de un tirón el trozo de mango que tenía en el culo, y se giró hacia los hombres.
- Este culo tiene hambre.
Los hombres sonrieron. Estaban claramente excitados. Uno de ellos ya tocaba los pechos de Marina sin ningún miramiento. El hombre paró de frotar el coño y le ofreció el cepillo a uno de los otros dos. Éste hizo ademán de negarse, y el hombre le abrió las piernas de Marina.
- Úsala.
Marina intentó incorporarse horrorizada, pero el hombre que tocaba sus pechos la empujó hacia atrás y subió al capó del coche. En unos segundos estaba sobre ella de rodillas, sentado sobre sus tetas, moviéndose sobre ellas, abriéndose la cremallera del pantalón. Marina empezó a gritar, pero el hombre, que vigilaba, le cruzó la cara de nuevo y le habló al oído.
- Disfrútalo, cerda.
Marina giró la cabeza y le miró furiosa, pero el hombre que estaba sobre ella la agarró por la nariz, tapando su respiración, y la obligo a girarse. Al abrir la boca para coger aire, una polla la invadió violentamente. Al mismo tiempo, notó cómo le apoyaban la zona lumbar sobre algo blando, quizá ropa, y elevaban su cuerpo. Lo entendió cuando notó la presión en su ano y otra polla empujando para entrar.
Girando la cabeza, vio al hombre del autobús sacar su paraguas y abrirlo mientras se alejaba. Empezaba a llover.