Un maduro me hizo su puta sumisa
Este pasado 2013 me abrió las puertas a los terrenos de la dominación. Un machazo de tremendo rabo me folló la boca, me azotó con una fusta, me puso pinzas en las tetas... Conocí el dolor y el placer. Y me gusta
No se está dando nada mal este año, al menos en lo que a satisfacer mis necesidades de zorra se refiere. Cada vez me gusta más entregarme a los machos y dejad que me hagan su puta.
Con mis dos últimos amantes, en concreto, me he iniciado en los terrenos de la dominación, de la sumisión; en los terrenos de ese espacio entre el dolor y el placer. Uno de ellos -36 años, cuerpo duro, músculos marcados y 18 cm de verga- se pone loco viéndome en lencería, el otro, de quien voy a hablar ahora, prefiere tenerme desnudo. A los dos les conocí en el mismo chat gay, chat donde muy rara vez se establecen contactos.
Un lunes, a eso de las 11.30, había acabado con mis asuntos. Estaba en el centro de la ciudad y la calentura comenzó a apoderarse de mí. Entré en un cyber y, desde allí, en el chat gay. A los pocos minutos –cosa extraña- había entablado conversación con un macho de 59 años, 184cm y 90 kilos de peso. Me preguntó si era obediente y yo, animado por el morbo y el recuerdo de los azotes y bofetadas que me diera el de 36, contesté que sí. Su casa no estaba lejos y en media hora llegué.
El hombretón me esperaba en albornoz. Pidió que me desnudara. Cuando yo estaba en tanga, me apretó contra su pecho, tomó mi cabeza por la nuca y comenzó a comerme la boca. Yo, que además notaba un falo de considerables dimensiones en mi vientre, sentía cómo las oleadas de calor, de deseo, recorrían mi espalda, mis nalgas. Se despojó de la bata y se tumbó en la cama, con aquel pollón de 18 centímetros, gordo y cabezón, todo enhiesto. Un anillo de acero aprisionaba sus testículos rasurados haciéndolos más gordos y deseables. Me arrodillé ante la cama y mientras con la derecha aferraba aquel bastón de carne, con la izquierda y mi boca recorría su pecho, lamía su cuello y pezones, le besaba en la boca. No tarde mucho tiempo, sin embargo, en llevar mi boca golosa hasta su verga. La mano de mi hombre se posó en mi nuca. Una verga riquísima que yo no me cansaba de besar, lamer, meter y sacar de mi boca.
Fue entonces cuando empezó a descargar sus manos, grandes y fuertes, sobre mis nalgas. Sentí mi culo arder, sentí dolor; grité, gemí, intenté desasirme de su abrazo, escapar de los golpes: solo conseguí enardecerlo más y que los golpes fuesen más y más violentos. “Cállate, puta” –dijo- “has venido a esto; esto es lo que te gusta, zorra”. Y sí, yo notaba cómo aquellos azotes me excitaban, me hacían ponerme como una putita; jadeaba y esperaba inquieto que siguiera poniéndome las nalgas al rojo. Después de una buena serie, me dejé caer en la cama, boca abajo, sintiéndome zorra, caliente, preparada por los golpes para dejarle hacer.
Se colocó encima de mí, con el pollón enorme entre mis rojas nalgas, su boca besándome las orejas, el cuello. Sus manos se aferraron a mis pechos que manoseó, amasó. Sus dedos retorcieron mis pezones hasta hacerme aullar de dolor. Al macho no le gustó y se redoblaron los azotes en mis nalgas, solo que en esta ocasión utilizó una fusta… Con el calor y el dolor subían oleadas de placer; yo me retorcía ofreciéndome.
Me colocó boca arriba. Acarició mi vientre, mis muslos con su mano derecha a la vez que la izquierda seguía exprimiendo mis pezones, cada vez más grandes y doloridos. Me abofeteó, retorció mis pobres testículos. Me quitó el tanga… Una pena que no le gusté verme en lencería o con otros complementos que a mí, nada más vestirlos, me hacen sentirme como la más grande de las putas. A continuación, con unos cordones que tenía bajo la cama (de hecho, tiene una caja con diversos elementos que usa para inflingirme dolor) anudó mis huevos y me hizo dejar la cabeza colgando del borde de la cama. Iba a empezar la follada de boca, la garganta profunda. El tormento, poco a poco, sin descanso iba aumentando. Yo estaba preso del temor y la excitación.
Me puso sus preciosas pelotas de macho en la boca; empezó a pasar su verga por mi cara, los labios, a metérmela en la boca… Sentó cómo llegaba hasta mi garganta y noté que me ahogaba… tosía y la saliva resbalaba por mi cara. Saqué mi cabeza de allí y el amo, despechado, me obsequió con fustazos en el culo, el vientre. Intenté protegerme con los brazos pero fue peor: los golpes seguían cayendo y en las extremidades, en los huesos, eran especialmente dolorosos. Me agarró de las muñecas y puso mis brazos bajo mi zona lumbar. Luego, él apoyó sus rodillas en mis hombros. Ya inmovilizado, volví a ser follado en boca y garganta; poco a poco fui aprendiendo a respirar pero, aún así, los golpes de polla en la garganta me provocaban nauseas. Cuando intenté zafar de aquello, corrigió mi cabeza, mi escapada, con un solo movimiento de sus muslos y volvió a clavármela. Yo era un muñeco en sus manos, una zorra que disfrutaba siendo golpeada y humillada, y los dos lo estábamos percibiendo.
Después de follarme la boca, de metérmela hasta la garganta un buen rato, me puso a cuatro patas sobre la cama. Manoseó mis muslos, mi polla, y apretó mis testículos arrancándome un aullido de dolor que provocó una tanda extra de fusta sobre mis enrojecidas nalgas. Noté su miembro en la entrada, pero no lo metió: introdujo un dedo, casi de golpe; fue doloroso para mí. De un manotazo, me puso boca arriba y pellizco mis pezones y me dio fuertes palmadas en el estómago. Me recostó contra su pecho y yo, golosa, me dejé hacer. A la vez que destrozaba mis tetas me dijo a ver si, viendo lo cerrado que tenía el culo, si yo era una puta de esas que solo daba la boca. Lo negué, pero hube de conceder en que no eran muchos los machos que me penetraban, por una u otra razón.
Me giré y le besé en la boca. Sus labios carnosos comieron los míos. Sentía su palo contra mi vientre. Estaba a mil. Lamí sus sobacos, brazos, vientre, polla huevos… Me hizo poner de pie, con las piernas abiertas, cerca suyo. El, tumbado en la cama, empezó a introducirme un dedo en el ano. Al sentir que me sentía cómodo con él, acompañó un segundo. Sin ser consciente, me encontré meneando mi culo, abriendo y cerrando el ano sobre aquellos dedos, haciendo círculos con ellos dentro. A los dedos siguió un vibrador anal, estrecho y largo, que casi me hace perder el sentido. Será por eso que, hipnotizado, me agarré al pollón de mi macho.
“Ya está abierto”, dijo refiriéndose a mi culo. Una vez más a cuatro patas, fui penetrado por mi hombre. La metió de un golpe seco: el dolor fue tremendo y me desplomé en la cama con aquel armario encima que, a pesar de todo, no soltaba su presa: su verga seguía en mí, que, dolorido, me retorcía intentando zafar de la penetración. La sacó y volvió el castigo, las oleadas de calor y con ellas esa sensación de docilidad, de estar siendo poseído por un hombre, que me hacía sentir puta más allá del castigo infringido.
Me folló a cuatro y también, volteándome, con las plantas de sus pies contra su pecho, con mis muslos en sus hombros. El macho rugía, metía y sacaba su verga de mi coño. Cuando, finalmente, pude llevar mi mano hasta mi repleto agujero comprobé que tenía todo su aparato dentro de mí, hasta los huevos. El descubrimiento me hizo estremecer; no imaginaba que fuese capaz de albergar en mi interior aquella verga gorda y dura.
En una de estas, cuando me follaba de frente, con mis muslos sobre su pecho, resbalé de su rabo, inerme, como un muñeco. Entonces sacó de su caja un consolador de buen tamaño que, inmediatamente, me metió. Me dolía mucho, le dije que no entraba. “Cinco más te entraban de lo abierto que tienes el coño, puta”, me dijo. De todos modos, después de removerlo varias veces lo sacó y se sentó encima de mi cara, haciendo que le lamiera el culo y las pelotas. Estas estaban enormes, duras. Yo las lamía, me las metía en mi boca. El, mientras tanto, me decía “zorra”, “puta”, “mamona” a la vez que retorcía mis agrandados pezones. Se retiró y empezó a echarme leche en la mejilla derecha y, una vez terminó, se dejó caer de espaldas. Sentir la leche caliente en mi rostro me excitó un montón. Así, notando como aquel líquido espeso se deslizaba por mi cuello hasta el pecho, pasándome la verga embadurnada por mis mejillas, tuve una buena erección y hasta ella lleve, caliente como una perra, mi mano libre. Me la meneé unas cuantas veces y le pedí que me la tocara. Al sentir su mano en mi polla, eyaculé, mezclándose las dos cremas.
Después, me duché y me fui. Salí de allí con los pezones muy muy doloridos. El mismo roce de la camisa me lastimaba. Estuve así tres o cuatro días. Lo peor era que, las más de las veces, aquel dolor que me provocaba la ropa me enardecía y recordando aquella iniciación mía en la dominación me masturbaba furiosamente.
He estado más veces con ese macho vicioso, grande, con algo de tripa y algo de vello en su pecho. Los encuentros –de hora y media cada uno, aproximadamente- han seguido todos un guión parecido, apareciendo aquí y allá nuevos juguetes para castigarme y aumentando la violencia sobre mí. Una de las veces, cuando quería follarme la garganta, metió su rabazo debajo de mi lengua y casi me la arranca. Igual que la primera vez estuve media semana con los pezones ardiendo, después de esa tuve una herida en la boca una semana entera. La última vez, hará dos meses, me puso pinzas en las tetas, en los pezones. Luego me las quitó a fustazos y me frotó las doloridísimas tetas con sus manos: la sensación de dolor era extrema, aguda pero, una vez más, me ponía muy cachondo, muy perra. De hecho, me pregunto cómo me sentía; sin pensarlo, dejé escapar “como una puta”. Mientras yo me masturbaba, riéndose, me abofeteó y empezó a llamarme de todo. Esa vez también me afeitó el culo, estando yo a cuatro patas. Antes de empezar a azotarme, ya estaba como una perra, caliente, mojada, dispuesta a entregarme.
Me cuesta aguantar el dolor que me causa y hay ciertas cosas (la garganta profunda, que me golpee en los testículos con las manos, la fusta y me los retuerza) que solo soportó porque tengo asumida mi posición de puta y debo hacerlo, pero no me van demasiado. Hace dos meses que no me ha follado y el recuerdo me calienta muchísimo. La siguiente os cuento lo del muchacho de 36 que me viste de putita y me golpea, ese con el que di un primer paso hacia la iniciación que esta última bestia lleva por su camino.