Un maduro me follo como a una puta
En el camino emprendido en la búsqueda del placer con hombres, he ido pasando por varias experiencias. Esta que nos ocupa fue muy gratificante: un macho sesentón me folló como a una puta; fue una de las primeras veces que me follaban así, con tanta intensidad. Me entregué como una zorra.
Hacía ya tiempo que, en mis relaciones sexuales con otros hombres, era cada vez más frecuente mi tendencia a dejarme dominar. La sensación de ser poseído, poseída, me ponía caliente como nunca. El morbo de obedecer me gustaba; me gustaba sentirme putita.
Hará poco más de dos meses, un sábado a la noche, me ofrecí, en un televisivo, para sexo con hombres mayores de 60 años. Con los maduros, mi querencia por ser puta se hace más grande y, esa noche, necesitaba un macho de edad... contra el que restregarme, un macho maduro al que excitar.
Me dijo tener 62 años, medir 183 centimetros y pesar 86 kilos. También, dijo que era calvo, con perilla y con escaso vello, casi todo en el pecho.
La idea de acostarme con aquel hombreton me ponía. Una vez me dió su dirección, me preparé y salí a la calle en busca de un taxi.
Las citas a ciegas de los chats nunca sabe uno lo que pueden deparar. Por mi parte, puedo decir que las tuve mejores y peores, pero nunca tuve una experiencia desagradable. Acudiendo a ellas, siempre siento una mezcla de deseo y nervios. Las más de las veces, el saber que voy a satisfacer los deseos de alguien a quien probablemente le de igual si yo gozo o no, me hace sentir más y más caliente; más zorra. Sé, por experiencia, lo que es ser magreado o besado en la misma puerta, lo que es mamar una polla sin ni siquiera haber podido quitarme la chaqueta. De hecho, el primer sesentón con quien me acosté (dueño de la más tremenda verga que nunca haya comido; casi inabarcable con la boca y con una longitud, tal dijo, de 23 centímetros), decía que si quien iba a su casa no buscaba el contacto físico inmediato, casi antes que hablar, acostumbraba a despedirlos. Vamos, había que tirarse a su bragueta no más abría la puerta.
En el taxi, pensando en el deseo que podría volcarse sobre mí esa vez, me debatía entre excitación y curiosidad. No recordaba haber deseado ninguna otra vez tanto desempeñar el papel de nena mimosa, de macho pasivo.
No me había engañado. Su corpulencia, la diferencia de tamaños a su favor, viéndonos reflejados en el espejo de su vestíbulo, hacía justicia a la descripción que, un rato antes, me había dado por teléfono.
Me ayudó a quitarme la chaqueta y tras estrechar mi mano me invitó a pasar al salón. No hizo falta encender la tele ni poner una película porno
: yo ya sabía qué hacer para ganarme su favor; nada más sentir su mano en mis muslos, rodeé su cuello con mis brazos y le ofrecí mi boca entreabierta. Nada como entregarse para calentar a un amante.
Tenía unos labios carnosos, fuertes, de macho. Mientras me apretaba contra sí agarrándome de la cintura, su lengua recorría mis labios, mi paladar.
Sin perder un segundo, me deshice del abrazo, abrí su bragueta y me metí su polla en la boca. Lamí su capullo, lo cobijé entre mis labios. Interrumpió mi precipitada felación y palmeándome las nalgas me llevó hasta su habitación.
Nos desnudamos el uno frente al otro. Yo deprisa, ruborizado, sin atreverme a mirar. El, en cambio, más rápido, se acariciaba la verga al tiempo que chulesco me recorría con su mirada.
Nos besamos. Unimos nuestros vientres. Frotamos polla con polla.
Me arrodillé. No aguantaba más, quería aquella cosa gorda en mi boca. Recorrí todo el tronco con la lengua; los pliegues de gruesa piel que, poco a poco, por efecto de mi bocota, iban dejando al descubierto el fenomenal y brillante glande. Me agarró de la nuca, empezó a jadear.
Tumbados en la cama, él se masturbaba furiosamente con su mano derecha mientras con la otra me tenía aferrado contra su pecho. Pude ver aquel cipote en toda su gloria. Dijo que tenía 18 centímetros. Y era gordo, duro, lleno de venas. Se lo tocaba, y seguía jadeando.
Yo, hipnotizado por ese pedazo de carne, le besaba, le lamía el cuello, el lóbulo de la oreja. Cuando podía, agarraba su pollón con mi mano o me bajaba a llenarlo de mi salíva.
Estaba como una perra, como una perra caliente; ronroneaba frotándome contra su pecho, lamiéndole los pezones. Allí, intentando abarcar su tripa con mis brazos, buscando su muslo con mi enhiesta polla, me sentía lo más cerda y sumisa del mundo.
Empecé a llamarle papá. Le dije que estaba como una perra. El respondió que le comiera bien los pezones, que únicamente quería sentir mi lengua, que demostrara lo perra que era.
Nunca lo había sido tanto. Chupaba, mamaba, me restregaba, gemía. Le enardecía con mis susurros.
Su mano derecha, incansable, meneaba el cipotón sin más descanso que el necesario para que yo lo lubricara con mi boca.
“¿Te gusta mi polla?”, me preguntó.
“Mucho; muchísimo”, contesté apretándome más contra el.
“Eres una puta golosa”, dijo, mientrás me abofeteaba. “Dime que te gusta, pídeme polla, suplícame que te la deje comer”
“Papá”, dije, mientras una oleada de placer me sacudía; nunca me habían pegado, nunca me habían tratado así; aquello me estaba poniendo a mil.
Dueño de la situación, empezó a darme órdenes que acompañaba con bofetadas en mis mejillas, pellizcos en mis pezones y azotes en nalgas y piernas. Yo estaba poseída, me sentía muy perra y se lo quería demostrar.
Mi cabeza, mi lengua oscilaban entre su pene y su boca, su oreja y sus pezones. Yo hacía todo lo que me mandaba. Las nalgas me ardían.
Se levantó de la cama. Me invitó a sentarme frente a él y a mamársela a la vez que se fumaba un cigarro. Estaba siendo una buena puta, una muy buena puta.
Después me tiró sobre la cama, boca arriba, en transversal. Dejó mi cabeza colgando. Me hizo chuparle las rebosantes, ricas y depiladas pelotas, el culo. Me metió todo lo que pudo de su verga. Me congestioné. No me dejaba sacármela: era su puta, su perra y tenía que hacer lo que a él le diese la gana. Lo reafirmo dándome una sonora bofetada. Gemí, me masturbé para él.
Empezó a comerme la polla. Nos fundimos en un lascivo sesenta y nueve.
Después, se incorporó, se sentó sobre mi pecho y me folló la boca. Me pasó la verga por la cara, me pellizco los pezones. A continuación, me levantó las piernas y me azotó el culo sin piedad. Luego, me metió un dedo en mi estrecho culo mientras me llamaba puta y me decía que mi agujerito estab ardiente.
Ya no era dueño de lo que hacía: gemía, me agitaba. Me dió la vuelta, anunciando lo que se venía: mi excitación era tremenda; mi polla estaba dura, muy dura. Me lubricó el culo con su boca, primero, y vaselina después. Un dedo, dos, tres. Finalmente, sentí la cabezota de su rabo en la puerta de mi agujero. Valiéndose de su peso y su corpulencia empujó su pollón dentro de mí; de un golpe seco introdujo su glande.
En un par de ocasiones había tenido una polla en mi culo y varias más había sido penetrado con dedos y consoladores, pero era la primera vez que un hombre, un macho, me tomaba así, me follaba bien. Estaba perdiendo mi virginidad anal
. El dolor era intenso. Intenté sacarme aquello, pero no pude; mi resistencia lo puso más cachondo aun: me pegó en la cara y en el culo y, de una embestida, me metió más de la mitad de aquel durísimo cipote. El dolor no disminuía, pero eso no le arredró y empezó a bombearme duro. Sin darme cuenta, me encontré meneando mi culo, acompasándola a sus movimientos, buscando que me la metiera entera. Estaba como una loca moviendo mis caderas, gozando como una perra: un macho me estaba haciendo suya y no podía aguantar el placer.
Siguió follándome, ya de costado. Rodeó mi cuello con su brazo; me besaba, me decía que nunca había follado un culo tan rico. Yo le daba las gracias y le instaba a no parar, a follarme con más y más violencia.
Para correrse sacó su rabo de mis entrañas (¡Qué dolor!) y, sentado sobre mi pecho, eyaculó sobre el mismo. Yo me embadurné las tetas y el pecho con su crema.
Satisfecho, se tumbó junto a mí, me besó y se durmió abrazándome.
Si bien conseguí conciliar el sueño, al rato, sintiendo su pedazo de carne en mis nalgas, volví a excitarme. “La zorrita sigue caliente”, dijo, y llevo mi cabeza hasta su rabo. Me folló la boca, me instó a chuparle sus huevos, el culo. Le rogué que se corriera encima mio. Casi me dió verguenza suplicarle que me diera leche. Mi pecho acabó, otra vez, bañado por su lechota espesa y caliente. Sin interrupción, me agarró la polla y me masturbó hasta que mi semen se mezcló con el suyo.
“Imagino que así te quedarás tranquila”, dijo.
Todavía dormimos unas horas más.
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