Un lugar en la historia...
No siempre se consigué con una victoria.
Un lugar en la historia
Los dedos de Andrea golpeaban impacientes el colchón, esperando que alguien cruzara la puerta de aquel frío y solitario cuarto, que alguien la pusiera al tanto de su situación. Estaba muy confundida, sin la más mínima idea del porque se encontraba en aquel lecho de hospital, conectada a aquellos aparatos y sin recuerdos recientes en su memoria. Su expresión era de desconcierto, y en sus ojos se podía observar, incluso, un poco de miedo. Hacía ya varios minutos que había despertado, y el tiempo sólo incrementaba su desesperación por no poder llamar a la enfermera, por no poder presionar el timbre pues éste se localizaba en la cabecera y no tenía la fuerza suficiente para levantar el brazo. En silencio maldijo al diseñador de aquella cama y, turbada e impotente, comenzó a llorar.
Fue hasta que sus lágrimas mojaron la almohada, que el galeno se dignó a aparecer en escena. Vestido con la tradicional bata blanca, con una forzada sonrisa en sus labios y el diagnóstico en sus manos, Eros, médico y hermano de Andrea, atravesó el umbral de la habitación y se dirigió a la desconsolada chica.
¿Cómo estás, hermanita? Le preguntó con tono amable, como si las circunstancias fueran otras completamente diferentes.
¡¿Cómo chingados quieres que esté?¡ Respondió ella entre sollozos, molesta ante tan estúpido cuestionamiento ¿Cómo quieres que esté?, si despierto aquí: sola, en la cama de un hospital, sin saber porque y con la cabeza hecha un torbellino.
No te pongas así le pidió él, un tanto apenado , yo sólo trataba de
¿De qué? ¿De calmarme? ¿De hacerme sentir mejor? ¡Por favor¡ Olvídate de detalles innecesarios y de cortesías idiotas, y mejor dime qué hago aquí. Dime por qué no puedo ni alzar el brazo. Ordenó Andrea, sumamente alterada.
No puedes levantar el brazo, porque el efecto de los fármacos que te suministramos aún no ha pasado. Las sustancias que se te inyectaron son en extremo fuertes y tus músculos deben seguir adormecidos, pero no te preocupes que no es algo permanente. Explicó el médico.
Y, ¿por qué me inyectaron esas sustancias? ¿Cómo es que llegué aquí? ¿Por qué? ¿Acaso fue otra vez la rodilla? Ya déjate de rodeos, por favor. Déjate de rodeos y dímelo de una buena vez, ¡maldita sea¡ Exclamó la aturdida muchacha ¡¿Qué no ves como me encuentro?¡ ¡¿Qué no te das cuenta de mi desconcierto?¡
¡Claro que me doy cuenta¡ Y me duele, no lo dudes. Es sólo que Eros contuvo las palabras y agachó la mirada, en una clara señal de que las cosas no andaban bien.
No podré ir a los juegos, ¿verdad? Otra vez me voy a quedar en el camino, ¿no es cierto? ¡Contéstame, por una chingada¡ Exigió colérica la joven ¡Contéstame¡
Su hermano y médico permaneció callado, se limitó a abrazarla. La apretó con fuerza entre sus brazos, tratando de darle un consuelo que bien sabía era imposible proporcionarle. Olvidándose por completo del profesionalismo, lloró junto con ella, más que por entender y sentir su dolor, por no tener en sus manos la posibilidad de eliminarlo, por no contar con el poder para borrarlo.
¡Lo siento mucho, hermanita¡ Dijo Eros antes de administrarle un sedante.
Los ojos de Andrea se cerraron lentamente y el sueño volvió a apoderarse de ella. Se durmió sin conocer los motivos que la tenían postrada en aquella cama, sin escuchar la razón que la marginaría de las Olimpiadas. Se durmió ignorando que no era la rodilla sino algo más grave lo que le impediría participar en la justa olímpica, que en unas cuantas horas entraría al quirófano, que su hermano y otros doctores intentarían reparar el desperfecto que los exámenes habían descubierto en su corazón, y que tal vez, de no resultar exitosa la operación o de ser muy arriesgado cualquier esfuerzo físico después de ésta, jamás volvería a esquiar.
Andrea tomó el rifle que cargaba en su espalda y se dispuso a disparar. Había llegado a la cuarta y última estación de tiro con una amplísima ventaja sobre las demás competidoras: a más de un minuto venía su perseguidora más cercana. Habría podido darse el lujo de fallar en uno o incluso dos de los blancos, pero les dio a todos. Uno, dos, tres, cuatro y cinco detonaciones, y uno, dos, tres, cuatro y cinco aciertos. Sin una sola penalización, se guardó el arma, agarró de nuevo los bastones y se enfiló hacia los últimos metros. Sobre sus esquís rojos, se encarriló hacia el oro.
Ocho años habían transcurrido desde aquel trágico accidente automovilístico que le destrozara la rodilla, y cuatro desde que despertara en aquella habitación de hospital. Dos habían sido las veces en que los juegos se le negaron, y pocas las posibilidades de regresar a su nivel después de la cirugía, pero ahí estaba: participando al fin, gracias a su enorme coraje y contra todos los pronósticos, en una Olimpiada de invierno, y muy cerca de llevarse el título en una de las pruebas del biatlón. No había sido en Nagano y tampoco en Salt Lake, pero parecía que sí sería en Torino, parecía que sí en su tierra, en su amada Italia. La felicidad y el orgullo de sentir tan próximo el cumplimiento de su sueño, con ese plus que significaba el estar frente a su gente, no le cabía en el pecho. La emoción era tan grande, que comenzó a presionar su corazón.
A medio kilómetro del final, una punzada en el brazo izquierdo sorprendió a Andrea, obligándola a disminuir el ritmo y dibujándole un rictus de dolor. Quizá, de haber sido otra persona, esa inesperada y aguda molestia la habría detenido, pero no a ella, no después de haber sorteado tantos obstáculos. Fingiendo que nada ocurría, y demostrando una vez más su gran fortaleza, su voluntad inquebrantable, siguió adelante.
A pesar de que le resultaba cada vez más complicado hacerlo, la convaleciente chica enterraba los bastones en la nieve impulsándose hacia la línea final. Sus esquís, aunque de manera lenta, se deslizaban en dirección al podium, en dirección a esa ansiada medalla. Sin embargo, conforme la distancia entre ella y la meta se hacía más corta, el malestar y el sufrimiento se esparcían por sus venas como un poderoso veneno: saboteando las funciones más básicas, dificultándole inclusive el respirar. Ese sueño que antes creyera seguro, amenazaba con esfumarse, con no pasar de un simple deseo, con quedarse en la mera intención.
¡No te rindas, Andrea¡ ¡No te rindas, que ya falta muy poco¡ Se animaba a sí misma la doliente competidora.
Y a sus palabras de aliento, se sumaron los gritos y las porras de la multitud. Las tribunas estaban ya a la vista, y el furor de sus compatriotas, al percatarse que era una italiana la que se encontraba en el primer lugar y no una rusa, no una alemana ni una noruega, alivió un poco su penar, pero hay cosas que se escapan de nuestras manos, pruebas que ni el más capacitado de los atletas puede superar.
Por más que los aficionados la inspiraban con sus cánticos de triunfo, por más que la gente la alentaba a continuar, su cuerpo ya no daba para más. Sus piernas ya no le respondían y los párpados le pesaban. El aire le faltaba. Había entregado lo mejor de sí o hasta más, pero no había sido suficiente. Después de todo, las predicciones se cumplirían. A fin de cuentas, su propio organismo la había vencido y los juegos para ella parecían terminar.
En medio de un prolongado "ah" por parte de la muchedumbre, y después de soltar ambos bastones, la esquiadora se desplomó sobre la blanca y gélida superficie. Su cabeza rebotó una, dos y tres veces contra el suelo, arrancándole al público sonidos de extrañeza, incredulidad y angustia. Sus lentes se le resbalaron del rostro, y sus ojos apagados fueron el detonante para los alaridos y las lágrimas. Su entrenador y varias personas más corrieron hacia ella para auxiliarla, pero ya nada se podía hacer. De una forma que jamás imaginó: parándose su corazón a tres metros de la meta, dejando de existir cuando el oro se veía tan cerca, Andrea se ganó un sitio en la memoria colectiva, un lugar en la historia.