Un hoyo difícil (Hoyo 9)

Sara es una niña pija, caprichosa y un tanto torpe a la que obligan a ir a buscar a su viejo tío al campo de golf. Pronto se verá inmersa en una partida en la que sólo quedará claro su falta de talento para el golf y lo bien dotada que, en contrapartida, está para otro tipo de juegos.

Camino del hoyo 9 aproveché que Richard Javier se había quedado exhausto y que Cardosa parecía ofendido para, en ausencia de sus manoseos, entender la situación. Al parecer, mi tío y el consultor estaban empatados y todo dependería de este último hoyo. También me enteré de que en golf hay hoyo fáciles y difíciles. Y que el 9 de ese campo era de estos últimos, tanto que algunos le llamaba “Infarto 9”, con cuestas altas y acacabo en desnivel. Al parecer la clave era hacer un buen aproach .

–Para hacerlo más emocionante podríamos apostar algo –propuso tío Nicolás.

–¿Qué se te ocurre?

–Nos jugamos 2.000 euros si el otro emboca en tres golpes.

Por el miedo en sus ojos, pensé que Fede Cardosa se iba a echar para atrás pero finalmente encajó la mano de mi tío.

–¡Hecho!

Para mi sorpresa, mi tío, con su cuepo encorvado y su aire de Míster Magoo dio un primer golpe muy bueno. Cardosa en su réplica no estuvo mal. Pero en el segundo golpe, tío Nicolás ya tenía el acercamiento casi resuelto. Cardosa no estuvo a la altura: necesitaría un tercer golpe magistral para empatar con mi tío, que en su tercer golpe, hizo el fatídico hoyo 9.

El consultor se empezó a preparar. No parecía dispuesto a tirar la toalla. Y vi mi oportunidad para vengarme de todas las humillaciones del día. Cogí uno de los palos, el hierro 9, por su forma de gancho, y me puse donde el calenturiento Cardosa pudiese verme.

Tienes que entender que me sentía bien, segura de mí misma, al mismo tiempo que muy excitada: era consciente del poder que podía ejercer sobre aquellos machitos. Así que como haciendome la tonta, dejé que el frío hierro 9 me bajase, como por accidente el finísimo tirante de mi camiseta y al mismo tiempo el del sujetador. Cardosa dejó de mirar la bola para contemplar algo que le interesaba más.  Sintiéndome objeto de su atención, le pregunté:

–¿Quiere que le mire de dónde sopla el viento? –y me chupé el dedo corazón muy, muy lentamente, para luego levantarlo en una señal inequívoca de lo que pensaba de él y de lo que nunca iba a tener.

El consultor tragó saliva, farfulló un gracias y quiso volver a centrarse en su tiro.

–O a lo mejor le iría mejor este palo… –y a posta se lo alargué dejado que la cabeza del palo levantara “de manera accidental” mi falda y pudiera ver una de las pocas cosas que hasta ahora no habían quedado al descubierto: la parte delantera de mis blancas braguitas brasileñas. Mi tío estaba muy cerca pero como siempre no hizo ademán de notar nada, seguramente por culpa de su aguda miopía, la cual, por curioso que parezca, no parecía ser un impedimiento para el golf.

Gotas de sudor perlaban el bigotillo de Cardosa. Le estaba destrozando psicológicamente. Es verdad que yo misma me estaba excitando, todavía más, si eso era posible. Pero eso no era nada comparado con lo azorado que parecía el rijoso consultor.

Intentó volver a darle a la bola pero yo guardaba mi último golpe. Prendí la empuñadura del hierro 9 del borde de la camiseta y lo dejé caer para dar un gritito, de manera que pudiera volver a captar de nuevo su atención.

–¡Uy, que tonta!

Cómo había previsto, la camisetita cedió y dejó a la vista mis pechos, esos mismos que mi novio en algún momento de intimidad definía como “las mejores peras de la Moraleja”. Estaban enfundados en mi sujetador de finísimos encajes, pero eso lo solventé cuando me incliné supuestamente para recoger el palo de golf, pero con tal habilidad que fui capaz de que se escapara uno de mis rebeldes y tensos pezones.

Fue demasiado. Cardosa, descentrado hasta el extremo, golpeó la bola sin criterio ninguno y ésta fue a parar a un bosquecillo cercano.

–¡Maldita puta! –farfulló.

Sonriendo como una boba por fuera y como una mala pécora por dentro me limité a señalar:

–¿En qué estaré pensando? Casi se me ven las tetas – como si no me las hubieran visto ya, excepto mi pobre tío, al que yo confiaba ausente de la verdadera partida soterrada que los demás estabamos jugando en sus mismísimas narices.

Mi tío fue hasta su bola, remató su jugada de manera magistral e hizo fácil el hoyo difícil.

–Parece que me debes 2.000 euros, Fede. Pero antes, ya sabes, reglas de golf estricto. Debes dar tu último golpe.

Mi tío era así. Demasiado años de poder y fortuna. Siempre humillaba de manera innecesaria a los que tenía alrededor.

Con cara de malos amigos, Cardosa, seguido de todos nosotros, fue hasta el linde del bosquecillo. Se internó y esperamos fuera a que pudiera sacar la pelota a… golpes, nunca mejor dicho.

Seguimos esperando, pero no pasó nada. Hasta que oímos su voz, en un tono más alto.

–No la encuentro.

–Reglas de golf estricto, Fede –replicó mi tío, con su vozarrón. Tendré que aplicarte una penalización –y rió entre dientes.

Más espera. Entonces dijo.

–Un momento, creo se se ha colocado por el hueco de un árbol. Pero es muy pequeño, no me cabe la mano.

Tras unos segundos sugirió:

–¿Podría venir tu sobrina? Tiene unas manitas muy pequeñas.

–Vé –zanjó mi tío sin dudar.

–Pero tío…

–¡Que vayas! ¡No vamos a estar aquí hasta que anochezca!

–Que, no tíito, que preferíría…

–¡Es igual lo que prefieras, niña mimada! –y me cogió de la muñeca con una fuerza sorprendente para su edad y prácticamente me empujó hacia la espesura. Me sentí como Caperucita, cuando su madre la envío a un bosque donde vivía un lobo.

Cardosa estaba con tez enrojecida por la furia.

–Venga aquí, señorita Zorrilla.

–No… no puedo, balbucí.

–Claro, claro que podrás.

–No, de verdad, no puedo. Se me ha enganchado la faldita en un espino –en aquel momento no me di cuenta, pero recordándolo, como comprenderás, ahora me doy cuenta de lo provocativo que debió sonarle.

–Tranquila, yo le ayudaré, señorita Zorrilla.

Y se acercó al mismo tiempo que se bajaba la bragueta y dejaba al descubierto un miembro henchido, pero menor que el del impresionante caddie .

Las aletas de la nariz le palpitaban de ira. De un golpe, me arrancó la faldita. Rassss!

–¿Lo ves, nena? ¡Problema resuelto!

–¿Qué…? ¿Qué va hacer? –como si no estuviera claro y meridiano, no podía parecer más estúpida–. Mi tío está ahí al lado, gritaré.

–No –seguró cogiéndome del brazo y tirándome hacia él–. No gritarás. Porque no sabrías cómo explicar esto y porque estás muy, muy mojada.

Y dirigiéndose hacia el otro lado de los árboles donde esperaba mi tío, gritó:

–¡Ahora vamos! ¡Es que es un agujero muy estrecho! –y ¡rrrraaaaaaassssss! Me arrancó mis coquetas braguitas de un tirón.

Tenía razón. Tenía extremadamente húmedos la cara interior de mis muslos de tanto como rezumaba. Pero es que aquel no había sido un día normal.

Una parte de mí quería quedarse y acabar con aquello. Pero otra lo encontraba aberrante así que aproveché que con tanta humedad, en el primer intento el miembro de Cardosa resbaló y por poco no llegó a su objetivo. Ni la tenía lo bastante larga, ni su dueño estaba templado para mostrar la templanza necesaria. Con una mano agarré mi falda y conseguí zafarme corriendo. Cardosa intentó perseguirme, pero los pantalones se le habían bajado a los tobillos, tropezó y cayó, de morros y de punta, sí de punta, en un montón de tierra. A penas me giré un momento, y los ví todo enterregado, y rodando sobre sí mismo mientras daba gritos ahogados:

–¡Hormigas, hormigas!

Le dejé y salí corriendo. Mientras corría intenté abrocharme de nuevo la falda, pero era inútil. Aquel animal había roto el cierre. Al final se me cayó y decidí que lo mejor era dejarla atrás. Lo mismo debieron de pensar un grupo de jugadores con un cochecito que me crucé y que no salieron de su asombro. Bueno uno sí lo hizo y creo que me sacó una foto con el móvil. O varias, no lo sé.

Salté un seto y vi con alivio que había conseguido llegar a la parte trasera del club. Unos metros más y llegaría a los vestuarios, recuperaría mi ropa y aquella pesadilla habría acabado.

Corrí hacia una puerta, que parecía una salida trasera. Me pegué a la pared y entré de golpe, antes de que me viese alguien más.

Para mi desventura lo que pasó fue todo lo contrario: al abrir la puerta golpee a un camarero y toda su bandeja de bebidas se fue al suelo con gran estrépito, lo que atrajo las miradas de todos los presentes en el salón principal hacia mi cuerpo desnudo, y no sólo las de “alguien más”. Parecía increíble que pudiese haber tanto abueletes con chalecos de rombos tejidos de punto a la hora del martini. Más de uno se atragantó al verme. Intenté bajarme la camisetita para que no vieran mi sexo, delicadamente depilado para mi novio, pero el efecto fue más bien que si estirabas hacia abajo, mis pródigos melones quedaban al descubierto. Más de uno de los longevos socios se les atragantó el vermut. con la visión, con mi visión.