Un hoyo difícil (Hoyo 5)

Sara es una niña pija, caprichosa y un tanto torpe a la que obligan a ir a buscar a su viejo tío al campo de golf. Pronto se verá inmersa en una partida en la que sólo quedará claro su falta de talento para el golf y lo bien dotada que, en contrapartida, está para otro tipo de juegos.

Nada mejoraba después del paseo en cochecito. Tanto el caddie como el consultor golfista y golfante siguieron con su magreos, roces y toquecitos, a mí, que ya estaba a 100, qué digo a 100, a 150. Pero ninguno de aquellos dos parecía capaz de encender la brasa que, curiosamente, ellos mismos se habían encargado de prender dentro de mí. Por un lado, me hacían sentir incómoda, a pesar de que estaba muy claro que el cegato de mi tío no iba a darse cuenta de nada. Por otro, estaba ardiendo por dentro. No veía el momento de quedar con mi novio y que me diera cumplida satisfacción a todas mis ansias desatadas. Si seguía así, lo iba a violar en lavabo del restaurante antes de que trajeran el primer plato de la cena.

Pero eso iba a ser más tarde. Porque esa mañana Richard Javier parecía fascinado por mis pechos. La escueta camiseta de tirantitos y el sujetador tan escaso que apenas podía albergar mi desbordante capacidad torácica, no ayudaban. La cosa se puso peor  cuando por dos palmos mi pelotita de marras se fue al lago. A mi tío le daba igual pero tanto Fede Cardosa como el venezolano insistieron en que debía golpear la pelota en el agua. Cosas de las normas estrictas del golf, según las cuales al parecer nos regíamos en un juego del que ni entendía la dinámica, ni era capaz de llevar el tanteo, ni contaba con la pericia necesaria para ejecutarlo con un mínimo de solvencia. Subida a una piedra junto a la orilla conseguí no mojarme los pies pero no logré darle a la pelotita con el acierto necesario. De hecho mis calcetines fueron lo único que se quedó seco porque cada golpe era más desafortunado que el anterior y no sólo no atinaba a darle a la pelota sino que estaba salpicando cada vez más agua y dejando mi camiseta blanca empapada.

Pronto quedaron claros y transparentes ante mis dos indeseados galantes, tanto mi torpeza en el juego como la relevancia de mis atributos, en especial los pocos que todavía no habían sido puestos en evidencia durante la jornada, como era el caso de mis pezones, que por los continuos magreos a los que me había visto sometida y por la frialdad del agua se habían escapado de la insuficiente copa de mi liviano sujetador y parecían, ahora, en el peor momento, oscuros y clamorosos, diáfanos a través de la mojada camisetita blanca, la cual no hacía más que destacar su relevancia en lugar de cubrirlos con pudor, tal y como hubiese necesitado.

Cuando por fin conseguí acertarle a la bola y enviarla lejos de esa incómoda situación, la cosa todavía fue a peor. Ya que en cuanto mi tío empezó a caminar en busca de su próximo golpe, el caddie y el consultor se abalanzaron sobre mí cual lobos hambrientos. La excusa era secarme el agua, alegando que con la fresca brisa de la mañana podía constiparme. Pero sobre el terreno sólo hicieron que someter a mis ya sufridos senos a unos toqueteos infames, Cardosa, con un pañuelito a todas luces insuficiente para el tamaño de mis voluminosa delantera. A pesar de que mis novios siempre han elogiado la dureza de mis pechos, mi dos acosadores hundían sus dedos en mi carne, incluso haciéndome daño; y pelliazcaban mis inhiestos pezones poniéndolos más de punta todavía. Cuando intentaba escapar de uno, mi espalda topaba con el otro. Si pretendía zafarme de Richard Javier, que intentaba secarme con un kleenex que no tardó en desacerse en sus manazas, el insidioso consultor me cerraba el paso. En el momento en que mi tío se giró para reclamar nuestra presencia ya estaba a tal distancia que no pudo atisbar nada de la tortura a la que estaban sometiendo a su indefensa sobrina.

Me dejaron exhausta mentalmente y si bien algo me secaron por arriba, más mojada quedé por abajo, sintiendo mi íntima humedad contra la cara interna de mis muslos. Estaba agotada y no podía pensar. Pero empezaba a darme cuenta de que Cardosa no sólo quería abusar de mi cuerpo, también esperaba ganar a mi tío el juego, como una especie de venganza por el mal trato al que, a diario, le sometía mi pariente.

Me volvía a tocar golpear. Era un tiro lo bastante lejano para que tuviese que emplearme a fondo. Así que levanté la madera con todas mis fuerzas… y oí el aullido de dolor. Mi torpeza alcanzó su máximo nivel en el día cuando antes de darle a mi bola acerté de pleno a las del pobre Richard Javier, que al parecer no podía mantenerse lejos de mí pero había pagado muy caro el querer seguirme tan estrechamente.

El caddie cayó sobre el cesped boqueando. Mi tío se acercó y murmuró:

–Pobre muchacho, parece que no puede respirar.

–Pero, ¿qué puedo hacer yo, tío?

–Mira donde le duele.

–Es igual, don Nicolás –terciaba Federico Cardosa– sigamos para acabar los nueve hoyos.

–Pero no podemos dejarlo así –se negaba mi tío.

–Es un caddie . Yo llevaré los palos, señor.

Entonces me di cuenta de lo que tenía Cardosa en la cabeza: el ladino consultor pretendían aprovechar el accidente para librarse de su único competidor y que yo quedase a su merced. Y entonces supe cómo hacer que no saliese con la suya y que tenía lo necesario para condenar al fracaso sus manejos.

–Tranquilo, tiíto. Yo lograré que se recupere.

Me arrodillé junto a él y le recogí la cabeza apoyándola en mi pecho. Sus labios carnosos rozaban mi busto y me ponían la piel de gallina.

–Mejor así.

–Sí, sí mejor –balbucía el venezolano.

–Estamos perdiendo el tiempo –rezongaba Fede Cardosa, cada vez más incómodo ante lo que estaba viendo.

–Por Dios, Cardosa, un poco de humanidad –ordenó mi tío, acercándose un poco a mí y balancéndose sobre su drive.

Mis pechos volvían a reaccionar. Y de ver la cara rabiosa de Cardosa, que en ese momento hubiera entregado sus pelotas, pero las suyas suyas, para estar en el lugar del caddie , yo también estaba disfrutando.

–¿Dónde te duele, Richard? ¿Aquí? –y le puse la mano en el diafragma, de forma deliberadamente provocadora y mirando a los ojos a Cardosa, como la actriz que dedica una actuación a un admirador en primera fila de butacas.

–Más abajo, más abajo –rezongaba el caddie .

Debería haber frenado. Mi tío estaba cerca, muy cerca. De hecho se había inclinado sobre nosotros, interesado por el estado de su maltrecho caddie . Pero confiaba en que los gruesos cristales de sus gafas fueran una pantalla entre él y yo. Seguí bajando mi mano, que parecía conocer cuál era su destino final, dado lo abultado de los pantalones de Richard Javier.

–Aquí… ¿o aquí?

–Más abajo, más abajo –repetía el joven, cuando su lengua volvía a su boca después de haber hecho una fugaz visita por mis senos, que se pegaban a su cara, mientras un pezón se escapa travieso, ansioso por conocer nuevos horizontes.

Más deprisa, mi mano entró en sus pantalones y palpó con firmeza aquella promesa morcillona, que seguía y seguía subiendo, como si lo impulsase un gato hidraúlico. Cardosa tenía un rictus a camino entre la rabia contenida y quedarse boquiabierto ante el espectáculo. Y para colmo, había el hecho intimidatorio de que yo le siguiese manteniendo la mirada.

–¿Crees que debería hacer algo para aliviarle su dolor, tiíto? –pregunté con falso candor pero mirando al impotente Cardosa que parecía dudar entre morderse los nudillos de rabia o encargarse por sí mismo de lo que estaba sintiendo entre sus piernas, a juzgar de que incluso su holgado pantalón de golf parecía muy tensado en el punto, digamos, estratégico.

–Querida, haz lo que tengas que hacer –sentenció el tío Nicolás, sin que se pudiese saber si sabía de qué hablaba.

–¡¡No!!

–Cardosa, cállese –ordenó.

Yo sonreí malévolamente al consultor e hice lo único que podía hacer con aquello que me llevaba entre manos. Bajé la goma del pantalón y liberé el miembro que estaba tomando vida propia. La morcilla se había vuelto pepino. Como truco de magia no estaba mal. Empecé a cimbrearla.

–¿Esto te alivia, Richard?

–Sí, mucho, mucho. Que buena mano tienes.

–¡Lo que tiene es mucho cuento! –fafullaba Cardosa.

–Un ungüento, eso es lo que le estoy dando – y me encantó ver su cara de enfado.

–Cariño, no podemos estar aquí todo el rato. Si no puedes hacer nada más, Sara…

Por un momento parecía que mi tío iba a irse. Le miré un momento. Era difícil saber si desde tan cerca lo estaba viendo todo o en realidad no se enteraba de nada.

–No, espere, tío, me esforzaré más.

–Eres demasiado comodona, Sara. ¡Esta juventud! – se quejó chasqueando la lengua, signo inequívoco de que estaba a punto de perder la paciencia. Pensé en parar pero en cuanto me detuve un momento, Richard aulló:

–¡No pares, por Dios, no pares!

–Ahora acabo, tío Nicolás – y no me creerás, pero ni corta ni perezosa me volqué sobre lo que ya era una berenjena y más mal que bien conseguí meterla en mi boca. Recordé todas las veces en que mi novio me había pedido infructuosamente que le hiciera justo eso. Pero no me sentía mal. Al contrario, fue como una liberación. Y resultó todavía mejor cuando, con la boca llena, llegué a levantar la vista y pude contemplar a Cardosa, lívido.

De repente, Richard empezó a sacudir sus nalgas y sentí aquel pollón en el velo del paladar. Comprendí que se estaba corriendo y apenas pude sujetar el miembro por su base mientras se descargaba en mi boca, casi ahogándome. Incluso cuando me levanté todavía seguía manando, si bien con menos ímpetu.

–Tiíto, creo que Richard Javier ya se siente mejor –repliqué limpiándome la boca con el dorso de la mano.

–Es la primera vez que veo que sirves para algo, Sara.

–Suerte que lo has visto, que lo han visto lo dos –repliqué aunque en realidad estaba convencida, o quería convencerme, de que tío Nicolás, como siempre, no se había dado cuenta de nada, mientras que yo le daba su merecido al pervertido consultor al que se empeñaba en dar trabajo.

–Ciertamente, ya me encuentro mejor, mucho mejor –reconoció el caddie . Ha sido mano de santa.

–¡Y no sólo mano! –apuntilló Cardosa con lastimero pesar –. Pero no sé si santa es la palabra que yo hubiera utilizado.