Un hoyo difícil (Hoyo 3)

Sara es una niña pija, caprichosa y un tanto torpe a la que obligan a ir a buscar a su viejo tío al campo de golf. Pronto se verá inmersa en una partida en la que sólo quedará claro su falta de talento para el golf y lo bien dotada que, en contrapartida, está para otro tipo de juegos.

En el hoyo tres aquello ya se había vuelto insoportable. El sol empezaba a calentar y a mi pesar estaba más sofocada que antes. Mis esfuerzos para no pensar en mi novio y en los meses que hacía que no me tocaba resultaban inútiles. Me dolían los pies de caminar y, además, Richard Javier, el caddie , que según me dijo era venezolano; y Fede Cardosa, no hacían más que comerme con los ojos. Más incómoda no podía estar. Para colmo, siempre he sido harto patosa para los deportes y todo apuntaba a que el golf no iba a ser la excepción.

Si yo cogía una palo, Richard Javier, me miraba el escote, que era como para no verlo. Si me inclinaba a colocar una de aquellas estúpidas pelotas, Cardosa siempre estaba detrás mío, como si fuera difícil contemplar mi trasero con aquella faldita. El maldito Rubén hubiera podido seguirnos por el campo de golf por el rastro de baba que dejaban aquellos dos.

Encima, mi tío no hacía más que irritarse conmigo por mi poco pericia con los palos y se mostraba irritable, impaciente. Para intentar que mejorase en mi juego, tanto Cardosa como Richard se aplicaban en ayudarme a, en teoría, mejorar mi swing . En la práctica, cuando no tenía una mano en la cintura, directamente en la piel por lo corta de la camiseta, me ponían las dos en las caderas. Pensé que el venezolano era el más atrevido, cuando aprovechó uno de esos momento para apretarme las nalgas, haciéndome sentir un espasmo eléctrico. Pero pronto Cardosa me demostró, no sólo que estaba a la altura del caddie sino que su fama de acosador sexual en la empresa de papi estaba del todo justificada y que pensaba subir la apuesta conmigo.

Mi tío estaba enfrascada intentando un birdie , cuando sonó mi móvil. Lo había tenido que guardar en el calcetín pues semejante atuendo no estaba pensado para cosas prácticas, como bolsillos. Al combarme para cogerlo, aquellos dos salidos pudieron volver a verme las bragas sin problemas. Era Gregorio, mi novio.

–Sí.

–Cariño, estoy deseando verte en la cena de esta noche.

–Sí.

Entonces sentí en mis nalgas algo prominente y duro, que no, no era un palo de golf: Cardosa estaba aprovechando que mi tío, para variar, no se enteraba de nada.

–Y luego a mi casa, que mis padres no están. Ya estoy pensando en todo lo que te voy a hacer, Sara– me decía Gregorio por el móvil.

–Yo, también –pero mentía, claro. Sólo podía pensar en el repaso que me estaban dando por detrás. Tres meses de gimnasio para poner mi culito duro como una roca para mi novio y ahora ese cincuentón descarado era el que lo aprovechaba.

–Me estoy excitando sólo de pensarlo, cariño. ¿Tú estás mojada? –preguntaba Gregorio desde la distancia.

–Sí –pero no era por eso, era por sentir aquel pollón oscilándose suave contra mi trasero.

–Me encanta que seas tan caliente, nena. No cambies nunca.

–Tengo que dejarte, amor. Estoy con mi tío y su amigo.

–¿Te aburres mucho?

–No. Todos son muy amables. Se están esforzando a  tope para que me adapte a lo… duro que es el golfo.

–¿El golfo?

–El golf, quería decir el golf. Estoy en el club de golf con ellos.

Colgué. Me quedé quieta. Podía sentir su miembro pegado a mi faldilla tableteada. Sentía su respiración en mi cogote.

–¿No deberías guardar el móvil, guapa? Podrías perderlo.

El muy cerdo quería que me volviera a inclinar para volver a disfrutar de mi culito, que mi novio siempre comparaba con un melocotón. No le iba a dar el gusto.

–Ya lo llevo en la mano, gracias.

–Podrías guardarlo en mi pantalón de golf. Son muy anchos.

Y sin consultarme, me sujetó la muñeca y me metió la mano en su bolsillo. No sabía qué hacer. Nunca me habían tratado así. Solté el iPhone, y al hacerlo llevó mi mano hacia su verga. Lo correcto hubiera sido cerrar mi manita, pero no me pude resistir y acabé palpando aquella tranca, teniendo que reconocer que no estaba, ni mucho menos, a la altura de la de Gregorio.

–¡Venga, sigamos! –chilló el vozarron de tío Nicolás.

–Es que me ha dado un tirón. Llamo a que nos envíen un cochecito y le seguimos en un momento –se excusó el lujurioso consultor.

¡Un cochecito! Sabía que no debía, pero no seguir caminando era tan, tan tentador… El esfuerzo físico nunca ha sido lo mío, ya lo sabes.

–Yo iré con él, tiíto. No vaya a ser que sea algo más que un tirón…

Ni siquiera pagó la llamada. Fede Cardosa llamó al club con mi móvil. Pero en cinco minutos llegó un mozo con el carrito de golf.

–¿Quieres conducirlo hasta el próximo hoyo? –me ofreció el consultor.

La idea me encantó. Pero no hubiera debido. En cuanto oí el zumbido del motor me di cuenta que lo que quería el sátiro de Cardosa: que tuviese las manos ocupadas con el volante. Para empezar, en vez de indicarme el camino más corto, no hizo más que desviarme una y otra vez. ¿Y dónde creyó el canalla de Cardosa que era el mejor sitio para colocar el palo de golf que llevaba en la mano? Pues con el  mango entre mis piernas. Así que, si empecé el hoyo 3 mojada, lo acabé empapada del todo, porque el roce de la empuñadura contra mi intimidad no hizo más que intensificarse. No me atreví a dejar de conducir para apartarlo, y cada desnivel del terreno, cada piedrecita, no hacía más que provocarme una nueva excitación que se sumaba a las ya acumuladas. Como si mi cuerpo fuera una cajita de placer y me estuviesen subiendo el volumen dejando al margen mi voluntad.

Iba a llegar al éxtasis, me mordía el labio inferior de placer para no gritar, cuando por desgracia llegamos a donde estaba mi tío y su caddie . Mala suerte, ya que Fede Cardosa retiró el palo del 7 justo cuando estaba a punto de llegar al climax, dejándome con las ganas y aferrada al volante para no temblar.

–Ya era hora –refunfuñó mi tío, que por culpa de sus gafas no pudo ver dónde su empleado me había metido el mango – Cualquiera diría que habeis venido de ruta placer.

Casi había sido eso. Pero mi tío no pudo darse cuenta. Sí, en cambio, Richard Javier, que al notar la situación en la que me encontraba puso los ojos como platos. Azorada, aparté la mirada, pero fue peor. Pude contemplar como Cardosa, ya fuera del cochecito, se golpeaba la barbilla con el mango del palo del 7, como si estuviera pensativo. Y cuando creyó que nadie le mirába dio un rápido lametón al mango de cuero. Pero yo le ví. Y me provocó un estremecimiento. Sería mentira decir que sólo fue asco.