Un hoyo difícil (Hoyo 1)
Sara es una niña pija, caprichosa y un tanto torpe a la que obligan a ir a buscar a su viejo tío al campo de golf. Pronto se verá inmersa en una partida en la que sólo quedará claro su falta de talento para el golf y lo bien dotada que, en contrapartida, está para otro tipo de juegos.
Te cuento esto porque siempre he pensado que la vida te da la oportunidad de equivocarte muchas veces y la ventaja de ser una chica como yo es que hasta ahora esto no había tenido consecuencias. Pero intuyendo que las circunstancias estén a punto de cambiar, prefiero optar por desvelarte la situación como buena amiga que eres y recabar tu criterio, ya que de las dos siempre he sido, sino alocada, si lo bastante egoista como para basar mi vida en la frivolidad, mientras que tú has destacado por tu prudencia y saber estar. Sólo te pido que no me juzgues, si bien tu consejo será bien recibido. A cambio, prometo no ahorrarte ni un solo de los detalles aunque algunos de ellos no me dejen precisamente en buena posición, en todos los sentidos.
Siempre me molestaba que mi padre me enviase a recoger a mi tío al campo de golf. Lo único bueno es que me dejaba el 4x4 a pesar de que apenas tenía el carné hacía dos meses. Había intentado protestar, pero ante mis mohines mi padre sólo me dijo que era una consentida. ¡Cómo si se pudiera ser de otra manera cuando tienes 18 años y tu padre es el rey de las farmacéuticas! Pero preferí no negarme, porque en realidad mi padre sólo es el gestor y el dinero pertenece a mi tío Nicolás, al que por cierto no soporto.
Para empezar, es feo, bajito y con unas gafas tan gruesas que apenas ve nada. Además es un meapilas de cuidado. Y eso que ahora ya hace dos años que he conseguido que no me lleve a misa. Pero siempre ha querido que la familia se base en los valores más conservadores. Sin ir más lejos, mi novio y yo sólo habíamos podido hacer el amor cinco veces desde que salimos juntos, tan estrecha es la vigilancia de mis padres y tan rígidas sus costumbres. ¿De qué sirve tener tanto dinero si una chica no puede divertirse? Entre los estudios y las actividades extraacadémicas apenas nos habíamo visto en los últimos tres meses y mi cuerpo vibraba como un diapasón por su ausencia. Sufría abundantes sofocos, cambios de humor y estaba nerviosa perdida, casi sin poder pensar en otra cosa.
Como en ese momento, en el aparcamiento del campo de golf, cuando me despisté y choqué de la manera más tonta con otro coche en el aparcamiento. Era uno de esos utilitarios que de tan baratos dan rabia. Por suerte a mi todoterreno no le pasó nada. No se podía decir lo mismo del boño que le hice a aquel bloque de chapa barata. Esperaba que nadie me hubiese visto, pero no era mi día de suerte: el propietario estaba dentro. Y además le conocía, era, Rubén, el odioso responsable del Club de Golf. Un jovencito arrogante que se creía alguien porque mandaba un grupo de camareros.
–¡Maldita sea!
Se dirigió hacia mí hecho un basilisco. Yo hice lo que hago siempre, cuando quiero ablandar a mis profesores, a mi novio, o cualquier dependiente: lucirme. ¿Cómo se puede contradecir a una criatura tan encantada de conocerse como yo? Abrí la puerta del todo terreno y dejé que me contemplase. Era la niña perfecta, ya me conoces. El pelo cayendo sobre mis hombros como una cascada. Mis pantalones color camel, lo bastante ceñidos como para que se imaginase lo que había debajo pero no tanto como para que se pensase que era una puta, las botas de caña alta y la camisa blanca, nívea.
–¿No ves por dónde vas?
–Lo siento, no ha sido culpa mía – y a posta, al ver que no estaba mucho por perdonarme me incliné un tanto sobre el volante para que mis pechos tensaran la tela de la camisa… sabía que llevaba un sujetador de lencería tan fina como inadecuado para albergar unos pechos 110 C a poco que les pusiese a prueba. Le lancé mi sonrisa más encantadora, la de chica boba que nunca paga por nada.
–Sí, ha sido culpa tuya. Hablaré con tu tío para el tema del seguro.
Y se dio la vuelta indignado. Parecía inmune a mis encantos hasta que se volvió. Sonreí pensando que ya lo tenía pero en lugar de ello replicó:
–Por cierto, se te ha soltado un botón de la camisa –y siguió su camino. Me fijé y tenía razón, había calculado sobre mi sostén pero no sobre los botones de mi blusa, cuyo ojal había cedido bajo la presión y le había mostrado mucho más de lo que quería y de lo que se consideraba correcto y de buen gusto para un chica de buena familia como yo. Nunca me había sentido tan humillada. Me abroché rápido y busqué donde dejar el vehículo.
Mi tío estaba en el bar del Club de Golf. Allí le acompañaban su joven caddie y Federico Cardosa. A Fede lo conocía hace tiempo. Era el director de ventas de la empresa hasta que papá lo tuvo que despedir para tapar un caso de acoso sexual. Desde entonces hacía de consultor de mi tío.
–¿Qué haces aquí? –preguntó mi tío–. Llegas dos horas antes.
Lo sabía, lo que pasaba es que aquella tarde había quedado con mi novio, al que no veía desde hacía un mes, y quería intercambiar algo más que palabras antes de tener que volver a casa a las once.
–Venía a buscarte.
Mi tío me miró. Bueno, mirarme era un decir. Además de bajito y de llevar la gorra de golf calada hasta las cejas, su característica más determinante eran sus gafas de culo de botella. De hecho, su papanatismo religioso era inversamente proporcional a su agudeza visual. Pero estaba forrado y era generoso conmigo, su sobrina favorita. Cada vez que iba a buscarlo me daba una propinilla de 400 euros.
–Pues no me voy. Acabo de reservar una partida de nueve hoyos. Tendrás que esperarme en el bar.
–Podría jugar con nosotros. Sólo son nueve hoyos y podríamos enseñar a la chiquilla –propuso Fede.
–No, tiíto. ¡Odio el golf! ¡Y, ademas, siempre se me han dado mal los deportes!
–Sería bueno para ti, Sara. Te ayudaría a ser más paciente.
–Pero tío…
–Ni tío ni nada. Rubén te dará ropa adecuada –zanjó mi tío. Y su tono no admitía discusión. Se volvió al indeseable de Rubén, que estaba en la barra:
–Dale a la chiquilla alguna ropa para que venga con nosotros y pueda manejar los palos.
Fui hacia el encargadillo pensando que a lo mejor aguantar aquel rollo de partida sería mejor que soportar las miradas de desprecio de Rubén en el bar.
No tuve que esperar ni un minuto, cuando Rubén me tendió un fardo de ropa y me advirtió en un tono que entonces no entendí:
–Es lo único que hay.
Salí del vestuario indignada. Rubén apenas podía contener la risa sardónica.
–No pensarás que voy a salir ahí fuera con esta pinta…
Esta pinta consistía en una faldita de cuadritos lila y tableteada, extremadamente corta, que a justo cubría mi culito respingón. Y la camiseta parecía de talla infantil, no sólo porque apenas podía contener mis senos, que mi novios siempre ha calificado de turgentes, sino porque de tan corta sólo me llegaba al ombligo y que parecía tensada al máximo por mi delantera. La únicas piezas de mi talla eran los zapatos, los calcetines cortos y tobilleros en malva que hacían juego con la faldita, y una visera para el sol.
En pocos segundos todos los vejestorios que desayunaban en el bar del campo de golf habían dejado de masticar para mirarme y no precisamente con curiosidad.
–¡Te estamos esperando! –gritó el tío Nicolás desde la puerta.
–Dame otra ropa o te mato –farfullé entre dientes. Pero la mirada de Rubén no admitía amenazas.
–Por favor… –supliqué.
–Señorita, Zorrilla, es la única disponible. Y no le miento si le digo que le sienta como anillo al dedo.
Luego se volvió y empezó a fregar unos vasos. Le odiaba. Por lo que me estaba haciendo, pero sobre todo por el tono en que había pronunciado mi apellido. ¡Por Dios, era lo bastante rica como para que nadie me llamase por el apellido! ¡No me pasaba desde primaria!
–¡No tenemos todo el día, nena! –bramó mi tío, que si había perdido vista no había pasado lo mismo con su vozarrón, por lo que si todavía quedaba alguien que no se había fijado en mí ahora todas las miradas estaban clavadas en mi figura. Hice de tripas corazón y crucé el salón pensando que cuánto antes acabase aquel aburrimiento, antes me vería con mi novio para lo que de verdad me interesaba. Crucé la estancia sintiendo como todos los presentes me comían con los ojos. Para colmo cuando ya estuve fuera, pero con el inoportuno de mi tío sujetándome la puerta para que todos pudieran verme, una inesperada brisa aprovechó el vuelo de mi falda para que nadie pudiese perderse una perfecta imagen de mi trasero, cubierto por unas braguitas brasileñas de encaje blanco, perfectas para la velada que me esperaba con mi prometido, pero mucho más pequeñas de lo que me hubiera gustado en ese justo momento.