Un hombre

Yo era un adolescente orgulloso, él un hombre dispuesto a bajarme los humos (y otras cosas)...

Fumo y vuelo por el espacio adolescente que siempre está al acecho. Lo veo como era, sus piernas gruesas en los múslos, su cadera ancha y potente, la espalda cargada sobre hombros redondeados, pecho marcado y torso grueso, sin cintura. Es imperfecto y me encanta. Un macho no se hace en gimnasios, se talla como roca golpeada por el mar de la vida. Ahí se hacen manos grandes y pesadas, antebrazos fuertes, biceps tubulares; ahí la cara se hace ruda, de hombre de verdad.

Así como puedo verlo a él, puedo verme a mí como era: quince años en un cuerpo delgado y fibroso, dorado y lacio como el pelo, una línea recta que se curva en la redondez perfecta de las nalgas Cola dura, firme, alzada, orgullosa y llevada con orgullo, sin entender del todo por qué más de un hombre se da vuelta cuando entro al vestuario del balneario, por qué a más de uno se le enturbia la mirada cuando camino a las duchas sin otra cosa encima que una toalla escasa puesta a modo de taparrabo. Si, tapando exactamente lo que quieren ver, el rabo, mi rabo. Y me divierte, lo disfruto, juego con esos hombres que esperan que me quite la mínima prenda que me cubre, y yo lo hago lentamente, giro, los dejo ver fugazmente y me escondo tras la cortina de la ducha. Y sé que quieren más, estoy descubriendo el placer exquisito de hacerse desear. Lo disfruto, los incentivo. ¿Les gusta mi cola? A mí también. Por eso tomo sol con una tanga diminuta en la terraza, donde nadie me ve, para que después ellos vean el triángulo blanco en lo más alto, reposando sobre las redondas y bronceadas nalgas, mientras mi pequeña pijita duerme sobre mis cada vez más inquietos huevos. Porque para ese entonces aún no se había despertado. Apenas algunos amagues, nada serio. Es que él nunca había entrado al vestuario.

Lo había visto alguna vez de pasada en la playa. Pero era fugaz. Llegaba y cuando apenas se lo había visto, ya estaba en el mar, nadando. Después se secaba al sol, se levantaba y se iba. Era solitario, callado, intrigante. Nada más. Hasta que lo vi en el vesturario.

Yo practicaba mi juego con los babosos (eso pasaron a ser desde ese día) cuando lo descubrí sentado en medio de un banco largo. Estaba con las piernas estiradas de modo que quedaban en el paso. Me detuve, lo miré y vi que no correspondía mi mirada. Como si yo no existiera. ¿A si? Pensé desde mi personaje de jovencito lánguido. Permiso, dije en voz alta. Sin mirarme siquiera de reojo, recogió las piernas dándome paso. Me molestó, no estaba acostumbrado a la indiferencia. Me metí en la ducha y lo vi pasar. Iba desnudo, pero llevaba la toalla en la mano y no pude ver. Y no es que haya querido mirarle la pija, pijas por ese vestuario desfilaban todo el tiempo. No, quería verlo a él de cuerpo entero. Ese fue mi primer deseo respecto a él, verlo completo, un hombre completo.

Ese día empezó otro juego, un juego que convertiría al que había practicado hasta entonces con los boludos del vestuario en un inocente jueguito de niños, y a ellos, los boludos, en unos pajeros incapaces de aprender que el deseo puede ir mucho más allá de lo que el cuerpo muestra. Jamás sabrán lo que es penetrar en una cabeza. Nunca lo sabrán. El y yo, si. Yo lo aprendí de él, él lo sabía todo, y me lo fue enseñando desde la primera vez que descorrió la cortina de su ducha.

Se paró de frente y se dejó ver. Lo vi enjabonarse, frotarse con tal precisión que en ningún momento pude verlo completo como quería. Comprendí inmediatamente que debía hacer lo mismo, sólo que de espaldas y escurriendo de su vista mi orgulloso pompón. Y así pasamos varios días espiándonos mutuamente, esperando uno que el otro se desnude para ir detrás, ocultando yo mi cola, él su pija.

Seguíamos un riguroso órden, un acuerdo tácito que hacía que nos turnáramos en la delantera hacia las duchas. El día que por ansiedad lo alteré, me miró paralizándome, superó mi línea dejándome tras su poderoso trasero y se bañó sin descorrer la cortina haciéndome pagar el error. Me dio rabia. Pero también un delicioso estremecimiento al saber que me marcaba con rigor. Así era, una mezcla de dulzura y rigor.

Lo supe cuando por fin él decidió avanzar. Yo tomaba sol boca abajo cerca de la orilla, y de pronto siento unas gotas frías sobre mi espalda. Me doy vuelta y lo veo. Me sonríe. Se agacha y me habla. Hasta entonces desconocía su voz, áspera, cálida. Habla de los contrastes, del sol ardiente y el mar refrescante; de la gota fría sobre la piel caliente; de la juventud y la madurez; del dolor y el placer. Habla, habla y yo escucho. Me encanta lo que dice y como lo dice. Sus largas pausas en las que mira el horizaonte y veo en su mirada profunda mil vidas. El ejemplo que usa cuando dice "lo áspero sobre lo suave" apoyando la palma de su mano sobre mi espalda. Siento un cosquilleo en la entrepierna, un fuego en el vientre, y algo que se endurece. Por primera vez se me pone dura. Se me puso dura ahí, en medio de la playa, sólo por escucharlo, sólo por sentir su mano. Entonces empezó a hablar de los animales, iba por donde quería y me llevaba, yo me dejaba llevar. Como un perrito. "Así, dijo, son los animales, se dejan llevar por el instinto. Se buscan, se huelen sin importar el sexo. Lo que vale es si el olor del otro los atrae, si se alzan. Juegan, van y vienen hasta que el grandote monta al chiquito y pone fin al juego". ¿Y si el chiquito no quiere? Pregunto fingiendo una inocencia que ya estaba perdida. "A esa altura quiere", dijo. Insisití. No me contestó. Se puso de pie y lo vi sólido y con un buen promontorio abultándole el slip. Metió la mano y se lo acomodó. Me avergoncé del pequeño bultito que se marcaba en mi malla. "Vamos" dijo y sin hacer preguntas lo seguí. Supuse que íbamos a las duchas y que seguramente ahora sí me dejaría ver su alzada poronga. Me equivoqué. Y no porque no me la mostrara.

Cuando quise acordar estábamos entrando a un edificio frente a la playa. En el ascensor le pregunté dónde íbamos. Su respuesta fue estirar la mano y meterla por la pernera de mi malla para apoyarla en la íngle con fuerza. Quise apartar su mano tomándolo por la muñeca. Se acercó más arrinconándome y haciéndome sentir el calor de su cuerpo casi contra el mío, el olor del mar en su piel, el aliento de su boca a centímetros de la mía, sus ojos clavados en los míos. Un instante maravilloso que quise que durara para siempre. Pero el ascensor se detuvo. "Bajá" me ordenó. Yo abrí la puerta dispuesto a hacerlo, pero él lo impidió tomándome del pelo. Tirando hacia abajo me obligó a ponerme de rodillas. "Que bajes a mis pies, eso quiero. En cuatro" ordenó. Así me hizo caminar delante de él por el pasillo que iba al departamento. Mi sangre estaba alborotada y mi mente en llamas. Hasta que un ruido me asustó devolviéndome a la realidad y haciéndome reaccionar. Intenté pararme y me advirtió "ni se te ocurra". "Nos pueden ver" le dije asustado. "A quién puede importarle que lleve un cachorro a mi casa" dijo tomándome del pelo para arrastrame hasta la puerta. La abrió y me empujó hacia adentro. "¡Sos un animal!" grité más caliente que enojado. El se bajó el eslip y en el ocre tibio del ambiente lo vi por pirmera vez completo. Entero. Desnudo. Tal como era. No sólo en lo que mostraba, también en lo que deseaba, en sus fantasías, en lo que metió dentro de mí, que no fue sólo un pedazo, fue su vida, toda su vida penetrándome en los jadeos en mis oídos, en sus palabras vibrando en mis tetillas, en sus dedos hurgando entre mis piernas. Sus manos fuertes arrancaron mi malla, su lengua de pétalo lamió la planta de mis pies, los múslos, las nalgas temblorosas, mi ojete rosado y palpitante. Y los dos en cuatro patas fuimos como animales en celo. Perros. "Mi cachorro" balbuceaba, tenés el culito más hermoso que haya visto en mi vida. Me cachorro bien cuidado y enseñado para que este perro alzado y callejero se lo monte".

Decía y me lamía la cara, se metía debajo de mi cuerpo para olfatearme, lamerme. Lengua larga y suave que se desliza por mi vientre y toca como azote de algodón mi glande, lo chupetea. Me come. Todo me come. Y me envuelve el cuello con sus piernas empujando mi cabeza hacia su pija. Esa enorme pija oliendo a macho alzado. La chupo como él chupa la mía, aunque la mía entra entera en su boca y la suya me desborda. "Así cachorrito, chupámela así" dice, aunque no necesito que me lo diga para saber que le gusta. Lo sé porque lo disfruto y si yo gozo él goza. Y la mamada es larga, es chupar y chupar, y él, sabio, marca el rítmo, y cuando de pronto estamos los dos enloquecidos, chupándonos a más no poder, cuando estoy sintiendo algo que nunca había sentido en mi vida y que preanuncia un estallido, afloja la mamada, me va apartando de su pija aunque yo quiera seguir chupando, y de pronto estamos de nuevo los dos en cuatro buscándonos, lamiéndonos, mordiéndonos, y él que quiere montarme. "¿Y si el cachorro no quiere?", lo desafío escabulléndome por debajo de su cuerpo. Me tomó por el tobillo y me arrastró hasta que quedé nuevamente debajo de él, metió su mano entre mis piernas apretando suavemente mi paquetito, y me hizo sentir su cabezota caliente, mojada, apoyada contra mi ojete. No pude más. El cachorrito también quería. Alcé la cola para que se abriera y me dejé coger.

Y él, sabio, fue delicado, contenido para amortiguar el dolor de la primera vez. Puso la puntita suave y la acompañó pajeándome lentamente. Calzó la cabeza y le dio más rítmo a la paja haciéndome pedir. Metió el tronco y ya no me importa que me duela, dámela toda, dámela toda, toda, hijo de puta, cogeme bien cogido, perro, perro, perro, cogete a tu cachorrito, emperrame. Y fuimos y vinimos como perros alzados, calzados. Fuimos un intenso amasijo de brazos, piernas, pijas, culos, huevos, del que solo salían gemidos, gritos, flujos, jadeos, rebuznos. No hubo respiro, ni demoras, ni esperas. Fuimos uno en el exacto momento en que nuestros cuerpos se abotonaron, sus huevos se apoyaron en los míos, su pija se clavó íntegra en el lugar justo en que un hombre siente que el otro está todo dentro suyo, lo llena, lo hace pedir desesperadamente, y el borbotón de leches llega mientras su sienes laten, sus manos aprietan las mías, y mi temblor desesperado parece interminable en el empujón de su verga enhiesta. "Ayyy, pa... ay pa, ay pa, ayyyy papito, cogeme papito, cogeme, cogeme papito cogeme, cogeme papito cogeme, asi, así pa, así...vamos, vamos papito, más...así, así, así, así... así que me voy, me viene la leche, me salta, ahhhhhhhhhhh, lechitaaaaaaaaa, ahhh, lechita..." y chillo mientras acabo en su mano, y él rebuzna mientras me llena la cola de leche.

Después la nada.