Un gaucho llamado Eneldo

Un hospital en el medio de la selva, un médico muy jóven y el ayudante de enfermero, una pasión desatada en una noche de lluvia.

  • No me hables más, haceme el favor- le dije con rabia. Habíamos salido esa noche a bailar a un poblado medio miserable mas o menos cercano, y aunque a mi, el tipo me gustaba demasiado, me pareció evidente que el sentimiento no era mutuo: que Recaredo, no tenía ningún interés en mi Apenas llegamos al lugar, me dejó solo frente a un gallinero y se largó a bailar cumbia con una gorda tetona y desfachatada, con el ombligo al aire, el borde superior del culo tatuado y medias caladas, la muy puta. Despechado y algo borracho, me fui.

Ahora arrepentido, el me llamaba. Pedía perdón, lloraba, golpeaba la puerta, se subía al árbol más próximo a mi cuarto. Yo no quería disculparlo. Lo estuve mirando largo rato desde la ventana de la planta alta del hospital y me dio miedo. Mas tarde vi que no paraba de caminar de un lado al otro, y finalmente, advertí que se había sentado en el banco de plaza del jardín. A cada rato miraba hacia mi cuarto, hacia mi ventana, como esperando que yo saliera en cualquier momento. No lo haría. No debía hacerlo. De a ratos, el golpeaba el suelo con su pie derecho como si fuera un caballo impaciente. La sangre me corría pesada y el resentimiento podía más que mi deseo, que mi soledad, que mi calentura.

Además en el pueblo no se veían demasiado bien esas confianzas entre personas de distinta "jerarquía". Entre jefe y subordinado. Una vieja vecina, muy amiga del cura, me lo había señalado. Mantenga las dictancias, doctor. Esa gente se toma confianzas y al final la gente decente, como uno, sale perjudicada….

Recaredo en realidad se llamaba Agustin Eneldo Recaredo. Había nacido hacia unos cuarenta años en un pequeño pueblo del noroeste argentino muy cerca de allí. Eso explica su segundo nombre. En algunos lugares olvidados por la geografía, los gobiernos, y la buena suerte, lugares pobres y sin futuro, la gente se aburre tanto, que hace hijos todos los años y cuando se le acaban los nombres de santos conocidos, elige para su hijos nombres imposibles, raros, vaya a saber de qué orígen.

En estas épocas de cocina "gourmet" el eneldo es conocido como una hierba exquisita, ya muy difundida en la antigüedad, que se usa en ciertos platos como el pescado, el cordero, los pikles especialmente. Pero cuando Recaredo nació y por muchos años, ese nombre exótico y poco común, lo mortificaba al punto de no usarlo casi.

Porque este Eneldo, el que me llamaba desesesperado en esa noche desvelada no era una hierba exquisita, sino un gigante de la selva, un especímen autóctono de aquellos parajes, corpulento y fuerte. También era un gaucho, un trabajador rural, medio nómade y sin familia, un busca vidas de a caballo, convertido por el azar, la casualidad o el destino en ayudante de enfermería, camillero y chofer de ambulancia, en el hospital rural en el que yo había sido nombrado médico de guardia, a mis 27 años.

El hospital estaba a la entrada de una región selvática en la provincia más pobre del país. Y en ese lugar tan remoto, tan perdido en el mapa, en ese pedazo de aldea azotada por la hostilidad del abandono, yo estaba pagando deudas antigüas.

El hospital rural era tan precario que carecía hasta de lo elemental, salvo de pacientes: de enfermos casi indigentes, muchos de ellos indígenas de una población cercana de la etnia toba, la mayoría mujeres y sus hijos pequeños. En ese ambiente de extrema pobreza, yo era el doctor, "el yubio" venido de la ciudad, que aliviaba como podía tantos dolores ancestrales. La gente era tranquila, mansa, sumisa, demasiado acostumbrada a sufrir, demasiado necesitada de todo como para quejarse. Demasiado acostumbrada a la enfermedad y a la muerte.

Yo había terminado una relación de pareja de casi siete años, con el gerente de un banco internacional y un poco para castigarme por haberle sido infiel y otro para castigarlo por no perdonarme, había partido a ese lugar remoto, a convivir con los más desprotegidos, sin avisar cuándo volvería. Había echado a perder el amor de mi vida y ahora estaba pagando mi culpa.

Nunca pensé ni remotamente en llevar una vida normal en ese rincón desolado: no se me ocurrió ni pensar en coger en semejantes parajes. Aunque tenía las obvias necesidades, y mis hormonas trabajaban doble turno, me había decidido a hacer una vida recoleta, de abstinencia y moderación, y eso era parte del precio que tenía que pagar. Mi castigo.

En los primeros días lo pude soportar bien. Trataba de concentrarme en el trabajo y terminaba la jornada tan cansado, que mis únicos deseos eran bañarme y acostarme a dormir. Pero mientras fue pasando el tiempo, mi soledad se acentuaba y no dejaba de pensar en aquel amor perdido, en mi estupidez y egoísmo, en mi frivolidad. Te lo merecés por puto, decía mi conciencia. Y flor de puto me sentía.

Los ruídos de la noche: animales salvajes deslizándose por entre la vegetación espesa, intrincada y oscura, los pájaros cantores, las aves de rapiña, los insectos mortificantes, el eco de los ruidos de la selva inmensa y próxima, las hojas de los árboles, o los largos silencios donde el viento era la única interrumpción de ese calor insoportable y húmedo, me daban una profunda tristeza.

Apenas lo concocí a Eneldo, supe que era peligroso darle muchas confianzas: el morocho era una tentación de carne con su enorme cuerpo privilegiado, sus piernas fuertes, su culo grande y carnoso y ese bulto espectácular que no disimulaba el escaso y desteñido uniforme.celeste de ayudante de enfermero. Lo primero que le vi fue el paquete prometedor y grande, que acomodaba a cada rato: la enorme verga para un costado, los gordos huevos para el otro. Su bulto me tenía hipnotizado. Podía imaginarme el glande, el tronco venoso, la piel húmeda, los huevos colgando, los pelos rodeando el tesoro. Hasta el olor de sus huevos, de su ingle y su humedad me imaginaba. Que puto soy….

El hombre siempre andaba acalorado, con los primeros botones de la camisa del uniforme desabrochados, el pelo largo, lacio y renegrido tapándole la cara, parecía torpe en sus movimientos, pero poco a poco me di cuenta de su agilidad, comprobé su eficiencia, su dedicación al trabajo y su prolijidad. Bueno esta bién, para ser sincero, Recaredo principalmente me conmovía por su sensualidad: tenía un bulto que me volvía loco y un culo gordo y paradito que me calentaba a cada rato. Me costaba sacar los ojos de encima, de aquel paquete grande que se movía con el, a toda velocidad por debajo de sus bombachas (pantalones amplios) de gaucho, y de aquel trasero, gordo y fuerte, bien redondo pero bien de macho, digno de golosos, culo para comerse con cuchillo y tenedor como suele decirse. Culo para poner entre dos rebanadas de pan y morder. El culo de Eneldo se prestaba para comerlo sin condimentos.

El buscaba mi compañía, me perseguía durante el día como si no se diera cuenta de la manera loca en que me calentaba. La sola cercanía de su piel, el calor que irradiaba su cuerpo, su olor limpio y masculino, la fuerza de sus brazos, y ese descontrol de su mirada en la mía, me convertían en un títere de su voluntad: yo era como un mosquito prisionero en su telaraña .

Aquella noche , la del baile, lo seguí mirando, detrás de las cortinas de mi cuarto y cuando se largo a llorar tuve miedo que su borrachera lo llevara a hacer cualquier locura. El hospital estaba casi desierto, salvo una vieja que agonizaba lentamente, casi sin molestar a nadie del mismo modo que había vivido.

Paró un poco de llover y bajé a hablar con el. Me miró con los ojos vidriosos, lloraba, me pedía perdón, y sus manos enormes trataban inútilmente de aferrarse a mis hombros.. .Acerqué la lampara y le dije que me siguiera. Como pudo subió las escaleras, la respiración entrecortada, la ropa completamente empapada por la lluvia. Lo llevé hasta la ducha de mi cuarto, le quité la ropa como pude y dejé que el agua caliente le devolviera su temperatura natural. Con un jabón de coco recorri sus brazos, su cuello, las dulces tetillas de su pecho, su espalda, la fuerte musculatura de su tórax, la fuerza casi bestial de su pija enorme y semi dormida, sus huevos colgantes , su culo , y aquellas piernas de maceta gruesas y muy sensuales. La espuma del jabón daba a su piel un brillo lunar, un resplandor que me enceguecía (o era mi calentura desatada) por el solo contacto de aquel macho imponente.

Cuando lo sequé, centímetro a centímetro, recorriendo con el toallón, la superficie sensual de su cuerpo, sentí que el recobraba su conciencia: que la borrachera había escapado con el agua y el jabón de coco. Lo mire a los ojos, y en la imagen vidriosa que me reflejé advertí mi propia soledad.

Te quedás a dormir en la sala, y me cuidas a la vieja que está por morirse. Cualquier cosa me avisas, le dije una vez que su borrachera dejó de ser la excusa para aquella intimidad., para ese sudor que recorría mi frente mis axilas, mis ingles, la raya oscura de mi culo en llamas. Estaba re caliente con ese hombre, y su cercanía me producía una ansiedad, que me daba palpitaciones, temblores, agitaciones. El era la fuerza violenta de la selva y yo la presa de carne encendida.

Volví a mi cuarto pero no me podía dormir, la lluvia se había hecho un diluvio y en la oscuridad, sólo los relámpagos iluminaban por momentos la noche cerrada. Tuve frío por momentos y el recuerdo de los hechos vividos en esas últimas horas me perseguía.

Al principio no advertí el calor de su cuerpo pegado al mío, la fuerza casi brutal de tus piernas envolviendo las mías, su aliento en mi cuello, sus brazos abrazados a mi pecho, y la inesperada suavidad de sus besos calientes en mis hombros y en mi nuca. Moví mi cuerpo como un reptil y la presión de su pija gorda, erecta, hirviente y dura hizo estemecer mis entrañas. - Quedate asi me dijo, mientas bajaba mi slip inmaculadamente blanco, - quedate asi mi amor, y me fue arrastrando por la cama hasta encontrar la mejor posición para ensartarme su enorme poronga, para penetrar mi orto desesperado, y poseerme hasta el fondo, hasta donde no entra el sol ni revive el pasado, allí donde su sangre se vuelca en la mía en un acto definitivo de posesión.

  • Dame ese culito, gritaba, - dame ese orto hermoso que necesita de mi poronga, entrega el culo a tu macho, bebé, me decía, mientras su lengua como una lava hirviendo , recorría mi nuca , mis orejas y mi cuello haciéndome temblar.

Su garcha poderosa, iba entrando descarada y vencedora por mi agujero dilatado tomando posesión de mis más inéditos rincones, y mi culo blanco, lampiño, y suave se abría de par en par a aquellas estocadas de semejante espada brutal y salvaje.

Y con una voz que ni yo reconocía, yo le pedía que me cogiera, que me diera pija, que se hundiera en mi culo puto y libertino, libre y desgraciado, y no me cansaba de sus vaivenes fuertes y repetidos por un largo tiempo, hasta que su carne se fue expandiendo más y más dentro de la mía , en el último minuto previo al clímax, hasta el instante supremo en que su leche caliente y desbocada llenaba mis entrañas, y se iba corriendo despacio por mis nalgas y mis piernas.y el primero de los gallos anunciaba el nuevo día. Había dejado de llover.

galansoy

Con todo afecto a quienes me leen con frecuencia, en mi retorno a Todo relatos, después de un tiempo. Mucho afecto para todos , g.