Un fraile, dos frailes, tres frailes...

Dos equivocados; una solución.

Un fraile, dos frailes, tres frailes

1 – Resolución

Había hecho todo lo posible por mantener una relación estable con un chico y no encontraba la forma. Me había entregado por entero a varios. Enseguida me di cuenta de que se trataba de pasar una época juntos follando y buscar el cambio. En mis dos últimas relaciones fue distinto. A Fede le exigí fidelidad; tanta como yo le di… pero la cosa no duró. Y lo de Isidoro fue mi remate. Su constante cuidado por mí, sus caricias (aparentemente) sinceras; un cariño que no había encontrado en nadie… Dejé mi vida en sus manos; dejé a mis otros amigos; dejé… Tuve que dejar de pensar que iba a encontrar una relación estable. Estuve más de un mes traumatizado cuando lo encontré en mi propia casa follándose a un chavalito de poco más de dieciocho años. Podía comprender que le atrajese tanta belleza y tanta juventud; a mí también me atraía y sigue atrayéndome, pero tuve también oportunidad de hacerlo y dos cojones para evitarlo porque lo amaba.

Cuando empecé a salir normalmente y volví a notar las miradas insinuantes de los chicos, quise correr a casa, encerrarme y no volver a salir más. Sin embargo, tomé de la mano a Juan José, virgen, y me lo llevé a casa. Pude comprobar por mí mismo que a sus 20 años no había tenido ninguna relación. Me insistía en que sólo se había hecho montones de pajas pensando en algunos amigos de la facultad, pero lo descubrí, como digo, por mí mismo: ni siquiera sabía cómo cogérmela para masturbarme y tuve que desistir de penetrarlo porque me rompía el corazón oír cómo reprimía sus quejidos y todo su cuerpo se estremecía y temblaba sin haberle metido ni siquiera la punta. Acabé haciéndole una mamada que me dijo que quería repetir y me dejé hacer una paja «sui generis» que, más que darme placer, lo complació a él. A la segunda llamada insistente para que nos viésemos para follar, me vi enseñando a un verdadero chico novato que, con toda posibilidad, acabaría follando también con otro para mostrarle sus nuevas habilidades. No soporté su insistencia – aunque no fue tanta – y decidí hacer lo mismo que hizo mi tío: ingresar en un convento y retirarme del mundo.

  • Miguel, hijo – me aconsejó -, no creas que irte a un convento te va a retirar del ruido que hace este mundo. Te soy sincero ¡Créeme! Sólo puedo darte este consejo y tienes que creer lo que te digo, pero no me pidas explicaciones

  • ¿Cómo que no te pida explicaciones, tío? – me desesperé - ¡Tú eres fraile! ¡Tú sabes de eso porque entraste en la orden! ¿Cómo me aconsejas que yo no me retire?

  • ¿Sabes lo que es un dogma de fe, hijo? – se quedó meditabundo - …¡Se trata de creer sin ver! Te aconsejo que me creas ahora, pero no me pidas que te aclare el por qué de ciertas cosas. Lo que quieres es retirarte, aislarte, dejar el mundo que conoces para encontrar la paz en un convento y con la oración a Dios Nuestro Señor… - volvió a hacer una larga pausa

  • ¡Coge tus cosas y vete a vivir a un pueblo perdido, pero no busques esa paz en el claustro! No puedo decirte nada más ¡Hazme caso!

No hubo más explicaciones, así que decidí ingresar en otra orden y recuerdo muy bien cuánto trabajo me costó. Pero lo conseguí.

2 – La casa del «señor»

Dejé mis ropas donde me dijeron, me puse el hábito y comencé a cumplir al pie de la letra las normas de «la casa». Obediencia, silencio, oración, recogimiento. Todo aquello me atraía más que lo que había vivido en mis casi treinta años. El principio fue difícil… pero un día

Mi celda estaba al final del último pasillo. Quizá era el ala más fría, solitaria y terriblemente aislada de todo el convento. Las normas impedían tener nada propio; todo pertenecía a la comunidad. Ni siquiera tenía un pomo para cerrar mi puerta; mucho menos para cerrarla del todo. La cena fue rápida, entre oraciones y miradas sonrientes mezcladas con más oraciones y lecturas. En frente a mí había también un novicio que me miró primero con mucha tristeza (cosa que no entendí) y esbozó luego una sonrisa sincera. Sólo vi, en aquel momento, su tez clara, sus cabellos rubios y sus ojos celestes. Sus movimientos eran pausados y no pude oírle decir una palabra, pero cuando nos levantamos para retirarnos, caminó a mi lado en silencio y noté su mano rozar la mía como si me hiciera señas. Miré disimuladamente hacia abajo y vi que me entregaba un papelito doblado. Con la certeza de que nadie más veía mis movimientos, tomé el papel en un acto rápido y casi inapreciable y seguí caminando hasta mi celda. Encendí la pobre luz y empujé la puerta con mi espalda entre chirridos.

« Esta no es tu casa. Vete ya »

Me sentí molesto. No sabía muy bien lo que quería decirme aquel joven – bellísimo, todo hay que decirlo – porque sus palabras eran pocas y tenían varias interpretaciones, pero sentí que alguna cosa no iba a ir como yo pensaba y recordé, en una mala jugada de mi subconsciente, las palabras de mi tío: «¡Coge tus cosas y vete a vivir a un pueblo perdido, pero no busques la paz en el claustro!».

Sentándome en el duro camastro y releyendo el papel más cerca de la luz observé que aquellas palabras podían interpretarse de varias formas, pero las dos que más me convencían eran radicalmente opuestas. O quería echarme de allí porque le molestaba en «algo» desconocido para mí o era una advertencia para que huyese. Rompí el papelito en diminutos fragmentos sentado de espaldas a la puerta y lo engullí. Lo que podía ser una prueba para quién sabía quién, había desaparecido.

Tenía que hacer mis oraciones y dar descanso a mi cuerpo. Las oraciones de la mañana (maitines) se hacían a la hora en que solía acostarme cuando volvía a casa de tomar copas. La completa oscuridad y la dureza de aquella litera inhumana, junto con la frase que acababa de leer no me permitían conciliar el sueño. En pocos instantes, me pareció que la puerta chirriaba otra vez. Mi ventanuca cerrada impedía que hubiese corriente de aire. Pensé que alguien estaba entrando en mi celda… y no erré.

En la oscuridad completa, me pareció oír un susurro en mi oído: «Ave María purísima, hermano». Me volví intentando ver en la oscuridad.

  • Como Pater Comunitatis que soy – dijo una voz que me era conocida – es mi deber advertirte. He de conocer para ello tu cuerpo, no a la luz pecaminosa, sino en la oscuridad. Tu voto de obediencia está por encima de todo lo demás. Mantente en silencio hasta que salga por esa puerta.

No quise hablar nada, pero sus manos se posaron sobre mi cuerpo desnudo y pude sentir sin lugar a dudas lo que se avecinaba… porque estaba duro y húmedo pegado a mis nalgas. La experiencia del mundo exterior me permitió aguantar el dolor del cuerpo pero no el del alma ni el asco, porque había escapado de un mundo putrefacto y había entrado por mi propio pie en aquella ratonera. Lo comprendí: « Esta no es tu casa. Vete ya ».

Lloré amargamente hasta que oí una voz que me llamaba a la oración. Aún no veía nada y no quería encender la luz. Me puse el hábito y me uní al resto.

3 – Afuera y adentro

Casi frente a mí estaba el novicio de los ojos claros. Alzó su cabeza orando en silencio y me miró con curiosidad. Al ver mi rostro, sus ojos se abrieron con espanto y agachó su cabeza para seguir leyendo el libro que tenía entre sus manos.

No hubo momento aquella noche que no recibiera una visita. Sabía que no era el mismo cada vez aunque no susurraba ninguno ninguna palabra al entrar. El olor de la piel me era suficiente para saberlo.

Ya había amanecido y estábamos sentados en el refectorio. Como novicio, los siguientes días tendría que servir yo mismo a los demás, pero estaba sentado, obligado por las normas, hasta que se me diese la orden. Ni el padre superior ni ningún otro me miraron. Todo transcurría como si no hubiese pasado nada. Sólo la mirada atenta y dolorida del novicio que me entregó aquel papelito parecía querer decirme algo o hacer algo por mí. El silencio obligado nos llevó más tarde al huerto de la parte trasera. Se nos entregó una azada y se nos señaló la parte que deberíamos trabajar. Uno de los jóvenes se encargaría de decirme – siempre en voz baja – qué era lo que tenía que ir haciendo pero, cuando llegamos al sitio, le entregó su azada a otro y se volvió. El otro, al levantar algo la cabeza, me dejó ver bajo su hábito un mechón de pelos rubios y unos ojos celestes. Éstos y su boca parecían querer preguntarme algo; parecían querer averiguar algo: «¿Ya?».

Sabía que el orgullo podría más que yo y que acabaría arrojado a la calle pero me acerqué a aquel joven y, dándole las gracias, le dije: «Ya».

También él se entregó a una causa que acabaría siendo la expulsión del convento. Soltó la azada en la tierra dejándola resbalar de su mano, levantó ésta muy despacio mirando con cautela a otras partes del huerto y acercó su cara peligrosamente a la mía.

  • Ave María purísima, hermano – le oí con espanto -; sabía que habías entrado en esta trampa equivocadamente. Lo que intentas evitar del mundo exterior también lo vas a hallar aquí. Todos ellos irán pasando noche tras noche como un rosario. La carne es débil, sí, pero ni tú ni yo buscábamos esto. Lo sabía ¡Ven conmigo!

Levantó su mano fría y tomó la mía con delicadeza haciéndome un gesto para que le siguiera. Al fondo del huerto, bastante lejos de los demás y ocultos por completo tras una pared ruinosa y llena de matojos, se descubrió primero y me descubrió después. Fue entonces cuando pude ver el conjunto de su rostro; toda su cabeza rubia, sus ojos clarísimos, sus mejillas rosadas y suaves, sus orejas enrojecidas y pequeñas y sus pestañas muy curvadas y largas. Su cuello delicado y fino se perdía hacia abajo en el hábito.

  • Nos hemos equivocado, Miguel – dijo -; te llamaré hermano si quieres, pero en tus ojos veo lo que piensas y lo que piensas es lo que yo voy a hacer ¡Aquí no hay más que un «señor»! ¡El que manda! Nosotros le debemos obediencia absoluta. Todos van a ir a… «estrenarte»… Luego… ¡no sabemos si habrá que seguir esa tortura en ciclo ni hasta cuándo!

No quise hablar, pero sabía perfectamente que no quería pasar por aquello.

  • Me gustas – continuó - ¡No voy a negarte eso!, pero aunque cumpliese mi obligación sin excusas jamás te haría lo que han hecho ellos con nosotros ¡Ayudémonos ambos! ¡Basta con colgar estos hábitos e ir al despacho a decirle «adiós» a ese «señor»!

  • ¡Eres demasiado bello! – exclamé - ¿También tú has sufrido esto?

  • ¡Más que tú, hermano! – asertó - ¡De eso estoy seguro! No voy a negarte que escapo del mundo por huir del cariño de un hombre, pero prefiero a ese hombre que a este ¡Ayúdame!

Se echó en mis brazos sollozando y comenzó a acariciarme el cuello. Levanté mis brazos y me agarré a sus cortos cabellos. Su cara se fue retirando de la mía muy lentamente hasta que sus ojos observaron los míos. Luego se fue acercando casi imperceptiblemente hasta posar sus labios en mi boca y, abriendo mis labios, lo abracé y lo besé hasta que nuestras manos bajaron por los nuestros cuerpos hasta acariciar lo que queríamos, no lo que nos obligaban.

  • ¡Te ayudaré, hermano…! ¿Cómo te llamas?

  • ¡Andrea! – siguió besándome con pasión y acariciándome -, pero aquí soy el hermano Andrés.

  • Aquí somos, de momento – mordí su oreja suave con mis labios -, Andrés y Miguel. Te ayudaré ¡Vamos a ese despacho que dices!

  • ¡Espera! – me agarró del hábito asustado - ¡No me dejes cuando salgamos! ¡No quiero encontrar a nadie en ese mundo del que huimos! ¡Cuánto me gustaría seguir contigo!

  • ¡Vamos a seguir juntos! – pensé en voz alta - ¡Mi tío tenía razón! ¿Quieres compartir tu vida ahí afuera conmigo?

Su respuesta no fue de palabra; tiró de mi hábito hacia arriba, cayó de hinojos ante mí llorando y comenzó a tirar de mi poca ropa interior, a empujarme contra el muro desnudo y helado y a hacerme una mamada en un silencio que decía mucho más que miles de palabras.

Me corrí en su boca entre calambres e hizo un gesto con su mano al levantarse: no quería que yo hiciese lo mismo. Tiró de mi hábito y caminamos con firmeza y rapidez hasta el claustro. Los otros miembros de la congregación nos miraron espantados. Llevábamos nuestra cabeza descubierta y bien alta y fuimos a ver al «padre». No fue fácil mandarlo al carajo, pero no veía otra salida. Vestidos de mundanos vaqueros, salimos tomados de la mano de allí. Fray Luís Gonzaga arrojó nuestras bolsas escaleras abajo, ocultó su rostro y dio un portazo. Andrea me miró con los ojos húmedos pero con los labios sonrientes. Me besó y partimos caminando.

4 – Afuera

  • Habrás tenido que entregar todo a la comunidad – indagó -; yo he tenido que hacerlo.

  • ¡Abramos las bolsas! – me sentí expoliado -; si no me devuelven lo mío los denunciaré.

No. En las bolsas, sobre todo lo demás, estaba el dinero y las pocas joyas que teníamos.

  • Eso… - dijo con temor – y esto… ¡Podríamos rehacer nuestras vidas juntos! No quiero ser un coñazo para ti, Miguel.

  • ¡Ojalá fueses un coñazo para mí, Andrea! – le sonreí cómplice -. Mi tío, antes de entrar aquí, me dio un consejo que no entendí. Ahora, tu belleza exterior, que me parece que refleja la interior, me está dando la solución. Solos, por separado, no vamos a ninguna parte. Seamos los dos una comunidad. Unamos nuestra poca riqueza.

  • ¿Sólo vamos a unir eso? – rió con prudencia -.

  • ¡Espero que no! – me ilusioné -; allí enfrente paran los autobuses que van hacia el norte. Me sé de una aldea casi perdida que podría estar esperándonos para fundar nuestro propio convento. Allí no nos va a encontrar ni este ni el otro mundo ¡Dime que piensas!

  • Pienso… que ¡cuándo vamos a llegar a nuestro convento para tenerte entre mis brazos!

Tomamos un autobús y otro. Los dos estábamos deseando de encontrar ese sitio que, por lógica, estábamos buscando. Fue algo difícil, pero encontramos una casa que no estaba mal. Tenía muebles. No era cara. Cuando cerramos la puerta tras nosotros por primera vez, nos desnudamos uno al otro y nos abrazamos allí mismo tanto tiempo, que cuando comenzamos a amarnos ya había anochecido. En la penumbra, agarré por primera vez, sin tela de por medio, su polla dura mientras le besaba la espalda. Su rostro debió volverse, porque sentí sus labios sobre los míos y sus mordiscos de pasión hasta que comencé a penetrarlo. Me empujó con el culo hacia atrás para inclinarse apoyado en la pared, tiró de sus nalgas y abrió la primera puerta de una comunidad que tiene su propia y única norma: amarse. Cuando lo sentí dentro de mí, supe que no me había equivocado al tomar mi resolución. Si le hubiese hecho caso a mi tío, no adoraría hoy diariamente a Andrea; adoro su cuerpo y su alma.