Un esclavo a mi disposición

Intento chantajearme y ahora es mi esclavo.

Ya no necesito torturarlo todos los días. Tampoco preciso darle órdenes ni dejarlo varios días sin comer ni beber. No, las cosas son diferentes, después de cinco años. Ahora me basta plantarme frente a él, mirarlo y ya sabe lo que tiene que hacer para satisfacer mis deseos.

Me costó trabajo domesticarlo. Es que él no era un sumiso; no estaba en su proyecto de vida pasar sus días sirviendo a una mujer, satisfaciendo sus caprichos o arrastrándose ante ella. Yo quise que fuera así y lo logré; de a poco lo fui sometiendo hasta que ahora es lo que es: un ser sin voluntad salvo cumplir mis caprichos, ser mi consolador humano, mi esclavo.

Hace cinco años él cometió un error. Yo trabajaba en un bar: él era el dueño. Una noche tuvo la imprudencia de comenzar a chantajearme: me amenazaba con que si no me acostaba con él, me echaría. Lo de siempre. Por aquel entonces, yo pasaba una situación difícil. Mi única hermana se había ido del país luego de las muertes de mis padres, quienes como única herencia me habían dejado un enorme y viejo caserón, que yo quería vender pero que nadie compraba. Había dejado de estudiar abogacía y aparte de trabajar, solo iba a hacer gimnasia tres veces por semana. No tenía pareja estable y hasta ese momento mi sexualidad no era diferente a la de cualquier chica de veintidós años.

Compañeras de trabajo me habían contado que el cerdo (así lo llamaban y aún hoy es su nombre) estaba casado, que tenía un hijo y que además de ese bar, era dueño de otros establecimientos similares ubicados en la costa. Todas lo despreciaban porque aparte de maltratar al personal, se creía con derecho de llevarse a la cama a todas las mujeres que estaban bajo sus órdenes.

Yo había ingresado hacía dos meses y el acoso era continuo. No me resultaba un hombre despreciable porque no es mal parecido, pero sus modos me parecían repugnantes. Siempre pienso en esto: si se hubiese comportado conmigo de otra manera, nada de lo que pasó después hubiese sucedido. No lo lamento

Una noche la situación explotó. Había poco trabajo y él estuvo bebiendo con sus amigos. Les dio permiso a las demás camareras para retirarse. Me quedé sola atendiendo su mesa. Fue una pesadilla, porque no solo me manoseaba cada vez que llevaba una copa, sino que apostaba con sus amigos que esa noche se acostaría conmigo. Lo decía a los gritos como para que yo escuchase.

Por fin se levantaron; algunos de sus amigos se fueron pero otros, tan borrachos como él, se quedaron para cobrar la apuesta. Sin rodeos me dijo que esa noche íbamos a dormir juntos. Yo le dije que no y fui a recoger la cartera para irme. Me siguió y volvió a amenazarme. Me volví a negar; entonces, rojo de rabia, me gritó que estaba despedida.

Regresé a mi casa destrozada. No solamente por la pérdida del empleo sino también porque me sentía ultrajada. Lloraba de rabia y no podía soportar la injusticia. Pasé el resto de la noche en vela y sólo pude dormirme a media mañana.

Cuando me desperté no estaba mejor, solo un poco más tranquila. Con el correr del día traté de olvidarme del asunto, de pensar otras perspectivas. Pero era inútil: siempre retornaba a lo mismo. Me di cuenta que no tendría paz hasta que no me vengara de aquel hijo de puta.

Voy a pasar por alto los detalles de cómo logré atraerlo hasta mi casa y como a las pocas horas lo tenía atado a la cama matrimonial que había pertenecido a mis padres. Verlo allí, como un cordero, totalmente a mi disposición, era muy distinto a lo que había imaginado cuando planee vengarme de él. No había pensado que me iba a excitar de tal manera tener a un hombre a mi merced; el plan original era sacarle unas fotos comprometedoras y luego dejarlo ir. Pero la humedad que sentí entre las piernas al pensar que con el cerdo podía hacer lo que se me ocurriese, me llevo a cambiar totalmente de planes.

No sabía nada de sadomasoquismo ni de dominación femenina por ese entonces. Aquella noche cuando despertó del sueño a que las pastillas lo habían llevado, me dediqué a jugar con él, a reírme de sus insultos, a menospreciarlo. Me sentaba a horcajadas sobre su pecho y le restregaba mi concha sobre su cara; le manoseaba el pene y pese a sus esfuerzos por rechazarme, su miembro crecía al compás de mis caricias. Lo dejé allí y me fui a dormir; cuando me acosté no pude ceder a la tentación de masturbarme. Pero lo sucedido esa noche había sido un juego de niños con respecto a lo que iba a venir.

A la mañana siguiente ya tenía decidido que no lo iba a dejar ir. Me sentía un poco asustada por lo que sentía, no terminaba de aceptar que mi placer estuviera en el dolor que le pudiera provocar a un hombre. Pero todo se fue dando naturalmente. Recuerdo que lo arrastré hasta el baño tomándolo de las esposas con las que tenía atadas las manos. Como también tenía inmovilizado los pies, le costaba mucho desplazarse, únicamente lo podía hacer dando saltos. Se cayó dos veces: en ambas ocasiones, lo insulté y lo patee sin demasiadas fuerzas. Cuando por fin llegamos al baño, dejé que orinara. Después me bañe con él parado ahí viéndome como me masturbaba porque me había calentado como pocas veces en mi vida.

Ese día y los siguientes fueron decisivos. Prácticamente viví recluida en casa. Alquilé algunos videos sobre dominación y masoquismo. Descubrí muchas cosas que tenían que ver conmigo, pero de todas maneras, salvo honrosas excepciones, aquellas cintas me parecieron irreales. Lo cierto es que no pude parar. El cerdo me insultaba cada vez que le quitaba la cinta adhesiva con la que le cubría la boca y trataba de escaparse continuamente. Pero aquello, en vez de amilanarme, me excitaba y me volvía más cruel.

Me divertía viendo como, a pesar de sus esfuerzos, era incapaz de no calentarse con mis juegos y mis torturas. Por ejemplo, recuerdo que lo tenía a cuatro patas sobre la cama. Necesitaba que hablara con su familia para que no sospecharan de su desaparición, pero me tenía que asegurar que no me delatara. Estuve largo rato acariciándole el culo con un enorme vibrador que había comprado, mientras le decía que si no me obedecía se lo iba a enterrar hasta la garganta. La idea lo desesperaba, a él, al muy macho, ser desvirgado por una mujer... no lo podía aceptar, lloraba por la impotencia. Le puse el auricular del teléfono y habló con la esposa siguiendo mis instrucciones. Cuando finalizó le enterré el vibrador sin piedad hasta el fondo. Aulló del dolor, se revolcó en la cama, pero no tuve piedad. Se lo dejé colocado y me recosté en la cama a su lado, y mientras le decía palabras de fingido consuelo, con una mano le secaba las lágrimas y con la otra me masturbaba.

Desde un primer momento, tuve en claro que el placer debía estar acompañado por el dolor. De las películas sobre el tema que había visto, la que más me había impactado era la de una mujer que manejaba el látigo como los dioses. Me compré uno en un sex shop. Lo sometí a largas sesiones de castigo. Ataba sus brazos con una soga que pasaba por sobre una viga del techo del comedor. Giraba en torno a él descargando cada tanto latigazos. Cuando notaba que tenía la piel marcada derramaba sobre las heridas agua mezclada con especias. Mientras gritaba de dolor lo masturbaba lentamente y yo me corría casi sin tocarme.

No dejé que me penetrara nunca. Aún hoy no lo ha hecho. Y es el juego que más lo enloquece. Acariciarle el miembro durante largas horas; colocarle la cabeza de su pene en mi raja; besarlo, apretarle los testículos; obligarlo a que me bese la concha; refregarle por la cara mis senos; envolverlo con mi cuerpo, con mis piernas como si fuera una serpiente. Retardarle el orgasmo hasta la desesperación: suplicaba que lo dejara acabar, me rogaba que le quitase la fuerte cinta con la que le había envuelto su miembro. Mientras yo acababa varias veces, él pasaba días enteros sin poder hacerlo.

Fueron diez días durante los cuales poco a poco fui minando su resistencia. Creo que fue al cuarto o quinto día de su cautiverio, cuando noté que empezaba a temblar cuando yo me acercaba. A veces solo me paseaba alrededor de la cama donde estaba atado y le decía miles de perrerías que le iba a hacer, pero después me retiraba sin tocarlo. Noté que su pene ante mi presencia se erguía sin que yo hiciera gesto alguno. Recuerdo que una vez lo hice acabar solo con la caricia de mi aliento. Me encantaba tenerle atado el miembro, con una soga corta, a la manija de la ventana, viéndolo sufrir con la posibilidad de que el viento cerrara la hoja y la cuerda tirara de su miembro.

Lo fui desgastando física y psíquicamente. Apenas si le di de comer. A pesar de lo bien que lo estaba pasando y sabiendo que me iba a ser muy difícil encontrar otra persona que satisfaga mi nueva sexualidad, cuando se cumplió el décimo día, decidí jugar mi carta más fuerte. Lo até a una silla y me vestí delante de él. Muy despacio me fui colocando medias negras caladas, una minifalda de cuero negra y un corpiño también de cuero; me calcé con botas y recogí mi látigo. Lo castigué un poco, le acaricié el miembro y luego me senté encima de sus piernas. Le acaricié el pecho, lo excité; mientras tanto le fui diciendo que lo iba a soltar, que lo iba a dejar ir y que mejor no intentase hacer nada contra mí porque tenía cintas de vídeo, fotos y grabaciones que lo iban a poner en ridículo frente a sus amigos y frente a su familia. Pero si él prefería quedarse conmigo lo podía hacer; si elegía esto último debía saber que ya no sería un ser con voluntad propia, que iba a tener que dedicar su vida a mí, que yo iba a poder hacer con él lo que quisiera. Por último, le aclaré que si aceptaba esto debería abandonar su casa y que la mitad de sus bienes tendría que ponerlos a mi nombre.

Le quité las esposas y le desaté los pies. Sabía que después de estar diez esposado le iba a costar moverse naturalmente. Me retiré hacia el otro extremo de la habitación y me quedé allí esperando. El cerdo se incorporó a duras penas de la silla y se acercó tambaleando hasta donde yo estaba; se plantó frente a mí y despacio se arrodilló a mis pies. Le ordené que me los besara, cuando estiró su boca para cumplir la orden, quité el pie; luego sucedió lo mismo con mi bota izquierda: así lo tuve arrastrando hasta que me cansé. Le ordené que permanezca de espaldas y luego descargué sobre su lomo una andana de latigazos.

Así empezó, hace cinco años, su vida como esclavo. Durante ese tiempo pasaron muchas cosas: le hice construir su propia cárcel en el galpón que está levantado en el fondo de la casa. No hay muebles; solo un colchón donde duerme y argollas en las paredes para atarlo. Durante un año le di clases de gimnasias y de pesas, que sólo finalizaban cuando no podía levantarse del suelo. Lo cierto es que ahora tiene un cuerpo vigoroso y musculoso. Lo sometí a tremendas torturas: lo dejé estacado en el jardín a los rayos del sol en pleno verano con el cuerpo untado de dulce: las moscas y las hormigas lo volvieron loco; le perforé el miembro con agujas; lo marqué a fuego con mis iniciales; estuvo casi cinco meses sin acabar.

Va y viene del trabajo y solo acude a la casa principal cuando yo lo llamo o lo voy a buscar. Trabaja y no tiene otra actividad. Pero su peor tortura fue cuando por medio de una revista de contactos traje a otro esclavo a casa que solo resistió cinco meses bajo mis órdenes. Al cerdo lo ignoré; solo lo dejaba presenciar de vez en cuando las sesiones con mi nueva adquisición a quien sí le permitía que me penetre. Un día me pidió que echase al otro esclavo y recibió una terrible paliza.

Ahora ya no necesito torturarlo. De vez en cuando tengo relaciones con otros hombres, mantengo con ellos sexo convencional, pero mis deseos son totalmente satisfechos con mi esclavo. Me encanta hacerlo acostar sobre el piso y sentarme con la concha en su cara mientras me arreglo para salir. Luego le ordenó que me vista como yo le ordeno. A mi regreso adora mi cuerpo mientras me va desvistiendo; luego lo acarició, le hago desear lo que quizás nunca llegue; si tengo ganas lo azoto. A veces duerme conmigo y dejo que me masturbe, pero muy pocas veces. Sus deseos casi nunca son satisfechos; los míos, siempre.

Planee todo con cuidado. Poco a poco fui ideando la forma en que lo iba a hacer. Si bien tenía miedo, no quise consultar con ninguna de mis amigas porque sabía que ellas me iban a decir que olvidara el asunto. Y yo no creía posible poder olvidar..

Fue así que a los diez días lo llamé por teléfono. Opté por hablarle con supuesta franqueza: le dije que necesitaba el trabajo y que si el precio que debía pagar por el puesto era acostarme con él, lo pagaría. Pero no a lo salvaje. Lo invité a cenar a casa. Aceptó.

No soy una mujer bella; por eso, desde que era adolescente me había dado cuenta que si no trabajaba mi cuerpo no tendría ninguna chance con los hombres. Hice deportes y acudí regularmente al gimnasio. A los veintidós años muchas me envidiaban la figura. Aquella noche lo recibí al cerdo con minifalda, una bulsa blanca transparente, zapatos tacón no muy altos y medias negras. Sabía que ese vestuario resaltaba mis largas piernas y ponían evidencia mis senos redondos y firmes.

Dejé que me manoseara cada vez que le servía un plato o le alcanzaba una copa. No me importaba; por el contrario, sabía que cuando fuéramos a la cama iba a estar ya muy caliente. Le hice creer que yo estaba bebiendo a la par suya, pero apenas si me mojaba los labios: además de vino, bebimos champagne y whisky. Cuando ya no pude aplazar el momento, él cerdo estaba bastante bebido y tropezó varias veces cuando nos dirigimos al cuarto que había sido de mis padres.

Intentó sacarme la ropa a la fuerza. El cerdo quería tirarse un polvo y marcharse lo más rápidamente posible. Poco a poco lo fui convenciendo que lo hagamos bien, que disfrutemos el momento, que lo hagamos con estilo. Logré zafar de sus brazos, retrocedí unos pasos, puse los brazos en jarra y le ordené suavemnte: desvestime.

Se calmó. Con lentitud me desabotonó la camisa; leugo se colocó detrás de mí y me quitó el corpiño. Cuando se arrodilló para sacarme la minifalda, lo así fuerte de los pelos y lo acerqué a mi vulva: sus labios quedaron a unos centímetros de mi entrepierna.

-¿Esto es lo que querés, no?

Asintió moviendo la cabeza.

Lame

Sacó su lengua pero no pudo alcanzar el objeto de su deseo porque lo tenía agarrado de los pelos y no aflojé la tensión. Estuvimos uno o dos minutos así. El pugnaba por besarme la concha, tomado de mis piernas y yo lo observaba desde lo alto. Al fin lo solté y le ordené que se acostara en la cama.

Noté que estaba excitado la velada se estaba transformando en Lego que seguramente el muy cerdo no había imaginado.

Se secó boca arriba y yo me trepé a la cama. Tenía aún puestos mis zapatos y mis pantys. Parada, con las piernas al costado de su cuerpo, comencé a masturbarme. El se sentó y comenzó a sacarse la camisa. Cuando quiso sacarse los pantalones, le coloqué el pie derecho sobre el pecho y lo empujé hacia atrás. Luego me quité los zapatos y le ordené que me quitara las medias. Noté que sus manos temblaban por la excitación. Ya totalmente desnudo, me senté a horcajadas sobre su pecho y mirándolo a los ojos le dije que deseaba que me bese la concha. Dejé que sus labios y su lengua jueguen con mi sexo durante un tiempo. Cuando juzgué que era suficiente, me corrí hacia atrás. Lo obligué a echar los brazos hacia atrás y se los inmovilicé con la camisa, sin hacer mucha fuerza, como parte de un juego erótico. Tomé la minificalda y se la coloqué descuidadamente sobre su rostro Luego me levanté de la cama y coemncé a quitarle los pantalones. El me dejaba hacer; su erección era impresionante. Le quité el cinturón y le até los pies con la cinta de cuero. Me dejó hacer sin protestar. Ya era mío. Me arrodillé al costado de la cama y le di unos besos a su pene que saltó pidiendo más,. Pero en realidad estaba buscando un par de esposas que había ocultado debajo de la cama. Cuando las tuve en mis manos, le a se las coloqué rápidamente en sus tobillos.

Intentó reaccionar pero ya era tarde. Tomé la cámara fotográfica que había preparado y me senté en un sillón ubicado en un rincón de la habitación. y lo observé. Primero me llamó, el muy cerdo creyó que lo había dejado solo. Como no le respondía y tal intuyendo de que venía la coasa, comenzó a insultarme. Agitando una y otra vez la cabeza logró.