Un encuentro fortuito
A veces el sexo es capaz de sorprendernos cuando menos te lo esperas... ¿que no lo crees?.
UN ENCUENTRO FORTUITO
Resulta curioso como el destino puede llegar a jugar con nosotros y depararnos la mayor de las sorpresas. Hay días en los que uno se levanta con la precisa convicción de que terminará la jornada mojando a pleno rendimiento con alguna tía buena y, sin embargo, la concluye hastiado, tumbado sobre el sofá y buscando en la televisión algún canal erótico nocturno para pajearse y pasar el rato.
El sexo es así. Juega con nosotros a su voluntad y nos acosa en los sitios más insospechados cuando ni siquiera lo tenemos en mente. Basta con obsesionarse como un loco por las mujeres para que nuestro pene entre en el más terrible de los diques secos, mientras que, cuando no pensamos en él, igual a nuestra suerte le da por cambiar gratamente de color.
Lo que a continuación voy a relatar así lo demuestra o, cuanto menos, aporta algo de peso en favor de mi teoría. Todo sucedió en un cine de la ciudad una noche del pasado noviembre. Acudí en pareja con Clara, una chica espectacular que había conocido en una discoteca una semana antes. Una chica impresionante. De bandera. Rubia de un precioso cabello liso que descansaba sobre sus esculturales hombros, ojos verdes y grandes, nariz algo menuda y una sonrisa de anuncio. Del resto de su cuerpo, mejor no hablar, porque solo me bastaba el simple hecho de mirarla para que me pusiera tremendamente caliente. Aunque debo advertir que cuando abría la boca lo echaba todo a perder. Follar, lo que se dice follar, lo hacía bastante bien. Nos lo montamos juntos la misma noche que nos conocimos en una zona oscura de la discoteca y, dos copas más tarde, me volvió a abrir sus piernas en el asiento trasero de su coche en el mismo aparcamiento. Mi error fue darle mi número de teléfono y quedar con ella. No supe entender a tiempo que sólo se trataba de un rollo de una noche.
Me llamó y nos citamos para pasar la tarde y conocernos mejor. En buena hora. No había quién la soportara. No paraba de decir tonterías durante todo el tiempo creyéndose el ombligo del mundo. Una auténtica "barbie" de campeonato. La reina de las pijas. No obstante, como me considero un caballero, decidí aguantar el temporal, dejar transcurrir la velada y, cuando la acompañara a su casa, destruir mi móvil para que nunca más contactara conmigo. Sin embargo, mi paciencia llegó al límite, sobrecargada por tanta estupidez, cuando dejó caer un rotundo comentario xenófobo. Poco después de comenzar los trailers previos a la película, no lo soporté más y comenzamos a discutir acaloradamente, hasta que ella decidió cortar de un tajo la conversación propinándome una tremenda bofetada segundos antes de largarse de la sala con sus aires de princesa. Por supuesto, me quedé sentado. Ni que se pensara que iba a correr tras ella. No la soportaba por muy tia buena que fuera. Así que solo, me quedé sentado en la penúltima fila para, por lo menos, aprovechar la entrada y rendirme ante la magia del séptimo arte.
Eché un vistazo general a la sala y observé que, aparte de que no había demasiada gente, tan solo unas cuantas parejas salpicadas entre las butacas, tampoco se habían dado mucha cuenta de nuestra pelea. Menos mal. Si era cierto que, a mi derecha, Clara había dejado su hueco libre, pero los asientos de mi izquierda los ocupaban una treinteañera pareja. No distinguí bien sus caras a causa de la oscuridad, pero sabía que permanecían a mi lado y que, de vez en cuando, se intercambiaban envases de palomitas y refrescos. Tampoco quería mirarles, ya me sentía demasiado avergonzado por lo sucedido como para soportar sus miradas.
La película comenzó. Una de Mel Gibson que, realmente, como las últimas que suele hacer, no convencía a nadie, pero no tenía un plan mejor para pasar el tiempo. Habían transcurrido varios minutos y no paraba de darle vueltas en mi cabeza a lo sucedido con Clara. De pronto, sentí que alguien puso su mano en mi rodilla y casi me incorporé sobresaltado. Era la mujer que ocupaba el asiento a mi lado. Su acompañante la sujetaba por el hombro. Era su marido porque observé claramente el brillo de su alianza en uno de sus dedos. Sin embargo, su gesto no parecía tratarse de un error sino más bien de algo premeditado.
Aquella extraña comenzó a acariciarme suavemente la pierna por encima del pantalón vaquero. Tragué saliva y la miré de reojo durante un pequeño instante. Solo observaba la pantalla como si no sucediese nada. No sabía qué hacer. Carraspeé a causa de los nervios pensando que se retractaría de su acción. Pero no. Poco a poco su mano fue ascendiendo descaradamente por mi muslo buscando la zona más cálida de mi cuerpo. Allí aparcó. Sintió el bulto de mi polla, que se había despertado al instante, ante aquella inesperada escena. Me la sobó por encima. Pasó su mano varias veces consecutivas aplicando a cada movimiento una mayor contundencia. No quería mirar. Lo cierto es que me encontraba bastante incómodo, ya que observaba como su marido la estaba besando en aquel momento. A pesar de ello, su mano proseguía aquella meticulosa labor provocándome un ardor desesperante. Fríamente, pensé en levantarme y largarme de allí. No era mi intención tener problemas con su pareja ni convertirme en protagonista de ningún escándalo. Pero en cuanto me advirtió el gesto, ella se apresuró a retenerme aplicando más fuerza a su mano. Paralizado en la butaca, se marcó el destino de bajarme la cremallera del pantalón. Decidí ayudarla, así que me retiré lentamente el botón para estar más cómodo y me bajé un tanto la prenda para quedarme con los boxer. Introdujo la mano en mis calzoncillos y, por fin, agarró mi palpitante polla que la aguardaba desesperado. Con un gesto tremendamente sensual, lo extrajo con suma delicadeza para pasar a sobarme los huevos, los cuales casi iban a estallar de tanto jugo. Mientras, el marido continuaba comiéndole la boca e introduciendo sus manos por el escote.
Ya con mi polla al aire libre, aquella anónima mujer me la agarró con su mano y comenzó a agitarla suavemente al tiempo que, con el dedo pulgar, emitía una serie de exquisitos movimientos circulares en torno a mi carnoso glande. Rotaba la mano con una técnica que nadie jamás me habían aplicado antes y que me volvía literalmente loco. Parecía toda una experta en el noble arte de las pajas. Ajustaba la fuerza necesaria, ni más ni menos y, poco a poco, iba sintiendo la urgente y frenética necesidad de correrme y verter mi ardorosa leche entre sus dedos. Cuando ya me tenía a punto, cesó en su empeño dejándome boquiabierto y con los ojos cerrados en busca del éxtasis. Creí que era un castigo, pero no. Tomó mi mano y la condujo hacia sus piernas. Quería imperiosamente que la calentara. Llevaba medias y una falda por debajo de las rodillas con una abertura lateral por la que me atreví a invadir su intimidad. Su marido parecía haber cesado el juego y miraba la película. Al menos eso creía hasta que me di cuenta de que, en realidad, se estaba masturbando con bastante energía observando las evoluciones de su mujer. De un vistazo indagué entre el público asistente, por si alguien se estaba percatando del asunto. Nada de eso. Todos parecían seguir las evoluciones del film.
Introduje mi mano juguetona y curiosa bajo su falda, recorrí sus medias lentamente con la yema de mis dedos y, aplicando sensuales movimientos aleatorios, sentí que comenzaba a calentarse cuando palpé con ansias su ya empapada braguita. Aparté el elástico de la misma y sobé su mojado coño totalmente depilado. Jamás había tocado uno así. Era excitante. Mi polla casi reventó de gusto mientras ella seguía aplicándome ese sensacional masaje que me volvía loco. Su clitoris endurecido, se erigía embadurnado en su jugo y ardía y vibraba de excitación. Lo recorrí lentamente con la punta de mis dedos para, posteriormente, escaparme hasta su tragona vagina y penetrarla con tres de ellos a la vez. Noté como se retorció de gusto y emitió un leve gemido que quedó ahogado por el altavoz de la sala. Ambos nos pajeábamos mutuamente en un frenesí constante. Metía y sacaba mis dedos locamente sintiendo como se corría una y otra y otra vez en mi mano a través de unas fuertes sacudidas incontroladas. Me moría por agacharme y lamerle aquel coñito tan apetitoso. Así me lo permitió. Me arrodillé entre los asientos que, menos mal, entre fila y fila albergaban un generoso espacio. El marido me miró y creo que le ví sonreir. Con desesperado ardor le retiré su menuda ropa interior y me lancé de lleno bajo su falda. La mujer tenía ya un pecho fuera de la blusa con un pequeño y endurecido pezón que parecía gritar imperiosamente para ser chupado y relamido. Lo dejé para mas tarde. Sus flujos me llamaron más la atención y me centré en aquel rasurado conejo tremendamente caliente, carnoso, rojizo y remojado. Acaricié sus tremendos y duros muslos y coloqué mis manos en su culo para apretarla hacia mí. Acto seguido recorrí su larga rajita con mi lengua para luego penetrarla con ella bebiendo aquellos deliciosos jugos que expulsaba entre espasmos una y otra vez. Sigue, sigue, sigue, no pares. Me pidió empujándome la cabeza para que comenzara a taladrarla con mis dedos y los deslizara violentamente por el interior de su coño.
- Así, así. Que bien lo haces. No te detengas. Ahora no. Ahora no. Más, más, más, más - suspiraba entre las butacas con las piernas cada vez más abiertas para que yo lamiera y atrapara entre mis labios su ensalivado clitoris al mismo tiempo.
Escupí en su ano y lo lamí también para aplicarle el engrase necesario. Acto seguido, con la otra mano, le introduje un dedo para alisar el camino a otro y otro más. Tres dedos en cada uno de sus palpitantes agujeros se precipitaban en un vaivén descontrolado al tiempo que la muy puta se retorcía de gusto mientras el cabrón de su marido proseguía castigando su verga como más le convenía. Degusté, chupé escupí, besé y mordí por completo el sexo de aquella mujer que, en pocos segundos, se volvió a correr como nunca antes arqueándose y moviéndose violentamente de extremo placer sobre la butaca.
Sin decir nada, me miró y sonrió. Por lo que pude distinguir, a causa de la penumbra, lucía una cara de agradecimiento y satisfacción sin igual. Volví a mi asiento y ella, orgullosa de mi labor, quiso devolverme el favor abandonando parcialmente a su marido que, ayudado por algunos pañuelos de papel, se limpiaba el semen de su presunta corrida.
Su mujer agarró mi verga de nuevo con sus manos. Se agachó lentamente y se procedió a dar con ella, antes de comenzar con su árdua tarea, unos suaves golpecitos sobre las mejillas y los labios. Los tenía anchos y carnosos, por lo que pensé que me esperaba una escalofriante mamada. La miré y me sonreía desde abajo con una cara de zorra increíble. Me besó los huevos y, repasando la zona con su ardiente lengua, recorrió mi polla de abajo a arriba aplicando salpicados y pequeños mordiscos, hasta alcanzar el glande y jugar con el pequeño agujero escupesemen. Lo lamió y sorbió. Lentamente. Sin prisas. Volviéndome loco a cada pasada que daba con aquella lengua de auténtica serpiente.
- Cometela ya - le dije tremendamente excitado- No esperes más, por favor. Vas a reventarme.
Así lo hizo tras dedicarme un pícara sonrisa. Se metió la polla hasta la mitad mientras con una de sus manos aplicaba el movimiento adecuado para matarme de gozo. Sentía el ardor constante de su cálida y profunda boca que succionaba y masajeaba con ansias sembrando en mí un pequeño dolor ahogado en el más absoluto de los niveles de satisfacción. Debo advertir que soy portador, más bien, de una aceptable verga de unos diecisiete centímetros y grosor considerable. No obstante, la mujer retiró su mano y se la introdujo completa llenando entera su boca y lamiéndome la base. No pude creerlo. Ninguna mujer había podido hacerme eso antes. Me sentí desfallecer ante tanta dosis de placer. Completamente fuera de mis casillas, la agarré por la nuca y agité su cabeza ritmicamente follándomela por su palpitante boca abarrotada de saliva por todas partes. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo.
- Voy a correrme, no puedo más. Así, cometelá entera, zorra. Tragateló, tragateló todo - le dije mientras movía su cabeza a dos manos con bastante violencia.
Ella logró liberarse a tiempo y, con una de sus manos, avivó el ritmo de mi salivada polla a punto de estallar. Un segundo más tarde lancé discontinuos brotes de mi ardiente leche en toda su cara al tiempo que apuntaba hacia su boca para que se lo fuera tragando como una perra. El esperma saltó en varias direcciones porque sentí varias gotas resbalar por distintos puntos del asiento y el reposabrazos. Tragó y tragó como pudo y relamió algunos restos que chorreaban por mis piernas hasta alcanzar mi ano, que limpió por completo. Luego se retiró, se colocó bien la falda y me tomó de la mano.
- Acompáñame - me susurró al oído.
Miré a su marido como en un acto de solicitar su permiso, pero éste solo miraba la pantalla sin más. La mujer se levantó y abandonó la sala. Yo la obedecí y, en pocos segundos, nos encerramos en los lavabos de señora. Fue la primera vez que la ví con luz. Y ella a mí.
Era una mujer que rozaba los cuarenta años, unos quince más que yo, aproximadamente. No era del todo guapa, pero si atractiva y con un cuerpo muy bien conservado. Llevaba su medianamente largo cabello negro recogido con una cola. Sus ojos eran corrientes, de un marrón aparentemente claro pero de mirada inquietante. Sus labios eran gruesos y sonrojados y sus dientes descansaban en el interior de su experimentada boca perfectamente alineados. Debió haber llevado algún aparato corrector o algo así. Vestía bastante clásico. Con una blusa blanca abotonada hasta arriba y una falda negra por debajo de las rodillas que terminaba en unos zapatos a juego. Sus atractivas piernas lucían unas medias negras, menos mal. Odio los pantys.
Subitamente, sin mediar palabra, como impulsada por un irrefrenable arrebato, se agarró a mi, me besó locamente con su serpenteante lengua y me desprendió salvajemente la camisa. Me desnudó por completo en pocos segundos.
Dejándome arrastrar por su ímpetu le desabroché la blusa y le retiré el sujetador para que liberara sus medianos pero suculentos pechos. Ella se quitó la falda y me mostró unos ligueros preciosos que sujetaban sus medias. No llevaba bragas. Se las dejó a su marido.
Con mi polla de nuevo a punto de reventar, me lancé hacia ella, la agarré en peso por sus ricos muslos, la apoyé sobre el lavabo, le separé enloquecido sus piernas y la penetré sin escrúpulos hasta el fondo hundiéndome en su preciosa y carnosa raja. La castigué fuertemente varias veces en un mete y saca de severa potencia y rabia, lo que le provocó gemir de placer aferrada furiosamente a mis hombros. Sus tetas se agitaban en circulos acompasados mientras sus danzarines pezones me invitaban a ser lamidos. Acerqué mi cara a ellos y los mordí, besé y embadurné de saliva a gusto a la vez que mis pelotas estallaban contra su ano provocando un extraño sonido correoso a causa de sus múltiples flujos.
Eres una puta. Vas a hacer que me corra de nuevo - le dije.
Espera, espera. - me contestó.
Ella detuvo en seco su frenético movimiento y se liberó de mí. Tomó rápidamente la goma de su pelo dejándolo suelto, (estaba mucho más preciosa así) y con suma maestría, la colocó en la base de mi polla cortándome el flujo sanguíneo. Sentí un agudo dolor inicial pero pronto desapareció.
- Esto te hará durar - me dijo mientras me miraba desde abajo con sus ojitos de no haber roto nunca un plato en su vida.
Le tomé su cabeza e introduje mi castigado pollón en su boca para que volviera a deleitarme como lo hizo en las butacas. Esta vez, si podía verla a placer. Se introducía mi venoso falo por completo, hasta el fondo, sin compasión. Alcanzaba su garganta y, seguro que, con un poco de entrenamiento, aquella mujer batiría el record de acaparar también mis huevos en una misma mamada. Me rodeo con sus manos apresándome el culo y me sacudia hacia ella una vez tras otra en un enloquecido compás. Quería comérmela toda. Pretendía tragársela entera. La goma me hizo efecto, ya que de otro modo, estaba completamente seguro de que me hubiera corrido en aquel preciso instante, pero no fue así. Se apartó de repente y me mostró su ardiente y pequeño ano.
- Dame por detrás, cabrón. Lo estoy deseando. Quiero que me desgarres. Que seas un animal.
Dicho y hecho. Primero se la metí por el coño para ganar ritmo e ir relajando su cerrado agujerito con saliva y masajes de mis dedos. Mis sacudidas la volvían fuera de sí y mis evoluciones táctiles también. Escupí varias veces en su culito y mi saliva se mezclaba resbalando con sus jugos entre sus piernas llegando al suelo. Cuando le había introducido cuatro dedos, su ano ya invitaba al profundo castigo de mi verga. La extraje de su ardiente coño y se la clavé de lleno sin dudarlo, con un empuje sin igual, hasta las pelotas. En principio se retorció y gimió de dolor, pero al momento, comenzó a agitarse suplicando mucho más. En ese preciso instante llamaron a la puerta. Casi me muero del susto. Ella no se preocupó, liberó el pestillo y, para mi sorpresa, apareció su marido. Nos miramos durante unos segundos. Era una situación sumamente violenta. El ahí parado en la puerta y yo, empalando con mi polla a su mujer, a la que le colgaban holgadamente sus suculentas y babeadas tetas.
De pronto, el muy cornudo prosiguió con aquella locura y se bajó, lo más aprisa que pudo, la cremallera del pantalón sacándose un pequeño pero muy grueso aparato. Su mujer se lanzó a su captura y, mientras yo la enculaba rabiosamente, ella comenzó a chupársela como una loca. Yo pasé al coño entrecortando un portentoso ritmo, luego al ano, y otra vez al coño, desgarrándola por dentro en cada sacudida al tiempo que sentía como mi polla, a causa del efecto de la goma, se hinchaba más y más. Ella se corrío varias veces, sobre todo por su destrozado culo. Yo lo notaba porque sentía sus constantes arqueos de espalda y, como por entre sus piernas, resbalaban hilos de caliente flujo que descendían por sus medias hasta llegar al tobillo. De pronto, aquella zorra debió sentir, por mis contínuos jadeos, que estaba a punto de expulsar mi leche porque se desembarazó de su marido y se arrodilló entre los dos mostrándonos sus tetas. Me soltó con urgencia la goma y creí que iba a morir. Tenía mis candentes chorros en el umbral, así que a poco que hiciera, iba a correrme sin compasión bañándola entera. Agarró las dos pollas fuertemente, tiró de ellas y se las introdujo ardiente y salvajemente en la boca una a cada lado. Mamó la de su marido, luego la mía, otra vez la de su marido, luego la mía. Las dos a la vez con un deseo indescriptible. Parecía que fuera a ser sus últimas mamadas. Así hasta que las sacudió con tal increible rigor que nos corrímos al mismo tiempo expulsando largos y cargados chorros que la impregnaron a conciencia. Yo apunté hacia su cara mientras su marido vertió su leche sobre las bamboleantes tetas que no cesaba de magrearse. Mi rabioso y entremezclado semen resbaló por su frente, orejas, mejillas y barbilla de donde caían gotas que iba recogiendo con su mano y tragando a plena velocidad mientras nos miraba desde abajo con una sonrisa en un estado puro de sumisión y deseo.
Poco después nos vestimos como si no hubiese ocurrido nada y volvimos intercaladamente a la sala donde, al poco, concluyó la película. Ni siquiera nos miramos ni cruzamos palabra alguna. Solo ví que salieron del cine agarrados como una pareja tremendamente enamorada. Jamás los he vuelto a ver pero, he de reconocer, que ambos me regalaron una inesperada experiencia sexual que jamás podré olvidar. Sería de necios ocultar, para ser honestos, que he asistido decenas de veces al mismo cine con la esperanza puesta en que algún día coincidamos y se vuelva a repetir aquella escena, cosa que aún no ha ocurrido. Tal vez la próxima vez.
K.D.