Un encuentro con Mariel

Despues de años disfrutamos el uno del otro por primera vez. Tan bonita como siempre, de la cabeza... a los pies.

Fuí a hacer un trámite en una oficina pública, y la mujer que me atendió no supo darme una respuesta, así que preguntó a una de las chicas de la sección si podía ayudarme. Miré hacia allí y ví que era Mariel.

Ella había estudiado conmigo en la Universidad y hacía muchos años que no la veía. Sabía sí, que estaba separada y sola.

Mientras le respondía la inquietud a la empleada que me había atendido, miró hacia donde estaba yo, me reconoció, sonrió, y esa esplendorosa sonrisa inundó el lugar. Esos dientes blancos y perfectos seguían como siempre, llenándole la boca y el rostro de luz cuando sonreía, y ya a los 43 años, como yo, tenía algunas arruguitas en el borde de los párpados al reír. Pero que no afectaban en nada la belleza y el porte de su carita delgada.

Se levantó de su asiento y vino hacia mí. En el corto trayecto no pude evitar mirarla, admirado. El delgado cuerpo de la dulce y femenina Mariel estaba casi como siempre, un poquito más ancha de caderas, tal vez.

Sus bien formados pechos, la naricita respingada y pequeña, los ojos rasgados color miel, sus manos de dedos delgados, como una pianista, las piernas torneadas enfundadas en unos elegantes pantalones grises y los pequeños y femeninos pies dentro de unas botas negras de cuero, con un ligero tacón, me trajeron recuerdos agradables.

Habíamos sido muy amigos y estudiábamos juntos.

Era y es una mujer muy bonita.

Y recordé, inevitablemente sus pies.

Lindos, bien formados, pequeños, con unas uñas nacaradas adorables, deditos armoniosos, siempre asomando de las romanas de cuero que usaba invariablemente en el verano. Ese calzado era su marca de fábrica.

Cuero con suela delgada, que la hacía parecer casi descalza, tiritas que salían de entre su dedito más grande y el que le seguía, tomaban una tira que saliendo de la suela, les proporcionaba ajuste, se envolvían a sus finos y armoniosos tobillos y subían entrelazándose hasta mitad de la pantorrilla, donde estaban atadas con maestría.

Generalmente, una de esas bien formadas piernas se cruzada sobre la otra y el piecito virgen de todo barniz de uñas, inmóvil en el aire, esperaba ser devorado por mis ojos.

De vez en cuando, un ligero vaivén hacia arriba del delicado pie ingrávido, repercutía en el que tenía apoyado en el suelo, cuyos tendones sobresalían un instante, al forzar a los deditos a sostener el equilibrio de todo el conjunto. Y las yemitas apoyadas en el cuero se ponían blancas un instante y volvían inmediatamente al rosadito tentador de siempre.

Pasé horas prestando nada de atención a la clase para deleitarme con la visión de los piecitos de Mariel. Alguna vez sorprendió mi mirada, nuestros ojos se cruzaron, y sonrió de costado. Ese mohín tan personal de ella para exteriorizar varias cosas: que estaba al tanto de algo y no le gustaba mucho o le parecía tonto, para demostrar disgusto, cuando soltaba alguna ironía, o cuando sonreía satisfecha por alguna diablura propia o ajena, entre otras cosas.

Cuando me descubría, yo me hacía el tonto por unos minutos, como atendiendo al profesor, y ella miraba de reojo, y me veía atento, y sonreía complacida porque no la miraba. Aunque en mi campo visual estaba su persona, siempre.

Ahora, cuando se acercó y me besó en la mejilla, muchas cosas se me despertaron en la mente. Especialmente la presencia de momentos relacionados a esos piecitos tan femeninos. Con la excusa del trámite, me llevó hasta su escritorio y charlamos unos momentos, además, me aceptó una invitación a tomar un café por la noche, luego de llevar sus hijos a casa de su mamá.

La pasé a buscar a las 8 de la noche por el departamento donde vivía su madre. La ví salir, con un lindo tapado negro, el pelo castaño largo, con suaves ondas, enmarcando su carita delgada. Sus ojos brillaron al verme, y la sonrisa de costado se asomó un instante.

Recordé en un flash, que tuvimos muchos momentos íntimos juntos, de amigos, no de pareja. Pero sabíamos, ambos, que además del placer de estar juntos, de hablar de cine, de ver amanecer riéndonos a carcajadas de alguna cosa del día, de estar con los amigos, que si queríamos, podíamos pasar más allá, con toda naturalidad. Sólo había que decirlo. Infortunadamente ninguno lo hizo.

Ahora nos rodeó otra vez, amablemente, el placer de estar juntos. Desde que Mariel subió al auto, inclinándose para darme un beso en la mejilla, que al girar yo la cabeza hacia ella fue casi en la comisura de los labios, su perfume que avanzó hacia mí e inundó el espacio, su presencia me inquietó agradablemente... en fin, qué bueno que Mariel estuviese aquí hoy.

Nos alejamos rápidamente del edificio y en el corto viaje hasta el lugar elegido charlamos tonterías y nos reímos de lo útiles que son las madres cuando uno tiene hijos. Le pregunté si estaba comprometida con alguien, y rápido me dijo que no.

Cuando bajamos del auto entramos en silencio en la tenue luz del bar elegido, nos dirigimos al piso bajo y escogimos una mesa apartada, en un rincón. Apenas nos acomodamos, una moza tomó el pedido de dos cafés irlandeses, grandes, y dos barras de chocolate, como en las viejas épocas.

Nos miramos a los ojos, como preguntándonos silenciosamente de que hablar, y ella comenzó sorpresivamente con una pregunta que me quitó el aliento:

  • ¿Todavía te siguen gustando los pies?

Sorprendido y algo aturdido contesté:

  • Sí. Definitivamente. Creo que es algo que con el tiempo no cambia. Soy así. Pero... ¿porqué me preguntás justo esto?

Sonrió torcido, como para que yo me derritiera... y dijo, mirándome a los ojos:

  • Porque siempre mirabas los pies de las chicas, y los míos, y a mí me molestaba a veces, pero otras tantas me gustaba. Lo apreciaba como un interés por mi persona, no por mis pies. Lo pensé mucho, me informé del tema, y terminé por aceptarte así y entender que era algo muy tuyo, que te diferenciaba. Porque, aunque mirón, siempre fuiste muy caballero. Y honestamente, me gustaba que me miraras los pies. Y también me miraste las tetas y la cola, muchas veces. Y también me gustaba. Siempre admiraste la belleza femenina, con ganas, pero silencioso. Y los pies..., bueno, era muuuy notable. Y quería preguntarte justo esto, para saber si seguís siendo el mismo de siempre, porque así te recordé siempre. Y esperaba que el día que tuviera una oportunidad como la de hoy siguieras igual, me gusta... como sos vos...

Me recompuse más por estas palabras y recordé algo:

  • Sabés, Mariel, que me acuerdo que una vez estábamos en una reunión de compañeros, un finde, metidos todos en un cuarto, vos estabas recostada con las piernas encogidas, sin calzado pero con esas adorables mediecitas blancas, yo acostado y apoyado en un almohadón al lado de tus piernas, mirándote ...toda..., jé, y alguien dijo algo sobre alguien de la tele, y vos dijiste, sonriendo y mirándome de reojo con esa sonrisita de costado, tan tuya: "Y..., le gustarán los pies..." Te confieso que no me pude olvidar nunca de esa frase. Ni de cómo me miraste, tan intensamente...

  • Como yo Fabi, nunca me olvido de una vez que estábamos borrachos, me descalzaste delante de todos, me sacaste las medias blancas y te las pusiste de vincha. Y no me las devolviste nunca.

  • Síp, me acuerdo. Las guardé entre mis más preciadas cosas de esa época. Todavía las tengo. Un poco amarillentas, pero blancas y tuyas, en el cajón de los recuerdos.

  • No me digas !!!!! Qué loco, ji, ji, ji !!!

  • Siempre fui medio loco. En todo sentido....

  • Otra vez, creo que te debés acordar, estaba con las sandalias que a vos te gustaban, y me metí al barro cerca del comedor de la Uni, y vos me llevaste cargada en tus brazos a un aula, me hiciste sentar, me descalzaste, te fuiste al baño a lavarme las sandalias, las secaste con tu pañuelo, y con una botella de agua me lavaste y me sacaste el barro de los pies, y me secaste con tu camisa, mientras yo me reía de las cosquillas. Y me acuerdo que mientras me secabas un pie, te apoyé el otro en el pelo tan largo que tenías. Y lo hice más que a propósito. Loquito. Y después me calzaste y estabas hipnotizado mirando como me ataba las tiras.

  • Yo te gusté Mariel?

  • Sí, mucho y siempre. Estábamos al borde de una relación, y vos lo sabías bien... Siempre pensé como hubiera sido .... me interesabas, como compañero, como amigo y como hombre, y tenía claro que quería saber más y vivirlo al lado tuyo. Que era algo como que te gustase el pelo o las manos, o la cola de una mujer. Pero cuando comencé a ver tus permanentes miradas furtivas, cuando me cruzaba de piernas, y me mirabas mis inocentes piecitos, ja, ja, ja, pensé en avanzarte. Y nunca lo hice..., y me arrepiento... y ahora...

  • Y ahora qué Mariel...?

  • Ahora dame tu mano.

Se la dí y me la besó, y se me quedó mirando. Los cafés estaban ahí, ella tomó un sorbo de su taza, desenvolvió lentamente una barra de chocolate, se la metió a medias en la boca, la tuvo unos segundos, y me la ofreció algo derretida y con la humedad de su saliva... me adelanté y chupé con los labios la golosina, con el valor agregado del sabor de la boca de Mariel.

Terminamos en un hotel por horas, ella sentada en la cama y yo arrodillado en el suelo, quitándole las botas, besando apenas el nacimiento de sus deditos a través del panty negro. Ella se incorporó, me pidió que le quitara el pantalón, lo hice, y quedó con los pantys, se los bajó hasta las rodillas y se volvió a sentar. Tomé uno de sus adorables piececitos por el talón y lentamente, disfrutando de cada momento, le saqué el panty, y un bonito pie de mujer salió a la luz, y era el conocido y bello recuerdo:

El fino, rosado y redondito tobillo descalzo, la planta suave y tibia, los deditos primorosos y las nacaradas uñas sin pintar del pie derecho de Mariel.

Besé la piel suave del empeine, ella se rió y apoyó ese piecito en mi pelo, y me ofreció el otro cubierto con la media negra para que lo descalzara también. Así lo hice, y besé delicadamente cada uno de los primorosos deditos.

Ella se puso de pie, me sacó el sueter, me desprendió los botones de la camisa de un tirón, por lo que volaron en todas direcciones, con dificultad pero con firmeza me aflojó el cinturón, y me desprendió el pantalón, que arrodillándose deslizó hasta el suelo, sobre sus pantys negros. Luego levantó los brazos y le quité la blusa y el corpiño, que liberó unos pechos todavía firmes y muy bonitos.

Ella metió su mano bajo mi slip y masajeó mi miembro con su mano de dedos largos, la besé, me devolvió el beso, y la alcé de la cintura para ponerla de pie sobre la cama y alcancé así, con mis labios, sus duros y firmes pezones, los que lamí y besé con delicia, mientras ella abrazaba mi cabeza y besaba mi pelo. Se inclinó hacia atrás y caímos sobre la cama. Ella gemía suavemente mientras se bajaba la pequeña tanga y me urgía a liberar mi miembro.

Ya estaba mojada y los labios de su sexo estaban turgentes y calientes. Mi pene estaba duro, pero mi mente no podía dejar de pensar en esos primorosos pies bonitos, allá lejos, al extremo de su dueña. Me calentó aún más esa impotencia de no tenerlos.

Mariel notó mi dureza y se acomodó bajo mi cuerpo hasta que la penetré, entrando con facilidad en su vagina mojada y tibia. Mil sensaciones me recorrieron el cuerpo cuando ella levantó las piernas y sentí primero sus talones, y luego sus plantas suaves y enseguida los deditos apoyarse en mi cintura y deslizarse luego hasta mis nalgas al aire. Ella se apretó contra mí, y me mordió el cuello. Nos movimos suavemente al compás del ritmo de su cuerpo y sentí una inmensa ternura por Mariel, que me tomó la cara con las manos, me miró a los ojos y antes de meter su lengua entre mis labios, apretó y acarició mi cintura y mis costados con sus pies y me susurró:

  • Pensá en mis pies..., pensá en mis pies..., pensá en mis pies...

Lo hice intensamente y traté de darle lo mejor de mí, y así fue. Después de unos minutos, Mariel se tensó, apretó sus muslos contra mi cintura, elevó la pelvis y en un intenso gemido acabó con mi pene entrando hasta el fondo de su húmeda vulva. Seguí un momento más hasta que dejó de gemir.

Nuevamente tomó mi cara entre sus manos, me dió un ligero beso en los labios y la naricita se frunció junto a la sonrisita torcida, cuando me preguntó...

  • ¿Vos no pudiste? ¿Querés entre mis pies?

  • Ensayé un - No importa, me importás vos... y ella me comió a besos y me dijo:

  • Y a mí me importás vos. Decime como querés con mis pies. No tengas vergüenza, esperé por años esto. Quiero darte lo que a vos te guste. A mí me diste más de lo que esperaba. Hace mucho que nadie me hacía el amor, como vos, Fabi. Me hiciste El Amor. Quero hacerte algo que te guste mucho. Quiero darte mis pies. Siempre te gustaron, ahora son para vos.

Y uniendo la acción a la palabra, me empujó hacia atrás, riendo, y levantó sus piernas, sosteniéndolas bajo las rodillas con sus manos y puso esos dos piecitos primorosos a diez centímetros de mis labios.

Ni lerdo ni perezoso tomé en mis manos las dos bellezas, y ya lanzado los besé ardorosamente, y comencé a besar y chupar su dedito más pequeño, era como imaginé siempre, piel suave, gusto saladito y aroma a piel de pie de mujer.

Mariel se río cristalina por las cosquillas, pero me dejó hacer y aunque movió los deditos y sacudió las piernas, no intentó quitarlos de mis labios. Seguí con los otros deditos, chupando uno por uno, lamiendo el nacimiento y cada espacio sabroso, delicioso entre esas pequeñas y graciosas bellezas. Lamí las plantas adorables, con hermosas arruguitas y plieguecitos de piel saladita. Besé cada empeine con besos ardientes. Hasta que noté que mi dulce compañera cerraba los ojos y comenzaba a suspirar, excitada por las caricias en sus pies. Coloqué sus plantas a ambos lados de mis piernas, me adelanté hacia su vientre, donde besé su piel rosada y suave, me detuve en su pequeño ombligo y subí hasta sus pechos, donde besé y chupé la piel de sus pechos y sus pequeños y duros pezones. Mariel me acariciaba la cabeza, y me decía suavemente y poco convencida:

-Dejame, disfrutá vos, besame los pies, hacé algo lindo para vos, terminá entre mis pies. Vos sabés como, enseñame....

No le hice caso, la penetré de nuevo y a los pocos segundos, con un bufido y un gruñido muy poco femeninos, tuvo un orgasmo fulminante, que la dejó resoplando bajo mi cuerpo. Se recuperó y dijo:

  • Basta, ahora vos, Fabi, te toca a vos, ha sido hermoso, sos divino, precioso como amante. Qué sensaciones tan lindas, pero si no hacés algo para vos me enojo... y sonrió de costadito, lo que me derritió. La besé mil veces en el rostro, en las manos, en los pechos y volví al extremo de la cama, donde ella levantó sus piecitos adorables y un poco torpemente, los apoyó sobre mi verga dura y mojada y pegajosa por sus jugos...

Un shock eléctrico me invadió al sentir esos pies tantas veces soñados en mi parte más sensible, y ella lo notó, y me dijo:

  • Enseñame...

  • Me da vergüenza Mariel... dije bajando los ojos...

Retiró los piecitos, se incorporó en todo su metro con sesenta centímetros frente a mí, sobre la cama y me dijo mirándome desde arriba, con la media sonrisa:

  • ¿Me da vergüenza a mí estar así frente a vos? ¿o haber empujado como una yegua para sentirla más adentro cuando me hiciste el amor?

Se desplomó hacia atrás, quedó sentada, y levantando uno de sus lindos pies, me lo plantó en el pecho, mientras que con el otro hacía círculos en el aire apuntándome con esos deditos deliciosos...

  • Mirá lo que te estás perdiendo, boludín...

Le tomé los pies con ambas manos y los coloqué a los lados de mi verga, y los moví de arriba abajo entre sus plantas maravillosas. Ella captó enseguida la idea y me pajeó suavemente, como cuidando de hacerme daño, y la sensación que siempre me dan los pies de una mujer en esa parte tan sensible me llenó la cabeza, más por ser Mariel y sus pies maravillosos.

El pensar que estaba con ella me hizo subir la temperatura y sentí la cara ardiente mientras una sensación de calentura inmensa me invadía el cuerpo. Ella lo notó, y me sonrió con ganas, mientras sus piecitos seguían su tarea. Sentí que estaba por llegar algo profundo y hermosamente placentero, y dije roncamente, mirando hipnotizado esos pies de locura y tan deseados por años:

  • Con los deditos, en la punta...

Ella obedeció y esos deditos incomparables se adueñaron mí, y sentí miles de alfilerazos de placer en el glande, y casi inmediatamente me vino un orgasmo profundo y estremecedor, mientras mi entusiasta amante siguió moviendo ese capullito de deditos sobre la cabeza de mi miembro, hasta que lo bañé de leche espesa, tibia y pegajosa.

Mariel continuó por algunos segundos moviendo sus pies para exprimirme, y en seguida me derrumbé hacia adelante sobre ella, quien me recibió abriendo sus brazos y sus piernas para abrazarme por las espalda con ellos. Y sintiendo en mi piel el calor y la suavidad de sus pechos, de sus muslos, de su vientre y con mi cara enterrada en su cuello, la escuché decir:

  • Bien, amor, muy bien, así, así, me encantó. Que buen momento, que no se termine por favor... Y nos dormitamos un rato, hasta que llegó la hora de irnos, alargando el momento con un profundo beso, ya vestidos, de pie en la puerta...

Mi encuentro con Mariel, inmóvil en el tiempo...